CALIDOSCOPIO EDÍPICO
JUAN RAMÓN fue un niño de naturaleza enfermiza. De adulto dijo siempre que había nacido con un bloqueo funcional del corazón. Tal vez por eso fue un solitario, que apenas jugaba con los demás niños, aunque era inquieto y revoltoso: De niño yo era una fierecita (dicen), daba tiros y garrotazos a todo, perros, gorriones, tortugas, cristales, menos mal que la escopetilla era de salón y casi no hacía blanco más que cuando apagaba con ella mi vela, antes de dormirme, y supongo que esto sería porque la vela se apagaba sola. Y sin duda, cormo castigo de Dios, tuve, de niño, todas la enfermedades de los niños y, varias veces, el garrotillo, y la alferecía tetánica, cuyos nombres daban sus buenos sustos a mi familia[10]. Por eso y por ser el menor de la casa estaba sobreprotegido por la familia y bastante mimado por las tres criadas que servían en la casa: María Huelva, Concha la Mandadera y la Macaria. Vivía muy apegado a la madre que lo nombraba con los más diversos apelativos: De niño, mi madre, bellísima, buenísima, perfecta, me reñía cariñosamente con pintorescos nombres, exactos como todas las palabras de ella, gráfica maravillosa, que son las de mi léxico: Impertinente, Exijentito, Juanito el Preguntón, el Caprichoso, el Inventor, Antojado, Cansadito, Tentón, Loco, Fastidiosito, Mareón, Exagerado, Majaderito, Pesaditoy… Príncipe[11].
En su serie en prosa “Josefito Figuraciones”, el poeta evocaba cómo, siendo niño, a veces se encaramaba, abría el cajón de la cómoda y sacaba un calidoscopio: Su madre estaba allí, a su lado, seca, sufrida, harta de padecer. Pero él daba una vueltecita al calidoscopio, se caían musicalmente unos cristales y aparecía una madre suya bordeada de cristales transparentes. Aparecía allí como si fuera la juventud de su madre, como si fuera andando por caminos de primavera sostenida por hilos invisibles, como una rosa que fuera su madre, o una vidriera de colores, como la de la iglesia, con su madre en el centro como una Virgen. Su madre estaba realmente allí, bordando un cojín, pensativa, leñosa, acabada, con un resto de belleza que al menor cuidado brotaba como el rosal en primavera. Josefito Figuraciones, en una sonrisa vergonzosa, la pasaba con sus ojos al calidoscopio, y allí dentro, dando vueltas despacito al tubo azul y oro, deteniéndolo donde más le gustaba, vivía una historia. Se figuraba a su madre por un camino verdoso que bajaba al río, y allí había una barca donde ella estaba embarcada con su maleta, como una imagen dulce. Y cuando, a las cinco de la tarde su madre se iba por la calle Nueva, el calidoscopio le seguía contando cuentos: Él no veía ojos ni boca ni manos, sólo armonía actual, viva leyenda encantadora, una frente total a veces, una sien absoluta, lo que él consideraba más dolorido en la vida de su madre. Y él la convertía sucesivo, apoteosis ardiente en agua primaveral, en sol y luna, en azucena del patio mármol, en repique de campanas de vísperas, en racimo de uvas, en cruz de mayo, en espiga granada, en Virjen de Rocío, en lluvia enredadora de campanillas azules[12]. Y no sólo fantaseaba historias con la madre, sino que también jugaba al escondite siempre que ella quería.
