I. INFANCIA EN MOGUER
A seis kilómetros del puerto de Palos, de donde partiera Cristóbal Colón para descubrir las Américas y en el milenario y bellísimo pueblo de Moguer, provincia de Huelva, nació Juan Ramón Jiménez en 1881. Fue en la noche del 23 de diciembre, lo que le llevó a querer creerse que, como el niño-Dios, había venido al mundo en la Nochebuena, y en la “casa grande” del pueblo. Era ciertamente una casa grande: tenía dos plantas y una fachada con dos grandes ventanas enrejadas hasta el suelo, una a cada lado de la puerta principal, y sobre ésta, un balcón de hierro con dos ventanas mudéjares al fondo y dos balcones laterales con cristales de colores formando estrellas, y encima una gran azotea, desde donde se dominaba todo el pueblo y, en los días de mucha luz, se podía contemplar el inmenso mar azul. Yo nací en esa casa, que mi padre levantó cuando Moguer no tenía la carretera de Sevilla y todo el tráfico se hacía por el río. Entonces la calle de la Ribera, donde está la casa, esquina de la de las Flores, era la principal del pueblo; y unos ricachones que habían edificado ya en ella convencieron a mi padre para que edificara la suya frente a las de ellos. El arquitecto de Sevilla que se encargó de hacerla le fabricó a mi padre esa casa ridícula con toques árabes… La fiesta aguada le costó a mi padre un dineral, porque la azotea se hundió dos veces, y todo lo demás estaba lleno de inconvenientes[1].
Victor Jiménez Jiménez, a quien su hijo Juan Ramón quiso apellidar mejor Jiménez de Nestares y Sáinz de Prado, era un riojano de buen porte, sobrio, callado, rubio y con ojos azules, que vino a Andalucía, con sus hermanos Paco y Gregorio, para hacerse cargo de la firma “Francisco Jiménez”, fundada por un tío abuelo y consignataria de buques, delegada de Tabacalera y propietaria de minas, viñedos, bodegas, olivares, etc. La inexperiencia de los hermanos hizo que el capital menguara, y que Víctor, el más retraído de ellos, se afincara en Moguer, haciéndose cargo de los bienes que allí tenía la familia. Se casó con Emilia Velarde, de la familia de un conocido poeta gaditano, y tuvo una hija, de nombre Ignacia. Enviudó pronto y se casó por segunda vez con Purificación Mantecón López-Parejo, que trabajaba de costurera en su casa, aunque provenía de una buena familia de Osuna (Sevilla), venida a menos. De este segundo matrimonio nacieron Victoria, Eustaquio y Juan Ramón. De los cuatro hermanos, Juan Ramón era el menor y probablemente el más querido de la familia. De una familia que, aún entonces, era bastante adinerada, propietaria de grandes bodegas de vino, viñedos, olivares y un barco dedicado al transporte de vinos.
De igual modo que cambió los apellidos del padre, dándoles un sabor aristocratizante, Juan Ramón también fabuló sobre la rama materna de su familia, contando que una tía suya, doña Juana de Casa Mantecón, había sido condesa del mismo nombre, pero que el título se perdió al entrar en un convento y fundar una orden menor. Y siendo niño, su madre, muy soñadora y enamorada de las flores, le había contado que la abuela materna, mamá Teresa, agonizó con un delirio de flores: En su delirio, dice mi madre que llamaba a no sé qué jardinero invisible, Platero. El que fuera debió llevársela por una vereda de flores, de verbenas, dulcemente. Por ese camino torna ella, en mi memoria… como entre aquellas sedas finas que ella usaba, sembradas todas de flores pequeñitas, hermanas también de los heliotropos caídos del huerto y de las lucecillas fugaces de mis noches de niño[2]. Por entonces aún vivían en la casa grande de la calle de la Ribera: Aquí, en esta casa grande, hoy cuartel de la Guardia Civil, nací yo, Platero. ¡Cómo me gustaba de niño y qué rico me parecía este pobre balcón, mudéjar a lo maestro Garfia, con sus estrellas de cristales de colores! Mira por la cancela Platero; todavía las lilas, blancas y lilas, y las campanillas azules, engalanan, colgando la verja de madera, negra por el tiempo, el fondo del patio, delicia de mi edad primera[3]. Se acordaba también de la casa de enfrente, la casilla de Arreburra, el aguador, con su corral al sur, desde donde él miraba Huelva, encaramándose en la tapia: Alguna vez me dejaban ir, un momento, y la hija de Arreburra, que entonces me parecía una mujer, me daba besos y azamboas[4]. Y de cómo entre las piernas de los inmensos marineros que por las tardes se ponían en la esquina de la calle de las Flores, veía, allí abajo, el río, con sus listas paralelas de agua y de marismas. A veces, un viejo servidor de la casa lo bajaba al río, hasta el muelle, donde estaba el San Cayetano, el barco de su padre, el más grande, el más hermoso, el mejor: Y Picón lo llevaba a él, el señorito chico, de la mano por el peligro redondo de los bocoyes acumulados, un rebaño, y le contaba del viaje sonriendo en su rubia morenez de hombre de la calle de las Flores[5].
