III. LA NEUROSIS DE JUAN RAMÓN

Y, claro, yo vine a Madrid volando sin pensar en nada más: era el mes de abril de 1900, y Juan Ramón era un joven melancólico de dieciocho años, de facciones delicadas, ojos negros y soñadores, bigote recortadamente negro y porte de señorito andaluz. Pero, casi antes de llegar en tren, se sintió decepcionado: Al fin, en la mañana arrollada tristemente, un Aranjuez relativo. Madrid, cercano luego, mísero, sin gracia, anodino en su cerro, derramado charco sólido; y ya, de pronto, con su rápido preludio sucio de herrajes mohosos y cristales rotos, la estación goteante[56]. En la estación le esperaban Salvador Rueda, Francisco Villaespesa, Julio Pellicer, Bernardo G. de Cándamo y alguno más. Nos metimos todos en mojado, un ómnibus yerto, que arrancó trepidante y cuyo traqueteo estallado contra los adoquines dominábamos a gritos falsos o verdaderos. Mi primera vista de Madrid interno fue la ensabanada estatua de Moyano. Feo. Feo. Luego vi las torres de pizarra en cielo cerrado. Más feo. Luego, las escaleras oscuras de madera fregada. Feísimo. Bruma íntima, asco amargo, abierta melancolía, deseo de volverme en el ómnibus mismo a Moguer de mármol, rejas verdes, cal, tejas amarillas, sol rubio en todo, bellísimo… Pero llegamos también a la casa donde yo viví aquellos meses de estraña primavera empezada en Andalucía, retraída en la Mancha, cambiada de pronto en Aranjuez, anulada, sepultada, olvidada en Madrid. Mayor 16, piso último, amable familia granadina… Después de haber subido los doscientos escalones, volvieron a bajarlos para reunirse en un café de la misma casa, donde Juan Ramón les leyó casi todos los versos de “Nubes”, un profuso libro sentimental, colorista, anarquista y modernista, y cuando quiso almorzar, ya era la hora de la cena.

A la mañana siguiente, Francisco Villaespesa lo recogió en la casa de huéspedes, y se fueron los dos a su casa… Juan Ramón iba todos los días a casa de Villaespesa, en la calle del Pez, y alguna vez a la de Rubén Darío, que estaba a la vuelta, en la calle del Marqués de Santa Ana, un piso bajo con algo de cárcel y con Francisca Sánchez, su amante española. Rubén estaba casi siempre sentado, en camiseta, o escribiendo, de pie, sobre una cómoda, con su bata entallada y el sombrero de copa puesto… En casa de Villaespesa, leíamos, cantábamos, gritábamos, discutíamos. Elisa, su leve esposa, un nardo inadvertido, tocaba mediadora el piano: “El alto de los bohemios ”, etc.; su cuñada Leonor, la bella, hacía críticas humorísticas, y ¿Marcela?, la otra, callada sonreía… Y nos íbamos todos, si el tiempo era bueno, a la Moncloa. Junto a una fuente, en un bosquecillo, una glorieta, con la pálida y dulce Elisa como imajen de fondo, nos recitábamos, a un unísono incansable, versos de Rubén Darío, de Bécquer, de Julián del Casal, de Rueda, de Silva, de Rosalía de Castro, de Lugones, etc., y de nosotros dos naturalmente… A la vuelta, con el crepúsculo y el cansancio, una honda nostaljia me cargaba de realidad visible. En realidad visible, yo no sabía a esa hora, ni a ninguna otra, a qué había venido a Madrid, para qué estaba en Madrid. Escribía, eso sí, febrilmente, ordenaba mis versos y entraba en muchas imprentas, en todas las imprentas, porque Villaespesa descubría cada tarde una mejor, en muchos cafés, otro café siempre, en muchos museos, distintos museos siempre… Andaban y desandaban las calles, las plazas, las iglesias, los paseos, las fábricas, los cementerios, recitando, cantando, hablando alto. Era una vida loca, rica en sueños y en afanes de gloria, pero terriblemente cansada.

