Capítulo 6
La habitantes de Los Lobos no solían tener muchas visitas desde los Estados Unidos.* Los turistas americanos solían ir a la capital de la provincia, Morelia, o a Pátzcuaro, cerca del hermoso lago del mismo nombre. Algunos incluso llegaban a Playa Azul para hacer surf. Pero no había nada que los animara a recorrer la carretera que serpenteaba por la costa hasta aquella pequeña aldea de pescadores; así que el hombre de piel pálida que estaba sentado en la terraza, delante del único café del pueblo, llamaba mucho la atención.
Él estaba acostumbrado. Nadie que tuviera su aspecto podía haber pasado por la vida sin que los ojos de los demás se fijaran en él. Especialmente los ojos femeninos.
Era una pena que estuviera loco.
Su español era lamentable, así que al principio no estaban seguros de si aquel hombre quería decir lo que había dicho, pero finalmente había hecho un dibujo para Jesús García, el dueño del café: realmente aquel hombre estaba buscando al dragón.* Pero su dinero valía tanto como el de los demás, así que se encogieron de hombros y le siguieron la corriente. Si a aquel hombre le hacía feliz perseguir criaturas que no existían, ¿por qué iban a privarlo de la diversión?
En aquel instante, el hombre loco estaba inmerso en su mapa, tan concentrado que parecía que quisiera mover las líneas dibujadas en él para que adoptaran formas que se adecuaran mejor a sus planes. Una taza de café descansaba cerca de su codo y el plato con los restos del desayuno seguía en la mesa. Había comido cuatro huevos y varias tortillas, pero había ignorado las rodajas de mango.
Los dos ancianos sentados en la otra mesa, justo enfrente, y que observaban y hacían comentarios mientras desayunaban, se rieron por lo bajo cuando la camarera se acercó a la mesa del extranjero. Carmencita movía las caderas con tanto ímpetu que era un milagro que no se hiciera daño. Pero el hombre loco estaba demasiado ocupado mostrándose en desacuerdo con su mapa como para fijarse.
—¿Le gustaría más, señor?*
Más que las palabras fue el tono lo que hizo que Cullen alzara la cabeza del mapa topográfico. Su sonrisa fue una respuesta automática a aquel ronroneo que le ofrecía lo que él más deseaba, pero se convirtió en un gesto apreciativo cuando la camarera recogió el plato y limpió la mesa, un movimiento que requería que ella se inclinara bastante sobre él. Cullen miró lo que ella quería que mirara y admiró las vistas.
—Eh… ahora, no. Pero más tarde…* —Dejó que su expresión dijera lo que su limitado español no le permitía expresar. Y ella lo entendió muy bien. La camarera siguió hablando en un torrente de palabras que Cullen no supo descifrar, pero que al parecer tenían que ver con establecer una cita en firme. El se rió, le dijo no comprendo,* y al final Carmencita se tuvo que conformar con el ambiguo «más tarde» que él le había ofrecido.
Teniendo en cuenta que las cosas iban muy mal y que quizá se quedara allí bastante tiempo, Cullen había llegado a la conclusión de que no tenía sentido oponer resistencia alguna. No tenía intención de hacer un voto de castidad.
Cullen se había quedado en Los Lobos por dos razones. El nombre le gustaba, por supuesto. Y sentía curiosidad por su historia. El lobo no era un animal que se pudiera ver en aquellas latitudes meridionales; y aunque en Norteamérica sus primos salvajes campaban a sus anchas, ¿por qué bautizar un pueblo con el nombre de un animal que los nativos no habían visto nunca?
Si Cullen había entendido bien a los habitantes del pueblo, la aldea había recibido su nombre de un par de picos, peculiarmente carentes de vegetación, que podían divisarse desde el pueblo. Aquellos picos también se llamaban Los Lobos. Cullen tuvo que admitir que desde aquel ángulo era cierto que los picos se asemejaban a las fauces abiertas de una bestia. Pero eso no explicaba por qué habían elegido al lobo en vez de a la pantera, animal nativo de aquella parte del mundo. Quizá habían sido los españoles los que habían bautizado el pueblo. Y los españoles sí que conocían a los lobos.
Pero la razón principal por la que se había detenido allí era que su camino también lo hacía. Maldita sea.
