Capítulo 2
9.25 p. m. 19 de diciembre (Hora local)
2.52 a. m. 20 de diciembre (Greenwich)
Cynna Weaver estaba de pie en una esquina de Washington D. C. que nunca aparecería en las guías turísticas ni se incluiría en ninguna campaña política. Se suponía que la temperatura no había bajado de cero grados, pero sus dedos le sugerían que habían superado esa línea por mucho. Se metió las manos en los bolsillos de su cazadora de aviador. Se había acordado de coger la cazadora, la llave de su habitación, el móvil, la cartera y su arma. Pero nada de gorro ni guantes. Estúpida.
No sabía dónde estaba. Y eso era mucho más que vergonzoso, sobre todo considerando cuál era su don. Estaba en algún lugar al sureste de Washington, ya que había cambiado a la línea verde, pero no podía recordar, ni aunque su vida estuviera en juego, dónde se había bajado. O por qué.
Probablemente aquello era Anacostia, pensó Cynna mientras miraba a su alrededor. Lo que demostraba que podía confiar muy poco en su subconsciente, pero a su mente consciente no se le ocurría otra cosa que decir: Sal de aquí inmediatamente.
Eligió una dirección al azar y echó a andar.
Su alojamiento actual no era muy diferente a los cientos de habitaciones de hotel en los que se había alojado desde que había cambiado de bando en el juego de la ley y el orden hacía siete años. La habitación tenía una cama decente, televisión por cable, toda el agua caliente que quisiera y ni gota de personalidad. Cuando se había visto al teléfono pidiendo una hamburguesa al servicio de habitaciones, no había podido soportarlo más.
Aunque no sabía qué era exactamente lo que no había podido soportar. ¿La habitación impersonal? ¿Las pesadillas demasiado personales que la acosaban por las noches? O las pesadillas que ya habían muerto… Estúpidos hijos de puta, pensó frunciendo el ceño. Aquellas pesadillas muertas hacía tiempo seguían fabricando fantasmas que acudían a visitarla de vez en cuando.
Fuera lo que fuera lo que lo había provocado esta vez, para Cynna era algo familiar. Nunca había sido capaz de determinarlo con exactitud. Solo sabía que cuando aquella sensación la asaltaba, tenía que hacer algo. Lo que fuera. Cuando era joven y estúpida, aquel lo que fuera había significado salir de marcha. En la actualidad, Cynna intentaba librarse de ello haciendo ejercicio físico.
Aquella noche Cynna se había subido al metro y luego había echado a andar. Desgraciadamente había estado demasiado ocupada dándole vueltas a la cabeza como un hámster en su rueda y no había prestado atención. Cuando por fin se había despertado de su trance inducido por la estupidez… Bueno, aquel no era el peor barrio en el que hubiera estado nunca, pero se acercaba bastante. Y eso que ella había estado en barrios muy, pero que muy poco recomendables.
Una camioneta de chasis bajo pasó a su lado con las ventanillas bajadas y el volumen del estéreo tan alto que Cynna pudo sentir las vibraciones del bajo a través de las suelas de sus Reebok. Uno de los tipos que iba en el asiento de atrás se asomó por la ventanilla para hacerle una oferta que Cynna no tuvo ningún problema en rechazar. Y lo hizo mediante un lenguaje de signos que podría ser reconocido en cualquier instituto del país.
No era una actitud muy profesional, pero no estaba allí por asuntos del trabajo. Estaba allí por… no, no se le ocurría ni una sola buena razón.
Justo delante de ella, una señal de neón que simplemente indicaba «Bar», zumbaba sobre una puerta destrozada. La puerta se abrió y vomitó a la acera música rap, olor a hierba y dos chavales jóvenes, negros, ataviados con pantalones de estilo militar.
¡Oh, oh!
—Eh, tía —dijo uno de ellos con una voz muy dulce—. ¿Qué coño haces aquí, eh? Este no es tu barrio.
No era una frase amistosa. No con aquellos ojos vacíos que apenas la veían.
