HABLA EL POETA…

EN 1907, en el número VII de la revista “Renacimiento” que dirigía su amigo Gregorio Martínez Sierra, Juan Ramón había publicado una condensada y sugerente autobiografía, junto con su bibliografía y una autocrítica, bajo el título de “Habla el poeta”. La autobiografía acababa así: Ahora, esta vida de soledad y de meditación, entre el pueblo y el campo, con el rosal de plata de la experiencia en flor, la indiferencia más absoluta para la vida y el único alimento de la belleza para el corazón. “Elegías”. En el balance autocrítico, decía que su vida y obra podía resumirse en unas palabras del Kempis: Si atiendes a lo que eres dentro de ti, nada te importará lo que hablen de ti los hombres. Algo que había aprendido en el Colegio de los Jesuitas. Y ya dentro de mi alma, rosa obstinada, me río de todo lo divino y de todo lo humano, y no creo más que en la belleza… Dadme siempre una mujer, una fuente, una música lejana, rosas, la luna —belleza, cristal, ritmo, renuncia, plata—, y os prometo una eternidad de cosas bellas. —He sido niño, mujer y hombre, amo el orden en lo exterior y la inquietud en el espíritu; creo que hay dos cosas corrosivas: la sensualidad y la impaciencia; no fumo, no bebo vino, odio el café y los toros, la religión y el militarismo, el acordeón y la pena de muerte; sé que he venido a hacer versos.

Juan Ramón se dedicaba sobre todo a hacer versos y no fumaba, no bebía, no iba al café ni a los toros, y odiaba la religión, el militarismo, la pena de muerte y el acordeón. Pero, ¿y la sensualidad? El poeta luchaba contra la carne, y a duras penas lograba sublimarla en su poesía. Los elementos esencialmente poéticos de sus obras escritas entre 1906 y 1908 suavizaban su impulsividad sexual, y a veces la diluían casi del todo. Pero no ocurría lo mismo con la prosa escrita en esa misma época, especialmente la prosa de la serie “Baladas para después”, cuyo título parecía indicar la intención de dejarlas inéditas por mucho tiempo. En ellas el autor ha disminuido el fuerte sentimiento de la muerte, y lo ha reemplazado por una preocupación más general por lo temporal, por el paso del tiempo y la tristeza consiguiente. Y predomina la elaboración de simples sensaciones, tanto internas como externas, sencillas o complejas, en constante acción conjunta de lo sensorial con lo psicológico, en interacción del mundo externo y lo interno. Con ello, el poeta pretende liberarse de sus tensiones internas e interiorizadas, expresando claramente sus tentaciones de la carne[144]. En la “Balada de la mujer ideal” Juan Ramón cuenta cómo creyó hallarla a su vuelta a Moguer: Te encontré en cualquier parte, sin saber cómo, de vuelta de pordioseos de carne y de chanza sin sentido. Y tú, la buena, la bella, la verdadera, me estabas esperando… Mátame cuando esté dormido si sueño que quiero abandonarte. Mátame, si te olvido…[145]. Con toda probabilidad, se trataba de Blanca Hernández-Pinzón, de la que había vuelto a enamorarse y de la que pronto se sintió abandonado.

El primer amor se muere como los niños, como las mariposas en invierno, como los suspiros solitarios, como la sombra de los buenos sueños… Y cuando el amor se muere y el poeta carga con sus penas solitarias, la brisa tiene como pena y una inmensa necesidad de amor flota en el paisaje: Y ante el espectáculo del invierno y de la muerte, el corazón tiembla y llora, como un niño en la noche o como un pájaro en la nieve (“Balada del invierno”). El marchitarse, el acercarse a la muerte se traduce metafóricamente en las hojas secas, el sol de los enfermos, el ocaso, los árboles secos, etc. Como alivio, el perfume de las cartas de la lejana amada, un perfume que se va y no vuelve, o vuelve sólo cuando quiere, como el amor ingrato: Perfume de sus manos que tocan el papel, de sus ojos azules que lo miran, de un alivio que lo entibia. Olor que es de ella, de sus sedas, de sus joyas, de sus encajes, ¡de su hija! (“Balada del perfume de sus cartas”). Sin duda, el poeta se refiere a las cartas que le llegan o no le llegan de Inglaterra, perfumadas por Louise Grimm. Mientras, se siente atraído por la crudeza tibia del sexo impúber, por la pequeñez malsana de sus nacientes pechos, por la voluptuosidad de sus muslos, en la “Balada de las tiernas adolescentes perversas”. O sueña con el cuerpo desnudo, con los muslos y los pechos negros en la “Balada de la mujer negra”.