Un balón de fútbol botó por la calle seguido por una banda de ruidosos chavales. Niños en su mayoría, aunque uno de aquellos atletas lucía trenzas y vestido y le faltaban algunos dientes. Ella fue la que le dio una patada al balón, enviándolo directamente hacia Cullen.
Cullen hizo un gesto de fastidio, alargó una mano y desvió el balón. El esférico voló por encima de las cabezas de los niños, rebotó en la pared de cemento del mercado* de la acera de enfrente y golpeó en el estómago al niño más alto, que dio con el trasero en el suelo. La turba infantil estalló en gritos y risotadas y algunos le gritaron cosas a Cullen.
—Pequeños monstruitos —murmuró Cullen. Deberían estar en el colegio. ¿Por qué no estaban en el colegio? Todavía no era Navidad, ¿no? Lo comprobó mirando la luna, porque sabía que no entraría en fase de luna llena hasta el treinta y uno.
Apenas había llegado a fase de media luna. Todavía no era Navidad. Entonces, ¿por qué los padres de aquellos niños no los encadenaban a algún lado?
Con gran alivio, Cullen vio cómo los jugadores de fútbol perseguían el balón calle bajo. Volvió a concentrarse en el mapa topográfico que tenía entre manos.
Antes de marcharse de California, Cullen había pasado tres días enteros hechizando sus mapas: uno grande que le permitía orientarse por la zona, y otros más pequeños para saber exactamente dónde estaba su objetivo. El no era un localizador, pero había obtenido el hechizo de uno: una amazona molesta y seductora con la que había estado en el infierno. Allí habían encontrado un montón de demonios, como era de esperar. Y una guerra, lo que no era muy de esperar.
También habían encontrado dragones. Dragones que habían regresado con ellos a la Tierra para escapar de la guerra. Dragones que, en realidad, eran los que habían hecho posible que pudieran volver todos; porque uno de ellos sabía más sobre magia que cualquier señor de las hadas.
Y el maldito dragón había desaparecido antes de que Cullen tuviera la oportunidad de hacer una sola pregunta. Se había largado volando y se había evaporado de la vista y del radar, y era imposible localizarlo mediante la segunda visión o escrutando.
Y ahora había desaparecido de su mapa. Cullen frunció el ceño y quitó la taza de café del medio.
No había intentado rastrear directamente a los dragones. Aquellos seres sabían mucho sobre magia o, al menos, el que sabía mucho era aquel que se hacía llamar Sam. Sam podía bloquear cualquier intento de Cullen de localizarlo directamente. Había bloqueado a Cynna, y ella, por muy irritante que fuera, era una localizadora poderosa. Así que Cullen se había limitado a rastrear los lugares por los que habían pasado los dragones, no donde se encontraban ahora.
Cullen era muy bueno manipulando el fuego, y los elementales del fuego existían en parte en el tiempo presente y en parte en el pasado y el futuro, así que había vinculado el hechizo a una pequeña salamandra. Los dragones eran seres del presente, como los seres humanos, así que no deberían tener el poder de bloquear el pasado.
Hasta hacía cinco días, el hechizo había funcionado a la perfección. El pequeño hilo dorado de su mapa, invisible tan solo para aquellos que no podían ver la magia, se había deslizado por la costa, había girado para dirigirse hacia las montañas cercanas a aquella aldea… y había desaparecido.
Igual que aquellos malditos dragones.
Desde entonces, Cullen había intentado encontrarlos de una forma más tradicional: preguntando a la gente si había visto criaturas extrañas o a alguien le había desaparecido ganado. Como consecuencia, los lugareños creían que estaba loco. A Cullen no le importaba, pero habían empezado a contarle lo que creían que él quería oír, en vez de lo que habían visto u oído en realidad.
Pero estaba cerca. Cullen lo sabía. No podía olvidar el cosquilleo que había sentido en sus escudos la noche anterior, aunque era cierto que eso no probaba nada. Pero cuando el día anterior se había aventurado por los senderos de las montañas, había llegado hasta un lugar donde la magia casi había desaparecido. Eso era una prueba de que estaba en la zona correcta. Por alguna razón los dragones ahogaban o absorbían toda la magia que existía a su alrededor. Así que Cullen había decidido que dedicaría el día a…
El balón de fútbol voló hacia él, otra vez.