La gente de clase media se imaginaba todo tipo de cosas respecto a los barrios como aquel. Pensaban que todo el mundo tomaba drogas, que los únicos trabajos que existían eran de proxeneta, matón o puta; y que si ponías un pie en el barrio te robarían, violarían o te harían cosas peores.
Como la mayoría de los prejuicios, eran ideas equivocadas. A las personas que vivían allí no les robaban cada vez que salían a la calle y la mayoría de ellas odiaba el crimen y la violencia mucho más que cualquier madre de las que llevan a sus hijos al entrenamiento de fútbol y que ve la versión resumida de la realidad en la CNN. Pero una mujer sola, de noche, que no era del barrio…
Cynna se detuvo en seco, movió los hombros para relajarlos. Concentró un poco de energía en uno de sus tatuajes del antebrazo, pero no abrió la cremallera de la cazadora para no sentirse tentada de lanzarse sobre aquellos idiotas. Rubén se cagaría en ella si disparara a alguien.
—Piérdete, Bogart. —Lárgate, tipo duro.
—¡Tío, al loro con eso! —«Risitas» se puso tenso, aunque siguió sonriendo—. ¿Has oído a la pibita blanca? Es una de esas zorras blancas que quiere follar con negros, ¿eh, bastardo?
—Pues no sé si es blanca o amarilla, joder. —Aquellos ojos muertos recorrieron lentamente el cuerpo de Cynna—. ¿Cómo coño voy a saberlo con toda esa mierda en su cara?
—Me gustan los tatuajes. —Cynna envió más energía al hechizo de su brazo derecho—. ¿Vuestras mamás ya saben que estáis en la calle a estas horas, chicos?
El primero de ellos dio un paso adelante.
—Ya voy a descubrir yo lo que eres, tía.
Estaba claro que buscaba pelea. Cynna sintió que le empezaba a hervir la sangre. Apoyó el peso de su cuerpo en la parte anterior de la planta del pie y abrió sus escudos.
Y se tambaleó por la súbita ola de energía que la invadió. ¿Qué demonios…?
La puerta del bar se abrió de nuevo. Y salió otro hombre negro. Era delgado como una culebra y más alto que los otros dos.
—Tío, estás bloqueando el tráfico —le dijo a «Risitas» dándole un empujón—. Largo de aquí.
«Risitas» se hizo a un lado obediente.
—Jo-Jo quiere comprobar si la piel de la pibita blanca es tan pálida como su pelo. Es imposible saberlo con toda esa magia de mierda que lleva tatuada en la cara.
El recién llegado miró a Cynna. Después le dio una colleja a su colega.
—¡Imbécil!
Jo-Jo se giró, dispuesto a explotar.
—¡Pero qué coño!
—Es una dizi.
«Risitas» soltó un gruñido.
—Bah, los dizis son una mierda. Se ponen muy chulos, pero luego, mansos como corderitos.
—Algunos tienen sangre en las venas. —El hombre miró a Cynna. En sus ojos se veía que en aquella cabeza había un cerebro trabajando—. Ella la tiene.
Jo-Jo frunció el ceño.
—¿Qué pasa, colega? ¿Es que le has leído las rayas de la mano?
—Estúpido. Mírala. Estás dispuesto a saltar sobre ella, ¿eh? Pues no la veo temblar. Más bien creo que está esperándote. Ella quiere que lo intentes. —Y luego, se dirigió a Cynna por primera vez—. Jo-Jo es retrasado mental y Patch no pinta nada… es idiota. ¿Sin rencor?
Cynna le sostuvo la mirada durante unos segundos y después asintió brevemente.
—Sin rencor.
Los tres se retiraron ligeramente para dejarla pasar, el chico alto y Jo-Jo en silencio, «Risitas» casi haciendo una reverencia. Cynna pasó por delante de ellos sin mirarlos, ya que la confianza significaba media batalla ganada; pero tenía todos los sentidos alerta por si el colgado de Jo-Jo cambiaba de opinión.
No ocurrió nada.