La mujer ideal, en la “Balada del amor desnudo”, es ya una mujer desnuda: Venía desnuda, sobre los pétalos malva que la luna deshojaba en las alfombras de la estancia oscura… Los pétalos le caían en una mano, en un pecho, en un muslo, y brillaba su carne un momento como una ceniza irisada. ¿Hay algo que se acerque tanto al ideal como una mujer desnuda en la sombra? Es como si el alma fuera la que escondiera el cuerpo, como si lo ignoto fuera la materia, como si todo se hubiera trastornado… ¿Comprendéis ahora por qué es tan sucia, tan falsa, tan fea la aurora en el amor? El poeta insiste en llegar a lo esencial, despojando a la mujer de todos sus adornos, para parecerle más bella: Cuando después del largo paseo de la tarde, bajo las acacias, te desnudas —te desnudo— en tu alcoba, tu cuerpo surge de tus sedas y de tus muselinas como un sol de carne de aurora… Tu cuerpo desnudo. ¿Se ha agrandado de pronto? ¿Todavía guardabas más encantos? ¿No eran sólo tus ojos, tu cabello con sol, tu oreja rosa, tu boca sangrienta, tu mejilla mate? Tus muslos que se afinan cerca de las rodillas, tus brazos que se afinan cerca de tus codos y todos los golfos, los valles, las colinas de tu cuerpo. ¡Qué paisaje para el reposo de mis versos! (“Balada de la amada desnuda”). La ausencia de la carne, en la “Balada de la carne ausente”, le hace ver en la luna a la mujer desnuda. Y de la fantasía, del sueño, al onanismo.

El poeta siente miedo de adónde le impulse la mano que siente sobre su espalda: ¿Qué quiere el destino que yo haga, por qué me hace hacer esto que hago yo que no quería hacer, que hace un instante odiaba? ¿Quién me ha dado esta brutalidad del instinto? (“Balada del miedo”). Y el poeta tiene miedo de vivir, miedo de morir, miedo… Tiene miedo de dejarse llevar por los impulsos impuros, cayendo en el onanismo o en el amor mercenario… Le fascina ver, en una tarde lluviosa, una mujer extraña que le sonríe y que de pronto se levanta la falda de seda negra, dejando entrever una vegetación extraña: Vosotros huís apresuradamente. Pero ella os alcanza, os pone la mano en los hombros y os atrae hacia sus labios y sus ojos. Sentís una extraña vida palpitante encima de vosotros. Es como si todo el miedo se hubiera encontrado en ella por seguiros. Y ya en el campo, sentís, entre la soledad de la noche que entra, un miedo tal de ella viva como si fuera una muerta. Y la luna amarilla brilla vagamente entre los pinos (“Balada de la mujer extraña”). Y lamenta el hastío del amor mercenario: Me empeñé en verla desnuda, en registrarla toda, exaltado de una sensualidad torpe, brutal e inflexible. Ella, que sabía bien lo poco que valía, lo poco que me gustaba, huía hacia los rincones de sombra, y yo la llevaba frente a la luz, la ponía en el mismo sol de invierno. Al fin, se dejó hacer cuanto quise. El placer fue rápido. Yo sabía bien que aquello iba a tener un fin brusco, de hastío, y así fue (“Balada del amor inútil”). Y, una vez más, el poeta recuerda a Francina, la muchacha rubia que encontrara en Francia.