—¡Maldita sea! —Esta vez Cullen se levantó y agarró el balón en el aire. La manada de niños que corría tras él se detuvo. La niña se rió. El muchacho más alto, el que antes se había caído de culo, se dirigió a Cullen con un torrente de palabras incomprensibles.
No sonaba como una disculpa. Ni como una educada petición para que Cullen les devolviera el balón.
—¿Esta es su pelota?*
—Sí. ¡Démela!*
Cullen tuvo que admitir que el chaval tenía agallas. En vez de retroceder, el muchacho hinchó su delgado pecho e intentó recuperar el balón… y cayó hacia atrás con las aletas de la nariz abiertas y una gran sorpresa reflejada en su rostro.
—Brujo*—susurró el niño. Hechicero.
No, pensó Cullen, y tú tampoco. Aunque quizá no tengas ni idea de lo que eres en realidad. Cullen había percibido el olor del niño, igual que el niño había captado el de él.
Sin embargo, para asegurarse, Cullen miró al niño con su segunda visión.
La visión del hechicero no tenía nada que ver con los ojos, ni siquiera con algún tercer ojo místico que pudiera abrirse o cerrarse. Cullen veía la magia continuamente, pero la viveza de la visión normal la apagaba hasta que él decidía prestar atención. Algunos hechiceros tenían que cerrar los ojos para ver magia. Para Cullen, era una mera cuestión de concentración, algo que le resultaba más fácil después de haber pasado tres semanas ciego.
El aura del niño era brillante, vivida… y estaba tachonada de motas púrpura. Oh, sí. Aquel muchacho pertenecía a la Estirpe, aunque estaba claro que era mestizo.
Si añadía a ese descubrimiento lo que había captado su nariz, entonces Cullen supo por qué aquel pueblo se llamaba Los Lobos.
—Muchacho —dijo en voz baja—, tenemos que hablar.
El niño, por supuesto, no entendía inglés.
Jesús llegó hasta ellos balanceándose mientras salía del café y regañó al muchacho con una ráfaga de español.
Cullen sonrió amablemente mientras pasaba la pelota de una mano a otra y escuchaba la perorata: entendió una palabra de cada diez. ¿Cómo debía manejar aquel asunto? El muchacho todavía no había llegado a la pubertad, tanto su olor como su aura lo confirmaban; pero no faltaba mucho. Cullen no podía dejar que aquel muchacho se enfrentara solo al primer cambio de su vida. ¿A quién debería…?
Un olor extraño y desagradable le hizo girar la cabeza.
Aquella cosa caminaba hacia él sobre dos grandes pies terminados en garras. Las ancas eran enormes y su cuerpo rugoso parecía demasiado pequeño en comparación. Carecía de miembros superiores. La cabeza, una mezcla de cocodrilo y rinoceronte con los dientes del primero y el cuerno del segundo, se inclinaba hacia delante desde lo alto de un grueso cuello de metro y medio de alto y chocaba con los tejados de cinc de ambos lados de la calle. En su interior vio a una mujer desnuda con la piel de color marrón oscuro como los círculos de la cara de un gato siamés.
No, recapacitó Cullen un segundo después. Se trataba de la forma astral de una mujer. El demonio estaba dashtu: presente físicamente, pero no estaba alineado con el mundo. En realidad, la mujer no estaba allí.
—Mierda. Mierda, mierda. ¿Supongo que no puede usted ver eso?
—¿Señor? ¿Qué dijo usted?* —farfulló el dueño del café mientras daba golpecitos al brazo de Cullen. El muchacho habló con él sin dejar de mirar fijamente a Cullen. Tres niños seguían sentados en medio de la calle, jugando a algún estúpido juego con un trozo de cuerda. Los demás se daban empujones, charlaban u observaban a Cullen y al muchacho.
Y el demonio seguía acercándose, paso a paso, lentamente. La cabeza se le balanceaba, pero estaba concentrado en Cullen. Sus ojos rojos brillaban.
Los ojos de la mujer también brillaban. Ella sonrió y alzó una mano perezosamente.
Cullen reaccionó por instinto y se llevó la mano al diamante que le colgaba del cuello. Aquel único y valioso objeto, certificado por un laboratorio, era la razón por la que estaba viviendo a base de dinero en metálico. Visa todavía seguía sin comprender por qué sus ordenadores le habían permitido sobrepasar su límite de aquella manera y no estaban muy contentos al respecto.