Los jóvenes poetas se reunían en Pidoux, el Gato Negro, el Lyon D'Or, etc. En esas tertulias, Juan Ramón conoció y trató a Valle Inclán, Benavente, Baroja y Azorín, los escritores punteros del momento. A Valle lo vio por vez primera, declamando los alejandrinos del poema “Cosas del Cid” de Rubén Darío en Pidoux: Casa de Pidoux, bebidas, calle del Príncipe. Un cuarto estrecho, largo, hondo, con una larga y estrecha mesa de despintado pino, sobre la que vierte melancólica luz una mosqueada bombilla sin pantalla. La mesa no deja sitio casi para las sillas de clase y tamaño distintos, ni, es claro, para las personas, que se acomodan como pueden, ocho, diez, quince alrededor. Todo feo, sucio, incómodo. Lo único bueno, al parecer, es el alcohol en sus múltiples destilaciones y etiquetas. Rubén Darío pide uno y otro “whisky con soda ”, coñac Martel “Trois Etoiles ”. Personajes todos sin duda; pero yo sólo me fijo en Rubén Darío, que oye estático, y en Valle Inclán, que recita… Dispersión de españoles e hispanoamericanos en la puerta de Pidoux. Vendaval, vuelo de ropas y sombreros, inclinación de cuerpos. Valle me coje del brazo y me habla, ya en la plena noche fría, limpia y estrellada… Vamos a un café de mesas de hierro y mármol, helado, duro, sonoro, también incómodo, calle de Alcalá, casa de Candela tal vez. Valle entra directo al fondo, se sienta en la mesa final, saca un número de “Alrededor del Mundo”, revista que publica entonces cuadros clásicos en sus portadas, lo pone sobre un botella de agua y se queda absorto, inefablemente sonreído ante “La Primavera”, de Boticelli. Las camareras rodean alegres y francas a Valle, a su joven amigo y a Boticelli. Tratan a Valle familiarmente con argot y roces. Valle está allí como en su casa. Éstasis amable y murmurador. No se va. Las camareras van desertando. Yo me despido[57]. A Jacinto Benavente lo vió varias veces en el Lyon D'or, calle Alcalá, con su tertulia heterogénea: Pequeño y nervioso, con el bigote estirado en curva hasta los ojos, casi sólido de tanto retorcérselo, estaba siempre leyendo entre el humazo de su puro; y en los descansos, hablaba susurrante mirando de lado. Solía tener revistas juveniles españolas e hispanoamericanas, en las que leía de preferencia y con mucha atención los escritos de los escritores nuevos[58].

Aprendiendo de cerca por Villaespesa y “adorando” de lejos a Rubén Darío, Juan Ramón buscó, palpó, oyó y vio el “modernismo” español en todos sus aspectos, más bien raquíticos. Villaespesa encarnaba, en su vida bohemia, la decadencia española del fin de siglo, y en su obra, las potencialidades literarias del futuro inmediato, aunque, como dijera Juan Ramón, no se daba cuenta de lo que era el modernismo y de lo que no era, de lo que no podía o podía ser[59]. Pero él tampoco lo sabía entonces, aunque se aprendió de memoria todo lo escrito por Rubén Darío, que a finales de abril se marchó a París, tratando de imitarlo en lo que pudo. Y se acercó a la poesía de Villaespesa, que le atraía por lo que de morboso, misterioso y delicado tenía. A su vez, éste opinaba que Juan Ramón era como un Lonhegrin que vagaba solo “sobre un cisne de alas negras”, conversando con las obras de sus sueños. Celebraba sus versos sencillos y melancólicos, pero le impresionaban más los lúgubres poemas que iba escribiendo en Madrid, en el poco tiempo que le dejaba libre. Unos poemas que despertaban las pasiones morbosas de Villaespesa, pareciéndole que sus amadas muertas salían de sus negras sepulturas a acariciarle en las sombras “con sus manos descarnadas de esqueleto”. En un poema de su libro “La copa del Rey Thule”, dedicado a Juan Ramón, lo calificaba de “mártir” llegado de “las islas tenebrosas”, sacando a relucir lo patológico de ambos:

… esperanzas e ilusiones que se pudren lentamente

en el fondo de tu alma, devoradas

por los lívidos gusanos de tus propios pensamientos[60]

Villaespesa no exageraba del todo. En tiempos de confusión modernista, Juan Ramón entendía mal el refinado sensualismo que Darío expresaba con belleza y elegancia, y, al faltarle los estímulos del sencillo y grandioso espacio moguereño, su inspiración se nutría de lo artificioso, recargaba la frase y el fondo surgía, tétrico y erótico, del pozo de su propio inconsciente. Por lo que el joven andaluz no lograba sublimar sus fuertes impulsos sensuales, sino todo lo contrario, a través de una poesía efectista que aún no se había “desnudado”. Sufría por el “pervertido” ambiente de las tertulias madrileñas, plenas de ruidos, alcohol y humo, pero tampoco quería evitarlas. Se lo advertía por carta al poeta malagueño José Sánchez Rodríguez: Yo le aconsejaría a usted, como compañero, que no viniera a esta corte podrida donde los literatos se dividen en dos ejércitos: uno de canallas y otro de… maricas. Sólo se puede hablar con cinco o seis nobles corazones: Villaespesa, Pellicer, Martínez Sierra, Darío, Rueda y algún otro más[61]. Madrid le pareció podrido desde el principio, pero se quedó algún tiempo, contrariado y alimentando sus versos con su encono.

Harto de Madrid y sin la presencia del “adorado” Rubén Darío, Juan Ramón quiso marcharse a su pueblo a los dos meses de haber llegado. Aplazó el regreso esperando la publicación de sus versos, para los que al fin encontró una tipografía que se los editara, pagando él los gastos. Puesto que el conjunto de los versos era bastante dispar, sus amigos le habían convencido para que los publicara en dos libros diferentes: “Almas de violeta”, título sugerido por Rubén Darío, y “Ninfeas”, por Valle Inclán. En ambos libros se incluían todos los poemas que él había recogido en su manuscrito “Nubes”, y los que había escrito en Madrid bajo la influencia directa del modernismo hispanoamericano. No pudiendo esperar más tiempo, al sentirse enfermo, Juan Ramón partió para Moguer a finales de mayo, dejando a Villaespesa encargado de la edición de sus dos libros.