V. EL POETA EN MOGUER

ANTES de que llegue el verano de 1905, Juan Ramón abandona Madrid, con una enfermedad del corazón, perdida toda esperanza. La ruina amenaza su casa, y la fortuna de la familia, que había ido menguando desde la muerte del padre, está en litigio con los bancos. Pero tan malas perspectivas no le privan de la ilusión que le despierta su vuelta al campo moguereño: Aquel tornar de mi convalecencia, en busca de Moguer, tenía tal anhelo que la naturaleza que me llevaba se tornaba amarilla. Era la primavera y nunca los campos andaluces me parecieron desde el tren más claros y más bellos. Era un sol rubio, de un oro inefable, dulce, joven, como de miel y de cabellos de mujer. Era un rizarse de verdores con sol, un fluir de aguas mansas e ideales, un pasar de pueblos blancos, limpios, llenos de rostros sonrientes. Nunca como entonces comprendí el encanto de la mujer de mi tierra. Desde mi palidez de enfermo cortesano las sentía más tibias, más granadas, con ese color, con esa sangre en los labios, con esa voluptuosidad en los brazos, en las piernas, en los ojos negros… Blanca, vestida entonces de negro, con sus ojos tan negros que apenas tienen blanco, me pareció una golondrina y mi alma se llenó de vida nuevamente con el anhelo imperioso de no perder aquello que era como el paraíso en vida[126]. Sin embargo, no le fue nada fácil reintegrarse a la realidad de un pueblo forzosamente desidealizado. Y Blanca no quiso saber nada de él…

Moguer, en 1905, ya no era el próspero pueblo de su infancia, ni su familia figuraba, como antes, entre las más ricas del lugar. Las plagas agrícolas, arrasando muchos viñedos, habían arruinado la comarca. El río era ahora un “leve hilo de sangre”, y sus escasas aguas estaban contaminadas por las minas de cobre, principal industria de la provincia: Antes, los grandes barcos de los vinateros, laudes, bergantines y faluchos —el Lobo, la Joven Eloísa, el San Cayetano, que era de mi padre y que mandaba el pobre Quintero, la Estrella, de mi tío, que mandaba Picón—, ponían sobre el cielo de San Juan la confusión alegre de sus mástiles —¡sus palos mayores asombro de los niños!—; o iban a Málaga, a Cádiz, a Gibraltar, hundidos de tanta carga de vino… Y los pescadores subían al pueblo sardinas, ostiones, esquilas, de azul, de blanco, de amarillo, de carmín. Y menos mal, Platero, que en con el asco de los ricos, comen los pobres la pesca miserable de hoy… Pero el falucho, el bergantin, el laúd, se perdieron[127]. De los grandes barcos de carga de la familia, sólo quedaba el armazón de la “Estrella” pudriéndose en la superficie exangüe del río. Los Jiménez ya no tenían apenas vino que exportar, y sólo les quedaba un lagar, para que el que bastaban dos o tres lagareros.

A la muerte de don Victor Jiménez, padre del poeta, el tío Paco se quedó al frente de los negocios y los llevó todos a la ruina. La quiebra había sido por quince millones de pesetas de deuda, y muchas de las propiedades habían sido subastadas por los bancos. La bella casa de la calle Nueva, incautada y vendida después en subasta pública, era ahora propiedad de la madre de José Hernández-Pinzón, casado con Victoria, la hermana de Juan Ramón. El matrimonio, y sus hijos, siguió ocupando el primer piso de la casa, como cuando era propiedad de los Jiménez, pero la nueva propietaria quiso ocupar, con sus dos hijas, la planta baja, y doña Pura y Eustaquio tuvieron que alquilar otra casa más modesta, en la calle de la Aceña. Y allí se fue a vivir Juan Ramón. La madre ya no era la misma: Te dejé bella, completa, joven en tu vejez primera; y hoy, al tornar, ¡qué reseca te encuentro!. De aquella hermosura de carne sólo quedan como islotes de un continente prodijioso que hubiera desaparecido —¡en un momento!— bajo el mar de los años[128]. Por otra parte, le abrumaba la presente ausencia del padre, que le culpabilizaba sin saber bien por qué y del que buscaba el perdón: Con qué dulce tristeza, con qué derramamiento de vida, hasta deshacernos en nuestras lágrimas, pedimos perdón por faltas pasadas a los muertos que hemos amado, esos seres cuyo cariño no supimos bien cómo era hasta que la tierra los tragó para siempre[129]. Idealizado por la muerte se postra la pena ante el espíritu invisible del padre, siempre bello, igual ya para siempre. Aunque el poeta llega a pensar si no sería mejor olvidar los vínculos familiares, ser como los irracionales que se olvidan, padres a hijos, hijos a padres, hermanos a hermanos, que cohabitan entre sí, que no tienen el remordimiento de sus malos actos, que sólo guardan un conocimiento de especie, sin particularidad alguna sentimental[130].