La piedra estaba medio llena porque Cullen había empleado ya algo de la magia que llevaba almacenada en ella. Aunque no tenía importancia. No tenía intención de desatar ningún duelo arcano con todos aquellos niños en la línea de fuego.
—¡Mierda! —dijo de nuevo con gran sentimiento. Y se movió.
Cullen no era tan fuerte como los de su raza. Podía luchar, por supuesto, pero no había sido entrenado. Sin embargo, era rápido, más rápido que cualquiera que él conociera, excluyendo quizá el hermano excepcionalmente dotado de Rule, Benedict. Era tan rápido que los humanos de su alrededor podrían llegar a dudar de haberle visto realmente.
Así que corrió… hacia el demonio; no huyó de él. Escapando lo único que conseguiría sería llamar la atención de aquella criatura y el demonio iría directo hacia la turba de niños. No sabía qué podía ocurrir si un demonio dashtu chocara con un niño, pero no tenía intención de comprobarlo.
Su reacción sorprendió a la mujer que poseía al demonio. Pudo verlo claramente en la expresión que distinguió en el rostro cuando se lanzó hacia ella y hacia su mascota del infierno. Aunque no la sorprendió lo suficiente como para que la mujer perdiera la concentración. La mano que ella sostenía en alto seguía dirigiendo la magia que había estado concentrando, un halo de energía que daba vueltas alrededor de su cabeza, como un lazo.
Afortunadamente, su demonio carecía de un control tan férreo. El ser se detuvo, echó la cabeza hacia atrás y dudó unos segundos antes de lanzarse con los colmillos por delante contra el idiota que corría hacia él.
Cullen lo esquivó.
Un enorme pie intentó aplastarlo. Cullen se tiró a un lado y rodó por el suelo; se levantó y siguió corriendo. No tenía sentido quedarse para luchar, no cuando resultaba evidente que tenía todas las de perder.
Corrió hacia la iglesia. Era pequeña y se caía a pedazos, pero sus paredes consagradas detendrían al demonio. Cullen pudo sentir, más que oír, los pasos de aquella cosa contra el suelo. ¿Cómo podía sentirlo si la cosa ni siquiera estaba lo suficientemente presente como para ser vista u oída? No sabía mucho sobre el estado dashtu, pero…
¡Maldición! ¡Aquella cosa podía saltar!
Cullen se detuvo en seco. El demonio había saltado por encima de él y había aterrizado a menos de dos metros. Su hocico apuntó hacia Cullen y su jinete, la mujer, le lanzó el halo de magia.
No había tiempo para crear un hechizo ni para sacarlo de su diamante. Cullen hizo lo único que podía hacer sin armas ni hechizos: arrojó una lengua de fuego al demonio.
La criatura chilló cuando las llamas treparon por su cuerpo hasta alcanzar su pecho. Balanceó la cabeza y cayó hacia atrás tan rápido que su jinete perdió el control del lazo mágico. El aro brillante culebreó por el aire a toda velocidad.
Cullen ya había echado a correr en dirección contraria cuando el aro zumbó por encima de su cabeza. El demonio estaba muy enfadado, pero el fuego no había servido para detenerlo. La criatura no estaba lo suficientemente presente como para que un fuego normal la hubiera dañado de verdad, y Cullen tuvo que echar mano del diamante para convocar un poco de fuego mágico.
Probablemente no era buena idea. El fuego mágico era muy difícil de controlar.
Cullen se escondió entre dos casas en un estrecho callejón donde el demonio no podría entrar. A no ser, claro, que pudiera aumentar su dashtu y su masa desapareciera lo suficiente como para…
Cullen miró por encima de su hombro y comprobó que el demonio podía hacerlo.
Saltó a un patio lleno de gallinas que chillaron, aletearon y se interpusieron en su camino. Y siguió corriendo, hacia el bosque, en busca del sendero que subía hacia la montaña.
Una hora después, Cullen se había encaramado a un roble rodeado de otros miles de robles. Su pecho subía y bajaba agitado. Le dolían los músculos de las piernas y su camiseta estaba empapada en sudor, al igual que sus pantalones.
Una mariposa con las alas del color del amanecer voló por delante de él como un delicado pedazo de papel acarreado por el viento. Los monos aullaban en la cercanía. Quizá estuviera a doce o trece kilómetros del pueblo y por lo menos estaba unos trescientos metros más alto.