Mejor así, se dijo a sí misma. Normalmente, un hechizo de no-me-toques haría que el asaltante recibiera una descarga de lo más desagradable. Sin embargo, esta vez había concentrado demasiada energía. Si hubiera utilizado ese hechizo quizá hubiera podido herir gravemente a alguno de esos idiotas.
Y hablando de demasiada energía… Caminó otra manzana y se detuvo. Unas palabras susurradas, un instante de concentración y parte de esa energía extra se deslizó por su piel hasta un dibujo que servía como célula de almacenaje. Sin embargo, no pudo guardarla toda allí. Había demasiada.
Apoyó la palma de la mano en la pared de ladrillos viejos del edificio más cercano y poco a poco se deshizo del resto. Aquel gesto le hizo pensar en Cullen. ¿No le habría gustado estar allí para poder solazarse en toda aquella magia liberada?
Era un hombre fastidioso. Y era igual de fastidioso el hecho de que pensar en él provocara en ella una respuesta sexual. Algo que habría satisfecho sobremanera al enorme y absorbente ego de Cullen. Si él lo supiera… aunque no lo sabía porque no podía. Sin embargo, él era tan engreído que seguramente creía que ella se ponía caliente pensando en él. Pero Cullen en realidad no creía eso, porque no cabía duda de que él ni siquiera se molestaba en pensar en ella. Pero si lo hiciera…
Basta, le dijo Cynna a su cerebro. Iba a ser mejor que pensara en averiguar de dónde provenía toda aquella energía. Normalmente la magia no solía flotar por ahí a la espera de que alguien con algún pequeño don se acercara y la absorbiera.
Aunque el don de Cynna no era pequeño en absoluto. No le gustaba alardear demasiado de ello, pero Cynna era la localizador a más fuerte y eficaz del país. También era muy buena con hechizos. En teoría, cualquier persona con un don podía utilizar hechizos, pero la gran mayoría no lo hacía. Algunos no podían encontrar a un buen maestro. Otros carecían de interés, de paciencia o del simple gusto por los hechizos; al igual que mucha gente no podía ejecutar operaciones matemáticas aunque la vida les fuera en ello.
Igual que ella. A Cynna se le daban fatal las matemáticas, pero en lo que se refería a hechizos, tenía el interés, el deseo y la paciencia.
El aire se convirtió en una niebla fría, con énfasis en lo de fría. No producía suficientes precipitaciones como para llamarlo llovizna, era más bien una humedad pegajosa que amortiguaba la luz de las farolas y helaba las mejillas. Era el tiempo ideal para quedarse en casa. Allí era donde estaban los ciudadanos respetables, sin duda, en casita cómodos y calientes, quizá sentados ante la chimenea, con un vaso de vino en la mano.
Bueno, Cynna no podía hacer nada respecto a la chimenea, pero lo del vino sonaba muy bien. Algo con burbujas, quizá. Caminó dos manzanas más y llegó a un cruce con mucho tráfico. Conseguiría un taxi, volvería al hotel y pediría algo al servicio de habitaciones. Incluso después de varios años de prosperidad, Cynna seguía teniendo una inclinación especial por utilizar el servicio de habitaciones. Quizá eso le dejara olvidar aquel estúpido sentimiento de decepción.
Por Dios. ¿Decepción? ¿Acaso había deseado meterse en una pelea?
Sí. Lo había deseado. Por eso se había dirigido al peor barrio de Washington.
Maldita sea, maldita sea, maldita sea. ¿Cuándo iba a aprender? Cynna se miró los pies con el ceño fruncido y aceleró el paso.
Algunas personas tenía muy claro qué era lo que estaba bien y qué era lo que estaba mal. Ella estaba trabajando en ello, pero cuando la mierda chocaba con el ventilador y no había tiempo para pensar las cosas, ella nunca reaccionaba como debería hacerlo. Su configuración original se inclinaba más por «mata a esos bastardos» antes que por «ofrece la otra mejilla».
Tampoco es que fuera por ahí matando gente. Eso solo había sucedido en dos ocasiones y en ambas había sido en defensa propia. El FBI le había dicho que había manejado la situación de forma adecuada. No sabían nada sobre lo otro.
