Conocí a Al, el pescador, en cuanto llegué a Largos.
No me pregunté qué hacía ahí. Ese joven formaba parte del paisaje local.
Playa con hombre inmóvil de espaldas.
Como cualquier pescador, estaba siempre frente al mar. Salvo que en él esto era más evidente. Al verlo, uno se podría decir a todas horas: ¡vaya, un hombre de espaldas!
Tardé varios días en acercarme a él.
Lo típico:
—¿Pican?
—Mmmm…
—Yo también solía ser taciturno. Pero uno cambia varias veces de personalidad a lo largo de su vida.
Se giró hacia mí con una sonrisa que quería decir que mejor me callase.
Poseía lo que se dice un aspecto de vaquero, una cara bonita, una falsa apariencia a lo Clint Eastwood en la época gloriosa de los spaghetti westerns, sin el cigarrillo. Me fijé en su muleta, plantada al lado. De lejos uno no se daba cuenta, pero de cerca la dislocación de su cadera se hacía evidente. Me respondió con una voz baja pero alegre:
—Me caí de un puente hace cuatro años. Tengo una cadera de titanio.
—No le he preguntado nada.
—La mayoría de la gente no se atreve a preguntarme. Pero todo el mundo se lo pregunta. Me parece que se ha instalado por aquí. Y si voy a tener que verlo a menudo, prefiero que no ande todo el rato preguntándoselo. De hecho, prefiero que no volvamos a hablar de ello.
—De acuerdo. ¿Cómo se cayó del puente?
—Carretera por la noche en Grecia. Maletas que se caen del techo del autobús. Los demás fueron por la parte de dentro de la barrera de seguridad. Pero yo era más prudente. Decidí ir por la parte de fuera. No vi el vacío. Caí sobre la carretera de abajo. Me desperté en el hospital de Atenas. Lisiado de por vida. Una pensión de invalidez. Y como sueldo complementario, la pesca.
—Así que pican, ¿no?
Al fin y al cabo ésa había sido mi pregunta.