Y contrapunteando todo lo anterior, el miedo de siempre, el toc-toc del corazón destrozado, la muerte repentina, la tristeza, el cementerio, la gente muerta. La única solución, la Poesía: Iremos juntos, Poesía, con nuestros pies desnudos y beberemos en la fuente clara y nos perfumaremos las palmas de la mano con la rosa divina, y en nuestra frente resplandecerá el oro inmortal (“Balada de la tarde eterna”). Pero, para Juan Ramón, la poesía tenía siempre nombre de mujer, y en ese tiempo ese nombre correspondía al de Louise Grimm, Luisa, de la que se había ido enamorando por correspondencia: El trato con la mujer inteligente y bella —le decía por carta— activa la viveza de nuestro espíritu y nos llena las horas de una espléndida plenitud de pureza, de un encanto espiritual que no da la misma amistad con hombres superiores[146]. Llegó a atreverse a proponerle vivir en una ciudad donde no fueran conocidos: Sueño esta tarde de lluvia en una ciudad que no nos conociese, en donde pudiéramos vivir los dos, dueños y señores de nuestra vida, en una comunión de afectos elevados, libres y serenos, con el encanto de la idea y del sentimiento plenos personificados por el alimento espiritual: la música, el libro, el mar. Piense usted en esto. ¿Nunca será posible? Necesito de usted para mi vida. E insistió después: Si yo tuviera más dinero y usted me quisiera más, usted se divorciaría y nosotros viviríamos del todo y para siempre. Pero Luisa no tenía otros propósitos que cuidar y educar a su hija, aunque no por eso Juan Ramón desistía en su empeño: Cuando se venga usted a esa casita de campo de su país, busque otra por ahí cerca… Tengo la firme esperanza de ponerme a su lado un día y para siempre. Cuando usted haga feliz a su hija, y ya ella no la necesite tanto, será tiempo aún de que me haga usted feliz a mí… ¿Puedo esperar que me consagrará usted su otoño? Ella no le daba esperanzas, pero siguió escribiéndole e incluso le envió un retrato suyo: El retrato que me mandó usted me ha hecho feliz, hay en sus ojos aquella penumbra enigmática que yo tenía de usted en mi memoria; ojos que no son completamente azules, ni del todo verdes, ni grises solamente; los recuerdo bien; eso y el color levemente plateado, levemente moreno, como espolvoreado de luna —”moreno de luna”, como digo en una poesía de la “Soledad sonora” hablando de no sé quién— es lo que más vivamente persiste en sus fugaces apariciones[147].

A Louise Grimm, “honda, fina y dulce entre todas las mujeres”, le dedica Juan Ramón su libro “La soledad sonora”, fechado en 1908 y no publicado hasta 1911[148]. Se trata de un libro sosegado, inspirado por la lectura de poetas místicos, en especial de San Juan de la Cruz, y en el que el poeta se sumerge en la belleza del paisaje para consolarse de la ausencia del amor. En la primera parte, titulada también “La soledad sonora”, Juan Ramón se define como un pájaro errante y lírico, triste, solitario y cobarde, hermano de la soledad y de la melancolía: Indolente, me voy por la tranquila senda, / entre la mejorana y frente al mar celeste. El poeta canta a la naturaleza y al paisaje moguereño, tornándose narcisista y poéticamente hermafrodita:

 

Vive una mujer dentro de mi carne de hombre;

siete ríos de plata prestan ritmo a mi lira;

la boca se me inunda de un encanto sin nombre

cuando sonríe a la ilusión, cuando suspira…

(La soledad sonora, 1, IX)

 

El corazón le basta para las cosas bellas, un piano que llore solo y un soñar incesante. El alma canta sola, y a lo lejos suenan voces idealizadas. La naturaleza trae el olvido, supone un descanso para el amor fatigado y es un bálsamo para el alma taladrada de cuidados. Aunque el poeta, a veces, siente una leve nostalgia de la carne: Sobre la hierba fresca se siente el pie desnudo, / y el corazón antiguo se vierte por su herida / en un arrobamiento sereno, casto, rudo… (La soledad sonora, 1, XXXI). Pero todo está en paz, y la soledad, quieta.

En la segunda parte del libro, titulada “La flauta y el arroyo”, el poeta expresa con su flauta las variaciones de una misma canción, la del arroyo: su canto, su fluir, su fragancia, sus flores, sus claridades y sus sombras. Todo es sueño y aroma: Paz infinita. ¡Dolor / más infinito! ¡Nostalgia / de una dulce vida…! (La soledad sonora, 2, XXIII)… La tercera parte del libro, titulada “Rosas de cada día”, compara la poesía con el paisaje, el agua, el cielo de la tarde, y la identifica con la mujer, de la que se declara esclavo. Y resurge, en un tono erótico, la nostalgia del amor:

 

En la nostalgia inmensa, crepuscular y agreste,

torna el fantasma antiguo a sentarse a mi lado:

esta mujer vestida de un tornasol celeste,

con los brazos desnudos y el pecho descotado

(La soledad sonora, 3, VI)

Pero la tristeza es opaca y el amor es distante. Hasta sus propios pensamientos le parecen mujeres desnudas que se mueren de hastío…