En tan tristes circunstancias, se hace más profunda la melancolía del poeta, decepcionado además por el rechazo de Blanca y por la insuficiente presencia de María Almonte, la hija de su médico. Cree que va a morirse: Yo te pido con todo mi corazón, María, que no me dejes solo en el cementerio. Incluso se imagina que está muerto: Desde la primera noche de cementerio, comenzará en mí una nueva vida. El otro, el que antes era, temía los ensueños de la muerte… El cuerpo se irá acostumbrando a la tierra, y un día pasará su letargo y lo sentirá y lo verá todo en el fondo de la tumba. Las raíces atravesarán con sus espadas mi corazón, el agua profunda me helará los huesos, me saldrán gusanos de la boca, querrá moverse mi mano y no podrá… y todo esto, Dios mío, lo sufriré en silencio, siempre, siempre, oprimido de tierra, solo, sin refugio, sin amor. Sentía que podía morirse en cualquier momento, y sin embargo, no podía dominar su cuerpo: ¡Cuerpo miserable, qué poco me obedeces! ¿Tú no sabes que llevas dentro una frájil primavera de cristal y de flores? Guardián oscuro de mi alma, ¡qué vil carcelero te has vuelto! Cuerpo, carne viciosa, tabernera y brutal, ¿y tu pobre princesa encantada? ¡Bípedo triste y lujurioso, asesino de margaritas, portero canalla, quién pudiera asesinarte![131]

Tenía pánico al sueño, por las pesadillas obscenas que tenía y porque estaba convencido de que la muerte le sorprendería durmiendo, como le sucedió a su padre. No quería dormir, pero el insomnio aumentaba la ansiedad, haciendo imprescindible la presencia del médico. Muchas noches acudía el doctor Luis López Rueda, casado con una prima suya, Marcela Jiménez, que a menudo se tenía que quedar a dormir en casa de Juan Ramón. El problema hubo de solventarse provisionalmente yéndose el poeta a vivir a casa de su prima y convirtiéndose en compañero casi inseparable del marido, con el que visitaba hasta a los enfermos más contagiosos. Y él, que tanto miedo le tenía a la muerte, entraba sin la menor aprensión en todos los hogares donde hubiese enfermos, permaneciendo siempre silencioso y ensimismado. Incluso decía que quería estar en el cementerio, pero vivo, sintiendo la vida en el recinto de la muerte, el bullicio de los pájaros, los geranios encendidos de sol, las abejas que ligaban la miel de los rosales de los muertos: ¿Por qué, Dios mío, no me quiero morir? Entonces, ¿por qué es más dulce el cementerio en la vida que en la muerte?… Con la presencia del médico, Juan Ramón fue mejorando paulatinamente, alentándole mucho las cartas que desde finales del año 1904 comenzó a recibir de María Martínez Sierra, que por entonces estaba en Bruselas: Y le pedí al Niño Jesús, cosas que no le digo, porque no son de la cuerda de usted: dispénseme por haberme atrevido, sin su autorización, de disponer un poco de su alma, más allá de la vida y la muerte[132]. Cariñosamente, le llamaba “fierecísima”, “poeta loco, embrujado amigo”, “bicho informe”, “poeta del demonio”, y se burlaba de su temor a la muerte y de su tristeza constante, reprochándole su pereza para escribir.