Bueno, Abel Karonski sí lo sabía. Además de un compañero de trabajo o, era un amigo, y Cynna le había confesado la historia hacía ya años. El quizá se lo hubiera contado a Rubén. Pero los hechos no aparecían en ningún documento oficial. Cynna lo había comprobado.
Tenía que admitir que a ella le gustaba pelear. Especialmente en noches como aquella, cuando la sensación sin nombre se agazapaba y se deslizaba desde el estómago, y se le enroscaba alrededor del cuerpo con sus púas de alambre espinoso. En ocasiones como esa, Cynna solo quería hacer dos cosas: pelear y follar.
Esa no era la forma en la que la gente buena se enfrentaba al mal humor.
Se detuvo al pie de una farola, frunciendo el ceño. El vecindario había mejorado notablemente en las últimas tres manzanas. Las cuatro esquinas de aquella intersección estaban ocupadas por un restaurante de comida mejicana, un túnel de lavado de coches, una tienda de compra-venta de objetos y un mini supermercado de esos abiertos las veinticuatro horas.
Muy bien. Cynna inspiró profundamente y dejó escapar el aire muy despacio. No podía controlar lo que deseaba hacer, así que se conformó con controlar lo que iba a hacer. Y lo que iba a hacer ahora era volver al hotel. Olvidarse del vino, dormir un poco. Podría pedir prestada la guía telefónica en el 7-Eleven, llamar a un taxi y dejar que el conductor se las apañara para saber cómo llegar de aquí hasta allí.
Cuando ya había cruzado media calle, Cynna vio la iglesia.
Estaba al otro lado de la manzana, separada del 7-Eleven por dos pequeñas tiendas y un enorme aparcamiento. Lo más probable es que esté cerrada a estas horas de la noche, señaló su parte sensata.
Sin embargo, no era tan tarde. Apenas habían pasado las diez. Y había coches en el aparcamiento. Tan pronto como llegó a la acera, sus pies se dirigieron hacia allí.
Probablemente no sea una iglesia católica, dijo la voz de la razón.
Probablemente no. Sin embargo, no hacía ningún daño ir a comprobarlo. Tampoco es que tuviera otra cosa que hacer… Oye, mira. Gente.
Se había abierto una puerta lateral. Una pareja mayor y otra más joven salieron seguidas de un pequeño grupo de gente de aspecto hispano en su mayoría, aunque todos iban abrigados para hacer frente al clima, así que Cynna no podía estar segura. El último en salir vestía una sotana negra.
Desde luego tenía aspecto de cura. Y… sí, ahora estaba lo suficientemente cerca como para leer el cartel con el nombre: Nuestra Señora de la Asunción.
Ja. Chúpate esa, voz de la razón.
Los feligreses se intercambiaron alegres las buenas noches; las puertas de los coches se cerraron de golpe y los vehículos salieron del aparcamiento. Pero había una pareja mayor que no parecía tener prisa por marcharse. Estaban de pie en el estrecho porche de la puerta lateral, y la mujer estaba ametrallando al cura con detalles sobre flores, mesas y número de invitados.
Ensayo de boda. Por eso estaban allí a esas horas. Maldición, todavía podría convertirse en una gran detective y todo.
Mientras Cynna se acercaba, el marido le dijo a su mujer que dejara al padre Jacobs que volviera dentro porque fuera estaba helando. De uno en uno se dieron cuenta de su presencia y los tres se callaron. La mujer agarró el brazo de su marido, con los ojos abiertos como platos; y él se alzó en su papel protector y lanzó a Cynna una mirada seria para espantarla.
Por lo menos, esta gente no tenía aspecto de que fuera a saltar sobre ella.
—¿Padre Jacobs? —dijo dubitativa.
A pesar de la sotana, el padre Jacobs tenía más aspecto de monaguillo que de cura. Era un rubio de verdad, con el pelo tan claro que parecía blanco y la piel del color del pergamino viejo, aunque ahora estaba ligeramente sonrosada por el frío. Su sonrisa fue sorprendentemente dulce.
