RECOGIMIENTO RELIGIOSO

EN realidad, Juan Ramón se sentía seriamente enfermo, tal como le decía por carta a Rubén Darío: Mi salud no es buena, la taquicardia —que a veces llega a ser paroxística— de mi enfermedad nerviosa debe haber determinado una hipertrofia del ventrículo izquierdo a lo que puedo juzgar. Lo que piensan de esto los médicos no lo sé; pues, como usted comprende, ellos no dicen la verdad, si la saben. No puedo andar mucho porque viene la fatiga muscular y la disnea; así que paso el día en el jardín o en el cuarto de trabajo, leyendo, soñando, pensando, y escribiendo[155]. Por si fuera poco, en septiembre de 1911, recibió un duro golpe con la muerte de su sobrina María Pepa, hija de su hermana Victoria, que sólo tenía cuatro años. Se lo decía por carta a su amada Luisa Grimm: Después, en este mes de septiembre, cuyo crepúsculo vespertino dura aún, he tenido una tristeza muy honda. Ha pasado por mi casa entre nosotros la muerte blanca. La que se ha ido era una criatura inteligente y bella, la hija de mi hermana Victoria, a quien todos teníamos como un juguete de carne[156]. Juan Ramón escribió cinco poemas sobre la “Niña muerta”, tratando de intelectualizar su pérdida:

 

¡Este retrato de niña

doliente!… ¡Cómo me mira,

cuando la tarde caída

lo asume en su melodía

…………………………

Y todo se idealiza.

La miseria se hace brisa.

La mano torpe que iba

iba a la sombra, queda fija[157]

 

Pero, pese a la intelectualización, la muerte de su sobrina le afectó hondamente: Señor, dos cosas me hicieron dudar siempre de ti; una cosa negra y una cosa blanca: que nacieran seres monstruosos y que se mueran los niños[158]. Como cuando murió su padre, el poeta volvió sus pensamientos hacia Dios, recogiéndose espiritual, religiosamente. Lo que se reflejaba en lo que escribía: el tercer tomo de “Apartamiento”, titulado “Bonanza” (1991 − 1912), “Pureza” (1912), y “El silencio de oro” (1911 − 1913). “Bonanza” lleva antepuesto unos párrafos del Kempis, referidos al anhelo del entendimiento por conocer las verdades divinas: Dame, Señor, que mi entendimiento penetre tus verdades, inclina mi corazón a las palabras de tu boca, y corra tu habla así como el rocío. Muchos de los poemas que contienen son fervientes oraciones líricas, en los que la desnudez y la belleza de la poesía tienen motivos místicos. El poeta anhela recibir la palabra divina de un modo perfecto y claro, ver al Señor en toda su desnudez:

 

Quisiera yo encontrarte

a la vuelta del camino, un día,

vestido de ti mismo,

libre, al fin, de las ricas

estrofas que otros te colgaron

en tu perfecta desnudez clarísima[159]

 

La belleza mística que pretende el poeta se equipara a la luz, que él quiere percibir por todos sus sentidos y en la carne: Tu luz en todos mis sentidos, / tu alma en cada instante de mi carne. Una luz cada vez más encendida, un arder perdurable sin que alimento alguno tenga que sustentarle, cuyo logro será todo éstasis sin nombre, / todo esencia, Señor, todo verdades. En su fervor, desea belleza y amor, pero no ya para sí, sino para el prójimo:

 

¡Que la belleza haga

buenos a todos! ¡Que la mujer, el niño,

el enfermo y el débil

 

tengan todas las manos a su alivio;

que el símbolo indeleble

de la existencia sea

el amor!…

 

El poeta pide que nadie tenga hambre, ni sed, ni frío, que todos piensen y amen. Su laberinto, símbolo antes utilizado para expresar su sensual disposición amorosa, adquiere ahora un carácter positivo: es un estado de bienaventuranza, una sensación de bienestar interior, descrita a través de imaginaciones externas tales como la visión de un día puro y claro o la percepción de una serena brisa o de una carne dulcísima en derredor del alma. Es el mismo laberinto que toma un carácter negativo, cuando el poeta lo utiliza como símbolo de la carne:

 

Señor, abrid la herida,

mas, para que el dolido

corazón pueda ver toda tu gloria,

para que pueda huir de su presidio

de carne más deprisa.

