EL PREMIO NOBEL
LA decisión no podía esperar. El tratamiento con radio le había producido quemaduras dolorosas y brutales que Zenobia resistía sin apenas quejarse. Uno de sus médicos quería suspender el tratamiento, y el otro recomendaba seguir con las sesiones, mientras ella se desesperaba. Su vida era dolor, y en las pausas atendía al marido, se ocupaba de Inés Muñoz y escribía cartas. Fieles amigos procuraban aliviarla: los doctores Batlle y Rodríguez Olleros, Cecilia Enjuto, Adriana Ramos Mimoso, Connie Saleva, etc. A (males de junio decidió volver al Massachussets Hospital de Boston, donde la habían operado años antes. En la casa inmediata a la suya, en Hato Rey, quedaría Graciela Palau de Nemes, confiando en que ella distraería a Juan Ramón, animándolo a salir de casa, llevándolo a la Biblioteca, etc.
El 14 de junio Zenobia, acompañada por el doctor Rodríguez Olleros y su esposa, voló a Nueva York. Y siguió viaje a Boston, donde el día 28 fue anestesiada y sometida a reconocimiento. Días después, el doctor Meiggs le hizo saber las escasas posibilidades que tenía de curarse, y que por el momento era imposible intentar nuevos tratamientos por la inflamación causada por la radioterapia. Ella hubiera preferido permanecer en el hospital, pero pensando en lo costoso de la estancia y en la soledad de Juan Ramón, decidió regresar. El 13 de junio volvió a Puerto Rico con los Rodríguez Olleros. Durante su ausencia las cosas no habían ido bien: Juan Ramón estuvo lleno de manías de olores contra Graciela, y a ésta la encontró “disminuida y asustada”. No había podido calmar al enfermo, encastillado en su alergia, o más bien fobia a los olores. Las semanas siguientes fueron muy duras, pues la lucha contra la muerte se complicaba con la neurosis de Juan Ramón, que, no obstante, le hizo una canción popular: Más triste es una mujer /andando en la noche, sola.
El tratamiento con cortisona recomendado por el doctor Meiggs no dio resultado. Zenobia parecía presentir su próximo final, y de ahí su esfuerzo para dejar ordenados los asuntos del marido y resueltos algunos problemas. Pensó volver a Boston, buscando un respiro en la enfermedad, y se alegró de recibir carta de Eugenio Florit, anunciándoles que accedía a colaborar en la “Tercera antolojía” de Juan Ramón. La acompañó hasta Nueva York el doctor Sánchez, y en el hotel donde se alojó recibió a Florit y trabajó largo tiempo con él. A Boston fue con su sobrina Inés Camprubí, instalándose en el hospital el día 4 de septiembre. Al día siguiente la visitó el doctor Meiggs, que se mostró reticente en cuanto a la posibilidad de una nueva intervención quirúrgica. Optó por esperar y ordenó que se le hicieran transfusiones. No tardó Zenobia en convencerse de que nada podía hacerse, y el doctor Meiggs le informó de que le quedaba poco tiempo de vida. El 30 de septiembre Zenobia regresó a Puerto Rico, siendo internada en la Clínica Mimiya.