—¿Sí? ¿Puedo ayudarla?
—Esperaba que… Ya sé que es tarde, pero ¿podría escuchar mi confesión?
Dentro de la iglesia olía a madera, incienso y flores. El reclinatorio era duro. Cynna habría podido sentarse al otro lado de la celosía, en una de las sillas tapizadas, pero prefería cien veces más que le dolieran las rodillas a confesarse cara a cara.
Se santiguó mientras deseaba haber esperado un poco más y haber acudido a su iglesia en Virginia. Este cura no conocía su historia.
La voz del cura llegó suavemente desde el otro lado de la celosía.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que el Señor esté en tu corazón y te ayude a confesar tus pecados con verdadero arrepentimiento.
Empieza por lo fácil.
—Perdóneme, padre, porque he pecado. Han pasado, eh… cinco semanas desde mi última confesión y me he saltado cinco misas dominicales. La primera vez no pude evitarlo porque no tenía ninguna iglesia a mano. —Pues no. En el infierno sufrían de una verdadera escasez de lugares de culto—. Las otras… estaba ocupada. Vale —admitió—. Es una mala excusa. Pero me gusta confesarme cuando tomo la comunión y creo que he estado evitándolo.
El cura esperó.
—Eh… deseo a un hombre. A dos en realidad, pero uno ya está ocupado, así que ese no cuenta. Solo tengo que superarlo y ya está, ¿sabe? Pero el otro…
—¿Has actuado guiada por ese deseo?
—No. Pero quiero hacerlo. No estoy casada ni comprometida con nadie —añadió Cynna—. El tampoco. —Eso era un eufemismo—. Así que no estaríamos rompiendo ningún voto si, eh, ya sabe.
—El sexo puede ser una feliz expresión del amor dentro del sacramento del matrimonio. Fuera de esa unión es inherentemente un acto egoísta, la búsqueda del placer por motivos puramente egoístas.
Esa era uno de esos temas en los que la Iglesia y ella no estaban de acuerdo. Cynna era incapaz de ver qué había de malo en el sexo. Hacía tropecientos años, sí, el sexo fuera del matrimonio podía tener todo tipo de feas consecuencias, así que abstenerse tenía sentido. ¿Pero ahora?
Por supuesto, el padre Michaels le había dicho que era orgullo considerar que su propio razonamiento estaba por encima de la sabiduría colectiva de la sagrada Iglesia de Dios. El padre Michaels quizá tuviera razón, pero Cynna descubrió que tendría que sacar sus propias conclusiones respecto a ese tema.
—He pecado de orgullo. Y de ira. Y… —Su corazón sufrió un vuelco y empezó a latir a toda velocidad, como si estuviera haciendo un esfuerzo, empujando algo cuesta arriba—. Me resulta difícil decirlo.
—¿Tienes en mente un acto específico? ¿Algo que hayas hecho y que te turbe?
—Sí.
—¿Es un acto venial o un pecado mortal?
—No lo sé. —Ese era el problema.
—No he podido evitar fijarme en tus tatuajes. ¿Has sido una dizi?
Como la mayoría de la gente, él se refirió a aquel culto nacido en las calles con su nombre popular. Casi nadie había oído el nombre verdadero del movimiento: los Msaidiza. En swahili significaba «los que ayudan».
—Lo dejé cuando entré a formar parte de la Iglesia.
—¿Has practicado otras formas de magia prohibida o te has dejado llevar por la superstición?
Aquella era una pregunta difícil. El padre Michaels decía que la postura de la Iglesia respecto a la magia era tan poco clara que prácticamente había que convocar un cónclave antes de lanzar cualquier hechizo. Él le había aconsejado que empleara sus habilidades de la misma forma en que utilizaba su arma: que utilizara su don y su habilidad para crear hechizos solo como autodefensa o en el cumplimiento de sus deberes, y solo cuando claramente estuviera haciéndolo por un bien mayor.
—Creo que por ahí estoy limpia —dijo tras unos instantes—. No es eso lo que me preocupa.
