Jean-Luc, el dueño del Cap’tain (ya os explicaré más tarde cómo nos hicimos amigos), no tenía la dirección de Flamby.
—No me sé todas las direcciones de mis clientes.
Estaba claro.
—Sólo sé que puede ver el océano desde su casa. Mil veces me ha contado lo mucho que disfruta al mear sobre la arena desde la ventana de su habitación. Es lo primero que hace nada más levantarse: mear todo el alcohol que ha ingerido durante la noche.
—No hay muchas casas desde las que se vea el mar. Sólo hay una docena desde aquí hasta la playa norte. No debería ser muy difícil encontrar su sweet home.
Perle y yo echamos a andar sobre la cresta de la duna. Le habíamos dejado a Luna a Jean-Luc. Le había prometido que le enseñaría a bailar reggae. Tuve ganas de decir: «El reggae no se enseña», pero no era el momento. Casi me echo a reír cuando vi a Jean-Luc y a la pequeña agitándose tontamente al ritmo de «Bad Card». Pero tampoco era el momento de reírse.
Tablones de madera unían las casas. Eran grandes casas de estilo colonial, de la época en la que los de Burdeos conquistaron las Landas. Con techos sostenidos por columnas que descendían para proteger las cañerías de la lluvia y del viento y que formaban galerías en las que había sillas de jardín, balancines y hamacas. Muy mono. Cuando uno tiene dinero para colonizar las dunas, ¿por qué privarse de todo lo demás?
—¡Vaya! ¡Quién lo diría! ¡Ese Flamby maloliente, con su sudadera asquerosa y que no se ducha en todo el día, es un millonario! —dijo Perle.
—Sin duda es un hijo de una buena familia que se descarrió. No se compran casas en las dunas, se heredan. Se puede ser propietario de una casona y ser tan pobre como un mendigo.
Hacía unos veinte años la construcción en las dunas todavía tenía valor, pero ahora que el océano había comenzado a ascender por las dunas, esas casas sólo tenían lo que suele llamarse «un valor inestimable». No sólo hubiera sido imposible pagarlo, sino que además era un mal emplazamiento y una mala decisión. Únicamente para mí, si me hubieran concedido un préstamo, hubiera sido una buena compra: una casa sin futuro para un tipo sin futuro. ¡Pero a ver quién es el guapo que encuentra un banquero sensible a esta lógica!
Conté once casas. Habíamos llegado a la última y algo me dijo que era la buena. Aislada, vieja y deprimente. Era el equivalente inmobiliario del mugriento de Flamby.
Recogí de la arena un vaso de cerveza. El suelo estaba cubierto de colillas.
—Es aquí —dije.
El camino de tablas no llegaba hasta la entrada. Anduvimos sobre la arena mullida. Imaginé a Flamby zigzagueando penosamente en ese mismo lugar cada vez que volvía de una de sus borracheras. Me imaginaba que nos lo encontraríamos con un cubo lleno de vómito junto a su cama. No me molesté en llamar y entré delante de Perle en una habitación espaciosa pero oscura.
—¡Joder, cómo huele!
Latas de conservas y cajas de pizza cubrían los muebles e incluso el suelo.
—Ni que estuviéramos en el antro de un asesino en serie —dijo Perle—. No lo digo por ti.
El resto de habitaciones de la casa estaban más ordenadas. Era evidente que Flamby sólo vivía entre la sala de estar y la cocina.
—No está.
—No debe de andar muy lejos. Acabará por volver.
Fuimos a casa de Al. Estaba justo al lado. Su apartamento se encontraba en el segundo piso de una casa cuya planta baja estaba ocupada por una familia que se había anexionado el jardín común.
Perle se puso a sollozar en cuanto entró. La bolsa sorpresa contenía una muñeca con el corazón roto. Me dieron ganas de acariciarle el pelo como a un niño pequeño al que hay que consolar. Yo nunca había estado allí. Pequeño, limpio y con una terraza que daba a un pedazo de océano encajonado entre dos edificios. Habitable. E incluso más que eso si se tiene en cuenta la calidad de los muebles y de los objetos de valor que había por todas partes. Una litografía decoraba la única pared libre del salón. Era la reproducción de una obra que había visto durante uno de mis viajes a Nueva York.
—Guns —dije—. De Andy Warhol.
La obra ideal para un asesino al que le guste el arte. Una pistola y sangre. Eché un ojo a la biblioteca. Había mucha literatura japonesa. Y muchas ediciones buenas.
—Cuando vuelva Al debería hablar un poco con él. Tenemos gustos parecidos.
—Pues sí, estaría bien que hablaras con Al de otra cosa que no sea la pesca o el tiempo.
Me pregunté si en el tono de Perle no había un ligero reproche.
—¿Crees que puedo llevarme éstos?
Eran El camino de la espada y La luz perfecta, del ciclo Musashi de Eiji Yoshikawa.
—Así cuando nos veamos podremos intercambiar impresiones.
Con mi comentario, ¿no acababa de insuflar sutilmente una gota de optimismo?
Ella no fue tan sensible a mi delicadeza.
—Si tienes cabeza para leer… no te cortes.