EL DESPERTAR SEXUAL
DE modo que los sueños diurnos de Juan Ramón preanunciaban, en su infancia, su neurosis futura o su dedicación a la creación poética, o ambas cosas. Sin embargo, su tendencia al ensimismamiento se vio en buena parte corregida por el despertar consciente de su sexualidad, un despertar que tal vez fuera tardío. Fue en el colegio donde el poeta supo, por vez primera, lo que significaba la vida sexual, que los niños no venían de París, sino que eran paridos por la madre: la plataforma del colejio de don Carlos Girona y Mexía se convirtió para mí en la antesala de una vida nueva. Primero, durante unos días, fue el truco ordinario, que para mí era una mezcla de gracia y ordinariez. París, parir, parir, París. Y aquella noche yo me fui a la cocina y se lo decía a las criadas de casa que se reían como si yo fuese un lince y me cojían, me besuqueaban y me apretaban contra su carne. María Huelva, que había querido ser maestra, la pobre, y se quedó en “cuerpo de casa ”, dijo: “Parir de París, hijo, qué finudo eres ”. Y esplicaba lujuriosa y húmeda: “Es que dos leches se juntan y se hace un niño”… Como yo seguía en el limbo, a la hora de la comida dije muy gracioso en la mesa: “París de parir”. Todos se callaron. Mi tío Esteban dijo: ¡No digas tonterías! ¿Quién te ha enseñado eso? Un compañero de colegio, Escacena, respondió. Y no añadió lo de María Huelva, que le gustaba confusamente y cuyas palabras quería secretas. Buen pillo está ese Escacena —dijo su madre: ¡No vuelvas a reunirte con él! Pero era imposible no reunirse con Escacena ni con Paquito el Antojado ni con Conde: Eran los mayores y todos los chicos los buscábamos[19].
Luego, Regina, nuestra criada gorda, baja y rubicunda, ojos azules, desviados y gordos muslos rosas siempre a la vista, completaba su educación sexual, contándole un cuento de contenido claramente edípico: La vaca de Bonares era hermosa, negra y colorada, tuvo un becerrito y lo quería con pasión. Lo llevaba siempre pegado a su costado, lo lamía y si alguien se acercaba se enfurecía como una vaca leona. El becerro fue creciendo, ya se iba por el verde y por fin, un día no volvió más. Pasado el tiempo, la vaca vio venir un toro hermoso, negro y colorado hacia ella y tuvo un sobresalto. Pero no se acordaba de nada: El toro era muy guapo y ella muy hermosa. El toro se acercó fijo a ella, y de pronto, la montó, se la tiró y la dejó preñada… Aquel cuento le encantó a Juanito y quería que Regina se lo contara una y otra vez. Bueno, ya está contado, otra vez decía Regina: Ven, ven, tú, dame un beso. Y el beso le parecía que se lo daba una vaca leona. Ay, qué niño más malo, decía luego ella soltándose y sudorosa[20].
Otro día, Juanito, tal vez agobiado por un ansia de castración, le preguntó a María Huelva quién era “el capador”, y ella se lo dijo cuando pasaba por la calle: Un hombrecillo deslumbrado, vestido de gordo con muchas superposiciones de telas y objetos y muchas cosas en la faja. Pero ¿qué era el capador?: —Pues el capador capa a los gallos, los perros y los niños. Y el niño se quedaba pensando con la frente contra los cristales fríos de la cancela: ¿qué se quitará? ¿Qué se capará? Y María se reía con una sonrisa ancha y compasiva: —¡Que te cape a ti María! María se reía más y más… Por la tarde, le preguntó a Remigia qué era el capador: —Pues el que corta la cosita a los… a ver si te coje a ti. Entonces ya no te vas a casar con Matildita Navarro. Juanito se quedó muy preocupado, y al día siguiente se lo preguntó a Escacena, que tenía 13 años. Escacena hizo como que sus dedos eran tijeras y le hacía chas, chas, chas, a la altura del vientre: —Si te capa, pues se acabó. Ya no sirves más que para engordar y comer y… A él le parecía todo tan extraño que por la tarde se lo preguntó a su primo Luis. Su primo se reía mucho, lo cogió en brazos y le dijo: —Mira, el capador le corta a los animales el sitio por donde se orina y ya no se pueden casar. Los animales no se dejaban, pero los mandaba capar el amo para que engordaran y venderlos más caros y comerselos más ricos. Pero a los hombres, no, no los capaban: —Pues María me dijo que si no me gustaría a mí que me caparan. Y Luis le contestó que María era una sinvergüenza. Entonces yo me quedé tranquilo. Mi primo Luis lo había dicho: —María era una sinvergüenza y a mí no me caparían. Y _yo me podría casar con Matildita Navarro. Y se lo diría a ella[21].