El cura esperó.
Ella respiró profundamente y luego dijo:
—He matado.
Silencio.
—Humanos no. Mierda. Lo siento, padre. Lo estoy complicando todo. Lo que quiero decir es que he matado demonios.
Esta vez el silencio fue más largo. Por fin, el cura habló.
—¿Estás segura de que eran demonios?
Por lo menos no la había llamado loca. Aunque Cynna no lo culpaba por hacer esa pregunta. Todo el mundo sabía que los demonios no podían cruzar a no ser que fueran invocados, y en estos tiempos un buen hechizo de invocación era tan raro como que las gallinas tuvieran dientes. Lo había sido desde la Purga. Como un montón de cosas que «todo el mundo sabía» que estaban mal, pero aquel cura no tenía forma de saber nada de nada.
Por supuesto, los demonios eran totalmente comunes en el infierno.
—Eh… trabajo en la DCM. Ya sabe, ¿en el FBI? Y… mire, lo siento, pero no puedo contarle los detalles, ni siquiera a usted. Pero mi trabajo tiene que ver con matar demonios.
—No hay pecado en eso si el acto se hizo sin malicia —dijo el cura amablemente—. Desde el Concilio Vaticano II, destruir demonios no se considera un acto de gracia en sí mismo, pero siguen siendo criaturas sin alma.
Cynna suspiró. Aquella era precisamente la reacción que había esperado.
—Gracias, padre.
El cura habló con ella un poco más y luego le asignó su penitencia. Añadió que iba a estar en su oficina y que mientras tanto la iglesia permanecería abierta.
Cynna captaba las indirectas a la primera. Se sentó en un banco para ponerse con los padrenuestros, pero le resultó muy difícil concentrarse.
El problema con matar demonios era que permanecían muertos. Aquellos a los que ella había disparado habían estado planeando cosas mucho peores para ella y para otros, así que Cynna no se arrepentía de haberlos matado. No exactamente. Pero todo aquel asunto le molestaba. Los demonios no tenían alma, por lo tanto eran moralmente ciegos. No sabían que estaban haciendo el mal, así que no podían elegir hacer el bien. Y el no tener almas significaba también que no tenían opción a la vida eterna.
¿Acaso eso no hacía que fuera peor matarlos?
Y ¿por qué Dios había organizado las cosas de aquella manera?
Cynna se agitó. No creía que cuestionar al Todopoderoso fuera una cosa que hicieran los católicos, pero ella se había unido a la Iglesia tarde y, en parte, por razones egoístas. Los creyentes estaban protegidos contra la posesión.
Por supuesto, la posesión era otra de esas cosas que todo el mundo sabía que no sucedía nunca.
Maldita sea. Seguía dejando que sus pensamientos vagaran por ahí en vez de concentrarse en su acto de contrición. Quizá le fuera mejor con los avemarías. Se sentía más cómoda con María que con el Padre omnipotente.
—Ave María, llena eres de gracia…
—Hija mía.
La voz era una mezcla de campanas de iglesia y viento, el romper de las olas por la noche y el inquietante ulular de un búho. Y, sin embargo, era terriblemente humana. Femenina. También era una voz de verdad, producida por el aire que vibraba a través de unas cuerdas vocales para crear sonidos, no era una voz que le hablara en la cabeza… aunque al parecer también le hablaba desde dentro de ella.
Sobrecogimiento. Por primera vez, Cynna entendió el significado pleno de aquella palabra. Durante un largo instante no habló ni respiró, con la esperanza de que la voz volviera a hablar. Finalmente, Cynna dijo:
—¿Mmm… María?
—No. —Al parecer a la presencia aquello le hizo gracia y se rió muy delicadamente.
—He sido muchas personas, pero esa no. De hecho, ya soy tuya, Cynna. ¿Tú eres mía?
No tuvo que pensar en su respuesta y tampoco tenía miedo.
—No lo sé. ¿Quién eres?
—Cuando lo sepas, tendrás que elegir. Por ahora, busca a tus amigos. Rápido. Te necesitan.