Recordaba, de ese tiempo, cuando iba a la escuela de párvulos, a la “miga” de doña Benita Barroeta, de hábito de Padre Jesús Nazareno, que a lo mejor lo tenía dos horas de rodillas en un rincón del patio de los plátanos, o le daba con una larga caña seca en las manos, porque era un niño torpón. La blanca maravilla de mi pueblo guardó mi infancia en una casa vieja, de grandes salones y verdes patios. De estos dulces años recuerdo muy bien que jugaba muy poco y que era gran amigo de la soledad; las solemnidades, las visitas, las iglesias me daban miedo. Mi mayor placer era hacer campitos y pasearme en el jardín, por las tarde cuando volvía de la escuela y el cielo estaba rosa y lleno de aviones[6]. Los recuerdos de su primera infancia estaban coloreados de azul y le vinculaban a la casa de la calle de la Ribera, en el barrio de los marineros. Cuando le entraba sueño, le decían: ¡Ahí, viene Fernandillo!, y él abría los ojos y miraba, ya casi sin ver a la lámpara del comedor en cuyos agujeritos situaba a Fernandillo. Y aunque él, después de cenar, para no dormirse, pegaba la cara contra los cristales de la cancela del jardín y se ponía a mirar las estrellas, las campanillas y la morera, y hacía cuanto podía a ver si Femandillo no venía, mi cabeza se rendía, y me dormía, me dormía, y él venía todas las noches, y él venía como un murciélago que se entrara del cielo negro al comedor[7]. Sobre todo, le asustaban las tormentas, que eran como un monstruo que gruñía y daba latigazos, mientras todo quedaba en silencio y las mujeres rezaban y encendían velas.
Hasta que el padre se hartó de aquella casa, porque los marineros andaban siempre navaja en mano, los chiquillos rompían todas las noches las farolas del zaguán y en la esquina hacía siempre demasiado viento. Y la familia se fue a vivir tierra adentro, fuera del ruidoso barrio de los marineros pobres, a una casa de la calle Nueva, donde vivían los más ricos del pueblo. Fue una casa que le llenó de experiencias que luego serían entes y sombras de mi niñez y mi primera juventud, recuerdos que he escrito en varios libros míos publicados o inéditos: Platero, Entes y sobras de mi infancia, Piedras, Flores y bestias de Moguer, Josefito Figuraciones, etc. —anotaba Juan Ramón en 1923—[8]. La nueva casa era blanca, recogida y bellísima. Tenía dos plantas y una azotea, y varias ventanas enrejadas que daban a la calle, una a cada lado de la puerta principal y tres en el primer piso, sobre un solo balcón de quince metros de largo, con un tejadillo de pizarra; la fachada era lisa, pero estaba coronada de almenas. Por dentro, la casa tenía mucha luz, por su blanco patio de mármol, al que se filtraba el sol por los cristales de la cubierta. De mármol era también la escalera que subía al primer piso, abierto al patio por unas galerías con simétricas barandas de hierro. Una cancela de hierro con cristales blancos, azules, rojos y amarillos, llevaba a un jardín posterior, de arriates llenos de geranios, hortensias, azucenas y campanillas azules, y más al fondo, había un corral con una puerta que daba a un monte cercano… A Juanito, como le llamaba la familia, le gustaba mucho estar en aquella casa, de la que salía poco, pasando mucho tiempo en el patio de mármol: Por las mañanas, ¡qué alegría de colores pasados del sol en el suelo de mármol, en las paredes, en las hojas de las plantas, en mis manos, en mi cara, en mis ojos! ¡Con la luna de noche, qué belleza, mate, sorda, y rica! Y miraba sucesivamente todo el espectáculo, el sol, la luna, el cielo, las paredes de cal, las flores, por todos los cristales, el azul, el grana, el amarillo, el blanco. El que más le atraía era el amarillo: Por el cristal amarillo todo se me aparecía cálido, vibrante, rejio, infinito. Mi nostalgia de lo universal, latente en mí desde mi semilla, encontraba largo y supremo deleite por el cristal amarillo[9].