LA TRISTE VIDA DE LOS POETAS

DURANTE su estancia en Francia, Juan Ramón retomó el gusto por la poesía, por una poesía sencilla, sugestiva y misteriosa, como la de Gustavo Adolfo Bécquer, la de los poetas “del litoral” y la del romancero. No tardó mucho tiempo en escribir los romances de su propia tristeza, inspirándose en la placidez melancólica de los paisajes franceses. Había comprendido que el modernismo exótico no era su camino. Y volví por el de Bécquer, mis poetas rejionales y estranjeros de siempre, a mi primer estilo, con la seguridad instintiva de llegar algún día a mí mismo, y a lo nuevo que yo entreveía y necesitaba, por mi propio ser interior[81]. Compuso su tercer libro, “Rimas”, en el que incluía todo lo que había escrito en Francia y algunos de los poemas aparecidos en sus dos primeros libros, aunque debidamente expurgados, revisados y revividos, agregándole luego algún que otro poema hecho más tarde en Madrid. Justificaba la escritura de “Rimas”, libro del que tanto abominaría después, por la melancolía que sufría en ese tiempo, en que la muerte del padre le había sacado bruscamente del mundo del ensueño en que había vivido casi siempre, separándolo de lo radicalmente suyo: Yo necesitaba conocer mi persona, fácil y largamente sin más belleza que la del hilo del llanto interior iluminado por el espíritu del poniente[82]. Por el momento, renunciaba a convertir en poesía las fuertes experiencias vividas en Francia, utilizando formas expresivas sencillas[83].

Y si no hay experiencia sensual, conflicto o nostalgia por lo vivido, sólo queda la tristeza, afirmada desde el primer poema del libro, poema que termina con la siguiente pregunta:

Para qué he de reir por la mañana / si sé que por la tarde he de llorar? Esa seguridad cotidiana del llanto hace pensar que la tristeza es para el poeta algo fatal, un estado de ánimo al que se siente irremediablemente condenado. O un sentimiento intensificado artificiosamente por motivos poéticos: ¿Por qué es tan larga y tan triste / la vida de los poetas?, se pregunta el autor en un poema titulado “Llanto”. Es como si pretendiera que su problemática reciente quedase en un segundo plano, silenciada por la “tristeza de los poetas”, considerándola como si se tratara de una enfermedad profesional. Es una tristeza que, por otra parte, implica una cierta autocomplacencia en el dolor, la sublimación de un masoquismo culposo, tal como se aprecia en el ya citado poema “Inefable”: Es que Dios nos alegra, que Dios nos alumbra / cuando ve que queremos padecer y sufrir.

Se refiere el poeta —en “Noche de mayo”— al amor azul a la Virgen, para el que el cuerpo es un estorbo:

 

Yo estoy pensando en que hay cuerpos

que sobran acá en la tierra,

porque sujetan las almas

cuando las almas se elevan.

Desde el cielo hasta mi frente

hay una mística senda…

…………………………………………………

Tengo un altar blanco, lleno

de divinas azucenas,

con una Virgen de mayo,

más brillante que una estrella,

a quien la flor de mi alma

su ardiente perfume eleva.

La quiero como una madre,

y ella es tan dulce y tan buena

que tristemente sonríe

cuando le cuento mis penas.

 

Por eso, se distancia de la amada: ¿Qué?, ¿qué dices?, ¿que te bese?, /deja, deja, /mira el cielo ceniciento, mira el campo / inundado de tristeza. Y se despide de ella, diciéndole que se va a donde el cielo esté más alto y no brillen tanto los luceros. Pero:

 

¡Qué triste es amarlo todo

sin saber lo que se ama!

Parece que las estrellas me hablan;

pero como están tan lejos

no comprendo sus palabras

(Rimas, 12)

 

El poeta está triste y solo, con sus penas y sus versos. Aunque a veces, los fantasmas del inconsciente se le convierten en visiones: una virgen fantástica, que surge entre las ramas y las hojas, clava los ojos en los suyos y se pierde, callada y triste, en el fondo del sendero. Por la noche le horroriza estar a solas con su cuerpo. Le parece que su cuerpo se agiganta, siente frío, tiene fiebre y en la sombra le amenazan mil espectros:

 

Por los árboles henchidos de negruras

hay terrores de unos monstruos somnolientos

de culebras colosales arrolladas

y alacranes gigantescos;

y parece que del fondo de las sendas

unos hombres enlutados van saliendo…

 

Los jardines están llenos de visiones;

hay visiones en mi alma…, siento frío,

estoy solo, tengo sueño…

(Rimas, 19)

 

Aunque la única realidad que existe, entre las sombras y las visiones, es la muerte: los niños abandonados que se mueren soñando con los lobos/ que tienen una madre que los quiere; las rosas de la pálida enferma que se apagan; los jardines que, de parques poblados de sombras misteriosas, se convierten en cementerios; los mudos fantasmas blancos que pasan el mundo de los muertos; la aldea cuyas casas semejan sepulcros melancólicos, etc. Una noche el poeta rememora la muerte del padre con el que, entre sueños, él mismo se confunde:

 

Aún no hay luz en la lámpara;

¡Es tan triste y tan larga la noche! Entre la incierta

lumbre que al fondo de la estancia arroja

la fúnebre y medrosa chimenea

flotan suspiros, lágrimas, un algo

de ilusión, de recuerdo, de quimera;

nadie da troncos al hogar, y el fuego

se muere poco a poco de tristeza

 

En un sillón vacío vagan gestos

y miradas que lloran y recuerdan;

mi padre se sentaba en él, mi padre

que allá en el cementerio nos espera:

todos duermen (la muerte y el invierno

llenan de almas y cuerpos de pereza).

Yo desbasto mi pecho en abstracciones,

abismo en el dolor a mi alma enferma

y me hundo en la penumbra de los sueños

y en lo lejano de las cosas muertas

(Rimas, 31)

 

La muerte es la obsesión persistente del poeta en casi todas las páginas del libro, hasta el punto de categorizar la propia existencia como “estar con los ojos en la nada” o de verse a él mismo como un muerto que en vida le está persiguiendo:

 

Me da terror cuando miro

mi imagen en un espejo;

me parece que es la sombra

de alguien que me va siguiendo.

Mis ojos clavo en mis ojos

y hay un influjo magnético

que me espanta, recordándome

la fijeza de los muertos

Siento miedo de mí mismo,

de mi imagen siento miedo,

y queriendo desarmarla

me doy a mí mismo un beso

(Rimas, 41)

 

El poeta se defiende su propia imagen besándose, reafirmándose. Se persigue a sí mismo, mirando a su propio interior, efectuando un viaje a su mundo oscuro, habitado por seres monstruosos que se proyectan hacia fuera, en forma de visiones. De este modo, la tristeza se transforma en un sentimiento de horror o de vacío que el yo experimenta ante su propio absurdo, resultado de su insistente renuncia a la carne, a lo instintivo. Late en “Rimas” una soterrada lucha entre la carne y el alma. Busca el poeta la belleza del alma a través del ascetismo, pero esa pretendida belleza no impide que, al expresarla, surjan con fuerza sus fantasmas inconscientes, fantasmas que le agobian en su soledad fría y somnolienta. Y sus experiencias carnales habidas en Francia quedan adentro, olvidadas, aunque rebrotarán más adelante.

A finales de 1901 sentí nostalgia de España y después de un otoño en Arcachón me vine a Madrid, al Sanatorio del Rosario, blanco y azul de hermanas de la caridad bien entendida'.86