Juanito el Prenguntón ladeándole la cara a su madre hermosa para que lo mirara bien, le preguntaba por millonésima vez: Mamá Pura, ¿dónde está Dios?… Hijo, qué fastidioso eres, ya te lo he dicho muchos veces que Dios está en todas partes[13]. Y él quería cogerlo en todas partes… Deseaba tener al padre-Dios, estar más tiempo con él, con el padre del niño Dios. En ese sentido, las palabras más bellas, y más terribles, las escuchó en la iglesia, la mañana de un domingo: ¡Hijo, esta tarde estarás conmigo en el paraíso! Anduvo luego por el pueblo, como perdido, pensando: Yo soy un niño bueno y fino, pero no un blancote. Y me tengo que matar esta tarde a las tres. Deambulando, se encontró con el médico de su casa y con el arcipreste, pero no pudo decirles nada. Antes de la hora del almuerzo entró en el comedor de su casa y, aunque no había nada servido, se instaló en su sitio. Se sentaba y se levantaba, como si tuviera mucha prisa, y no podía comer: — Mañana te daré un purgante —le asustaba su madre, entre cariñosa y severa—. ¿Qué habrás comido tú por ahí?… Chucherías. Y él la miraba y le sonreía entre tirante y fijo. Estaba pensando en lo bueno que sería tener que tomar mañana un purgante. Se acordaba del cielo que se veía por la ventana del cuartillo cuando tomaba purgantes, de la taza de té de a media mañana, de que no iba al colegio, de lo largo y hermoso del día de purgante. Cuando acabó el almuerzo, se quedó en el comedor sin decisión para nada, Si tomar el purgante o irse al paraíso con su padre, con todo lo maravilloso del cielo y de la tierra. Y no supo qué hacer[14]. Pero lo peor fue que era domingo, el día en que más se aburría, porque acudía mucha gente a casa y ya no podía fantasear con el calidoscopio.
A menudo, cuando estaba solo en casa, cogía el calidoscopio y a través de él, veía a su tío abuelo vestido de almirante y en barco: Venía el barco suave por un canal escondido entre las orillas de los cristalinos verdientes y amarillosos, que eran islas estraordinarias llenas de loritos reales, piñas, de las negritas desnudas de las cajas de tabaco, de fuentes de agua de Florida… Y su tío abuelo, patillas blancas, guantes blancos, muy estirado de vientre y pecho, miraba con un largo anteojo por las playas májicas y solas de Castilla cercanas y lejanas. Miraba a Moguer, calle de la Ribera arriba, y miraba las máscaras en la plaza del Cabildo, miraba la ventana de su sala a la plaza de la Iglesia, y lo miraba a él, a Joselito, anteojo con calidoscopio en coincidente túnel largo, largo, interminable. Almirante de gala, almirante con fin en sí, almirante para nada y para todo. Es decir, para estar en la mar, como un pino en el monte[15].
A Juanito también le apetecía que su padre le llevase a pasear de la mano. Iban de visita a ver a sus parientes y a otros señores en el Casino de los Caballeros: Me veía yo como mi padre, con su esquisito traje marrón oscuro, su chaleco blanco, su corbata de plastrón, pasando entre las niñas que jugaban al corro en la calle. A veces, iban a la calle de la Ribera, y a una casa a orillas del río de un señor que se llamaba Verdejo, donde podía extasiarse contemplando el paisaje. Como a su padre, le gustaba mucho el campo, ver el paisaje desde el molino de viento, descubrir caminos nuevos, atravesar el Arroyo de los Llanos, caminando por él en verano, cuando estaba seco, o yendo en un barquito de corcho, en invierno. Visitaban también las bodegas de la familia: Siempre que íbamos a la bodega del Diezmo, yo daba la vuelta por la pared de la calle de San Antonio y me venía a la verja cerrada que da al campo. Ponía mi cara contra los barrotes y miraba a derecha e izquierda, sacando los ojos ansiosamente, cuanto mi vista podía alcanzar… Y se veía la carretera, con su puente y álamos de humo, y el horno de ladrillos, y las lomas de Palos, y los vapores de Huelva, y, al anochecer, las luces del muelle de Riotinto y el eucalipto grande y solo de los Arroyos sobre el morado ocaso último… En mis sueños, con las equivocaciones del pensamiento sin cauce, la verja daba a los más prodijiosos jardines, a los campos más maravillosos16.