………………………

¡Oh, Señor, cuándo

por este laberinto

de penas y de sombras

hallaré la salida al infinito!

 

El Señor está en todo lo que perciben los sentidos: en el campo, en la verdad, en el agua, en los coiores, en la brisa: En todo vives Tú. Es el paisaje de lo eterno, en cuya contemplación el poeta se siente divino y ajeno a los mezquinos intereses terrenales:

 

Todo para ellos, todo, todo,

viñas, colmenas, pinos, trigos…

—Yo bastante

he tenido

con mi ilusión de luz,

con mi acento divino.

 

El libro “Pureza” prosigue la línea de “Bonanza”. El poeta, partiendo de su estado de quietud espiritual, goza de su nueva percepción del paisaje: El ambiente se inunda / de un viento ardiente de pureza[160]. Su alma está despierta, blanca y limpia, y se levanta hacia el Señor, y de su soledad, emana pureza. El poeta piensa en Dios, trabaja y quiere ser eterno… Dominada su obsesión por lo sensual, por la carne, puede gozar de nuevo de la belleza pura del paisaje, fijándose especialmente en el ocaso del día, en el oro de la tarde, que armoniza mejor con su renuncia al mundo, con su recogimiento espiritual. En lo poemas del libro “El silencio de oro” el ocaso y el otoño son motivos preferidos, en tanto que propician el deseo de eternidad del poeta. Tal dice el poema “Tarde última y serena”:

 

Belleza que yo he visto,

¡no te borres ya nunca!

Porque seas eterna,

¡yo quiero ser eterno![161]

 

Y Juan Ramón vuelve a creer de nuevo en la pureza del amor, renaciendo su esperanza de encontrarlo, tal como expresa en el poema “Amor”, de su libro “La frente pensativa”:

 

No has muerto, no.

Renaces,

con las rosas, en olor de primavera.

La luna torna, un día al alma;

una noche de estrellas,

bajas, amor, a los sentidos,

cantas como la primera vez[162].

 

Un nuevo amor puro que, tal vez, el poeta quiere poner en Luisa, su amada lejana de los últimos años.

El recogimiento de Juan Ramón en Moguer le resulta gustoso, aunque no por mucho tiempo. Dedicado por completo a la creación poética, menosprecia cualquier actividad que pueda interrumpir el reposo de su vida interior y su culto a la belleza. Tras la publicación de “Melancolía”, en 1912, se ha convertido en un prestigiado poeta, en un elegido del arte, tal como le dice Manuel Machado: Recibí su carta, tu carta, llena de la finísima gracia inteligente y poética que distinguesin quererlos ellosa los predilectos del Arte y de Nuestra Dama la Belleza. Bien haces, querido Poeta, en vivir alejado y solo (en la mejor compañía) si así nos das flores como tus libros, que voy leyendo, saboreando, aspirando, como ramas inefables. Frescura y melancolía de jardín, con el agridulce de nuestro limonero andaluz[163]… El Ateneo de Sevilla le prepara un homenaje que, por su carácter apoteósico, alarma al poeta, que pide a los organizadores que desistan de su empeño. Tiene incluso que viajar a Sevilla, logrando que el proyecto quede reducido a un solo acto, al que él no asistirá. Sintiéndose poeta maduro, pretende aislarse de los hombres, aunque no del hombre, apartarse de los amores, pero no del amor. Y sin embargo, el “amor sombrío” sigue acechando: Ayer mi pensamiento iluminaba cual un cielo flagrante en el que estallaban tormentas de oro, la corriente pura de mi amor sin nombre… Pero qué guerra, mujer, insostenible; no tengo ya voluntad para vencer; me duele el alma como si fuera carne; no quiero perder la aurora de la razón[164]. Si la sensualidad puede ser una ventana abierta al espacio, a lo eterno, a lo absoluto, según cree el poeta, también el “amor sombrío” implica sus riesgos, por su posible claudicación ante una fuerza instintiva, inconciliable con sus anhelos de tierra eterna y sus ambiciones de inmortalidad.

Por otra parte, la pésima situación económica de la familia hace insostenible la permanencia de Juan Ramón en la realidad de Moguer.