En la clínica Mimiya Zenobia Camprubí inicia una lenta agonía. Únicamente espera la noticia, tan rumoreada, de la concesión del Premio Nobel de Literatura a Juan Ramón Jiménez. Avanzado el mes de octubre llega a Puerto Rico el periodista sueco O. Lundquist… Lo ha contado una testigo presencial, Adriana Ramos Mimoso, acompañante de los Jiménez en la clínica: La presencia de un periodista sueco en aquellos momentos era como una confirmación de los rumores. En la madrugada de aquel día Zenobia había sufrido una grave crisis. ¡Que llegue pronto la noticia!, era nuestro clamor interior… El periodista había sido especialmente enviado a Puerto Rico para entrevistar a Juan Ramón, pero se mostraba muy reservado a todas las preguntas que se le hacían. De pronto a Connie Saleva se le ocurrió que el periodista hiciera una llamada a Estocolmo informando de la extrema gravedad de Zenobia y suplicando que, de ser cierta la noticia de que a Juan Ramón Jiménez se le había concedido el Premio Nobel de Literatura, le autorizaran para comunicársela inmediatamente. El periodista creyó que eso era posible, y rápidamente salió del hospital y se dirigió al hotel para hacer una llamada. Varias horas después reapareció con cara sonriente. El director de su periódico le había confirmado la noticia y le autorizaba para comunicársela a Zenobia, aunque sin poder transmitirla a la prensa hasta el anuncio oficial, que se haría el 25 de octubre… Connie y yo nos apresuramos a entrar en la habitación de la enferma, que mantenía los ojos cerrados y aparentemente dormía. La despertaron y le comunicaron la maravillosa noticia, proponiéndole que fuera ella quien se lo dijera a Juan Ramón. No tardó éste en llegar al hospital, encontrándose con el periodista sueco que esperaba en el pasillo. Y Zenobia, con voz apenas audible, dio la noticia a Juan Ramón, quien, con amargura y desilusión dijo: ¡Ahora![480]
En sus últimos días, según contara la doctora Ramos Mimoso, Zenobia tarareaba un villancico, y Juan Ramón, casi siempre en silencio, de vez en cuando susurraba una canción de cuna. Reacio a recibir al periodista, sólo accedió a contestar por escrito: Mi agradecimiento a todos aquellos que han contribuido a que se conceda este inmerecido galardón. Debido a la grave enfermedad de mi esposa, el Premio Nobel me apena profundamente. En cuanto a mí, no tengo nada que decir. El 25 de octubre de 1956 llegó la noticia oficial: Juan Ramón Jiménez, Premio Nobel de Literatura. La antesala se llenó de periodistas, amigos y admiradores, y llegaron telefonemas y telegramas de todo el mundo. Zenobia seguía agonizando, Juan Ramón apenas hablaba, y su sobrino Francisco Hernández-Pinzón, recién llegado de Sevilla, les acompañaba… El día 28 de octubre de 1956, a las cuatro de la tarde, murió Zenobia Camprubí Aymar, rodeada de amigos y mientras Juan Ramón parecía no enterarse de nada. Fue el doctor Batlle quien lo sacó de su ensimismamiento: don Juan, doña Zenobia ha muerto. El poeta, estremecido se levantó y gritó: ¿Muerta?, y, con paso tambaleante, se fue a la cama, se dejó caer de rodillas, y sobre la mano izquierda de su mujer reclinó su cabeza y murmuró un “no”, que se repitió in crescendo hasta exhalar un grito estremecedor: No, no, no es verdad. Tú no estás muerta. No, tú eres inmortal. Y volviéndose hacia los demás, con voz suplicante: denme una píldora, un revólver. Tengan dolor de mí. Quiero morirme. Tengo que irme con ella. Se lo prometí. Lograron calmarlo y sentado al lado de la cama, acariciaba con ternura la mano de Zenobia y no dejó que sacaran el cadáver de la habitación hasta una hora después[481].
La capilla ardiente de Zenobia, muerta a los sesenta y nueve años de edad, se instaló en la Sala de la Biblioteca de la Universidad, entre sus libros y sus muebles. Al día siguiente, el cadáver fue conducido a la Iglesia de Fátima, donde se ofició una misa de Réquiem, a la que Juan Ramón no asistió, quedándose en el coche con el doctor García Madrid. Presidieron el entierro Juan Ramón, el rector Jaime Benítez, Francisco Hernández-Pinzón y el doctor Batlle, hasta el cementerio de Porta Coeli, donde se rezó un responso y el rector Benítez habló en nombre del poeta, que lloraba alejado de la tumba.