Nada más amanecer volvimos a hacer el amor.
Insisto: hicimos el amor por segunda vez. Si uno reflexiona un poco, podrá darse cuenta del significado de esta afirmación. Porque la segunda vez es mucho más bella que cualquier otra.
De hecho, es mejor que la primera vez.
Puse sus piernas sobre mis hombros y hundí mis ojos en los suyos.
Nos mantuvimos así hasta el final. Hubiera podido verter lágrimas de gratitud.
La llevé hasta la ducha y nos enjabonamos mutuamente. Como si nos conociéramos desde hacía mucho. Es una de las cosas incomprensibles del amor: la rapidez con la que se coge confianza.
Su cuerpo me parecía excelso. Ya no tenía nada de pija. Era tan natural como una pradera de montaña.
Me puso pomada cicatrizante en las heridas de la cara.
—Mi viejo adolescente se ha peleado como un gamberro.
No me hizo más preguntas. Con cuarenta años, una mujer sabe cuánto debe el amor al silencio.
Meter la nariz en asuntos que no importan no formaba parte del programa.
Pedí un par de tajines a un restaurante marroquí cercano que traía la comida a domicilio. El tipo quiso encasquetarme una botella de vino rosado marroquí. Abrí un tinto de Bandol. Cada uno tiene sus gustos.
No hacíamos el amor como si tuviéramos veinte años.
Cuando uno tiene sesenta y ocho y una amante veintiocho años más joven, es un problema que le atormenta.
Cada erección se alzaba tan lentamente como una procesión de Semana Santa.
En cuanto mis huevos se llenaban, los descargábamos.
Este proceso nos dejaba tiempo para que yo le hablara del Musashi y ella del Diario de Gombrowicz.
—Escucha esto —dijo ella—: Cada vez me resulta más difícil comprender a aquellos que creen que la supresión de la vida es el castigo supremo. No comprendo a aquellos que se alegran de abatir por venganza a alguien con un tiro en la nuca, como si el otro pudiera sentir algo. He llegado a ser indiferente a la muerte (y no me refiero a la mía).
Se rio con felicidad.
Yo intenté convencerme de que había escogido justo ese pasaje por casualidad. No quería compartir con ella ese tipo de secretos. Con Perle ya era suficiente. En mi antiguo trabajo, un testigo no era alguien a quien dejar normalmente con vida.
Agarró mi sexo. Estaba elástico. En general la elasticidad es una buena señal, pero no en ese caso. Ella le prodigó caricias y la pobre cosa hizo ademán de levantarse.
—Tu polla es tan lisa como la de un niño —dijo ella—. Es la única parte del cuerpo que no tiene ni una arruga.
Desgraciadamente, se encogió y encogió y volvió a su estado de gamba pelada.
—No intentes halagarla. Nuestros miembros tienen la misma edad que nosotros.