Matildita Navarro era un niña muy bonita, con la que él hablaba cuando se la encontraba con su niñera por la calle. Y algún día jugó al escondite con ella: la niña se escondió en un callejón y él llegó presto, la entrecojió un momento, le dió un beso que ella recojió quedando prendida a él como dos lúganos por el pico y aleando con sus brazos de pluma huyó saltando, gritando y cameleando seriedad y risa[22]. Pero Juan Ramón, de niño, se sentía mucho más atraído, fascinado, por mujeres mucho mayores que él, como Dolores Arrayás, que tenía un estanco al que él iba a veces, sintiéndose intimidado ante su sensualidad de azucena, cuando alzaba sus brazos y se los cruzaba sobre la nuca. O la sobrina de don Manuel el cura, bella, rubia, maravillosa, que, con otras mujeres, se bañaba en el río, con un bañador crudo: De todas las escenas de mujeres —brazos, pechos, muslos entrevistos, gritos, oraciones, persignos, coplas— lo que perdura entero, como una estatua imborrable de emoción inexplicable, es aquella mujer de otra parte, que venía los veranos a bañarse a Moguer[23]. O la opulenta mujer rubia, de blandos muslos vestidos de mallas malvas, que, a caballo y en el circo, repartía sonrisas sobre sus desnudos pechos: Un olor a carne y a perfume me cegaba, me alejaba de mí, me envilecía. O la Sirenita del Mar que se exhibía por un cristal en una barraca de feria, con los dos pechos fuera, redondos y presentes, y moviéndose como una serpiente mujer. O Regina, a la que a veces veía en la azotea de su casa, desnuda, pelirroja, muy blanca. Le fascinaba también Elvira Infante, que contemplaba desde su balcón la estrella de la mañana, con su bata morada, suelto el cabello negro sobre los hombros y los brazos moreno y desnudos. La “cruda”, que nunca salía de su casa y a la que él veía contra el poniente, desnuda tras los encajes del cierro de cristales. Carmen Díaz, que vivía en la fonda de enfrente de su casa y que terminó por escaparse con un viajante de Madrid. Y Trinidad la Rubia. Aurelia, la cubana doña Luisa, etc.
Por entonces el niño Juan Ramón, tal vez, comenzó a sentir vergüenza: la vergüenza era para mí, de mí con no sé qué rebose de vinos dulces de la carne y la sangre, un conjunto de mujeres rubias, gordas y blancas que yo había visto coloradas: la hija gorda y blanca de Trinidad, Carmen Díaz, Regina la pelirroja, siempre una rubia sofocada y muchas veces pecosa[24] Algún tiempo después, Juan Ramón debió ser seducido e iniciado sexualmente por una criada de su casa, según él mismo describiera o imaginara en una de sus “Baladas para después”. Fue un domingo de estío, cuando nadie más había en la casa: Y ella me buscaba en el desván y allí me hacía gozar de la presencia de todos sus tesoros sensuales. ¡Oh, aquella maraña frondosa ante mis ojos espantados de niño! ¡Cuánta cosa sin fin, qué de secretos! El ardor de la siesta era enorme, y enorme la frondosidad de aquella mujer estraordinaria[25].