El tiempo estaba de su parte, se dijo a sí mismo. Al final, la mujer tendría que dejar su montura. Algunas leyendas afirmaban que algunos adeptos eran capaces de mantener su cuerpo astral durante un día entero, pero Cullen no estaba dispuesto a creer que aquella mujer tuviera las habilidades de un adepto. Quizá aguantara otra hora, o quizá otras tres, pero al final tendría que regresar a su cuerpo físico.
Cullen tenía la esperanza de que la mujer se llevara a su demonio cuando se marchara.
El sudor empezó a enfriarse sobre su cuerpo y Cullen tembló, pero no por el frío. En dos ocasiones había creído haber dado esquinazo al demonio y a su jinete, y las dos veces habían terminado encontrándolo.
¿Cómo? Aquella era la pregunta del millón de dólares.
Cullen estaba seguro de que no lo habían encontrado físicamente. Sus escudos estaban intactos y podían resistir incluso a una telépata loca y a su báculo mágico. Tampoco creía que el demonio se hubiera guiado por el olfato, sobre todo después desde que Cullen hubiera atravesado aquel condenado arroyo. Tuvo que admitir que era teóricamente posible que el demonio lo hubiera encontrado mediante el oído. En su forma de lobo, Cullen podía distinguir entre un latido de corazón y otro, pero tenía que estar muy, pero que muy cerca. No creía que los latidos de su corazón hubieran guiado al demonio.
Lo único que quedaba era la vista y la magia. Quizá el demonio era un Davy Crockett que tomaba esteroides y podía seguir su rastro tanto si atravesaba un río, como si trepaba por rocas o hacía el Tarzán por los árboles.
O quizá la jinete de aquel demonio ya había localizado a Cullen por medio de la magia antes de aquel desafortunado encuentro.
La noche anterior algo había rozado los escudos de Cullen y él había dado por sentado que se trataba de Sam. Pero ahora se daba cuenta de que podía estar equivocado y se lamentó por creerse siempre tan condenadamente seguro de todo. Tendría que haberse puesto en guardia. En vez de eso se había mostrado arrogante, convencido de que nadie podía atravesar sus escudos. El…
Cullen parpadeó. ¿Cómo podía estar seguro de que nada podía atravesar sus escudos?
Una pregunta estúpida. Cullen lo había comprobado todo al diseñar sus escudos…
Al diseñar sus escudos. Esto era lo que había estado pensando antes de… perder el hilo. Porque Cullen no podía recordar que hubiera comprobado realmente su escudos. Ni siquiera podía recordar haberlos diseñado.
¿Los escudos?
Los dedos de Cullen se clavaron en la corteza del árbol. Fijó la mirada en el bosque, pero no vio nada. Un escarabajo tan grande como un dedo pulgar caminaba por su mano. Cullen lo ignoró.
Cullen tenía un escudo. Uno, en singular, que lo protegía de cualquier ataque mental. Y no tenía ni idea de dónde habían salido los demás o por qué ahora pensaba en escudos, en plural.
Algo o alguien le había hecho algo a su cerebro y le había borrado la memoria.
Cullen siguió el rastro de sus recuerdos, yendo de uno a otro, intentando descubrir cuándo había diseñado sus escudos. ¿Cuándo había confiado en ellos por primera vez?
No le llevó mucho tiempo encontrar una respuesta. Aquel no era un día que pudiera olvidar con facilidad. También estaba seguro de quién había sido el culpable, aunque desconocía sus motivos ni dónde podía encontrarlo ahora. Sin embargo, Cullen conocía a alguien que podía ayudarlo, alguien con acceso a cualquier tipo de información.
Poco a poco se dio cuenta de que el bosque se había quedado en silencio. Los pájaros no cantaban ni los monos chillaban. El bosque estaba tranquilo… Pero cierto olor a carne podrida flotaba en el aire.
¡Hijo de puta! Cullen no tenía tiempo de jugar al escondite. Tenía que salir de aquella jungla y subir a un avión lo antes posible.
El demonio asomó el hocico por un sendero a unos seis metros del árbol de Cullen y este decidió bajar y esperar a la criatura. Esperó mientras una mano apretaba con fuerza el pequeño diamante que le colgaba del cuello y alargaba la otra hacia el demonio.
—Muy bien, cariño —murmuró—. Lo haremos a tu manera. ¿Quieres jugar? Pues juguemos.