MUERTE
EN los días siguientes a la muerte de Zenobia, Juan Ramón fue acompañado por su sobrino Francisco Hernández-Pinzón. Tal como le había encargado en vida Zenobia, el sobrino quiso llevárselo a España. Pero Juan Ramón, a la hora de decidirse, sentía un miedo espantoso, el miedo a la muerte que le perseguía, miedo a dejar a Zenobia en tierra extraña, miedo a sí mismo, a su falta de aliento para todo. En vano, el sobrino trató de convencerlo, y hubo de regresar a España sin él. El poeta se quedó en su casa de Hato Rey, atendido por Nemesia, la sirvienta que le cuidaba desde hacía años. Se encastilló en la casa y en la pena. No quería que le hablasen, y le molestaba la luz, todos los olores, creyéndose que se iba a morir pronto. No recibía más visitas que las de los médicos y especialmente del doctor Batlle, a quien veía diariamente, y las de Connie Saleva, que a diario le llevaba la correspondencia. Por ese tiempo le visitó, recién llegado a Puerto Rico, José María Pemán: Entramos allí —contó luego Peman—, al cuarto oscuro al que no ha entrado la luz desde que se llevaron a Zenobia. “¡Que ni la luz la profane!”, había dicho. Luego me pasó a otra habitación llena de fotografías de ella. Ahí están la mascarilla de la esposa y el vaciado de su mano. Juan Ramón la besa: “Esta mano, esta mano que escribió tanto a máquina para mí”… Sobre un papel hay unos versos recientes, y Juan Ramón me dice: “Intento hacer una Elejía a Zenobia… pero no lo lograré… no puedo… no podré” Y le pregunta a Pemán por España y por los españoles, por Andalucía, por Cádiz, por Moguer. Pemán lo abraza, y Juan Ramón vuelve a su dolor[482].
En los últimos días de noviembre estuvo en Puerto Rico el profesor Eugenio Florit, trabajando en la Sala Zenobia-Juan Ramón de la Biblioteca Universitaria. Entre otras cosas, era preciso cuidar la edición de la “Tercera antolojía poética” y eso lo hizo Florit, que facilitó también su publicación en abril de 1957… Juan Ramón vivía ajeno a casi todo, encerrado en casa y un tanto abandonado. El 10 de diciembre el rector de la Universidad de Puerto Rico, Jaime Benítez, recogió en Estocolmo y en su nombre el Premio Nobel de Literatura. Leyó un mensaje de Juan Ramón Jiménez: Mi esposa Zenobia es la verdadera ganadora de este premio. Su compañía, su ayuda, su inspiración de cuarenta años han hecho posible mi trabajo. Hoy me encuentro sin ella desolado y sin fuerzas[483].
Juan Ramón seguía llevando una vida retraída, aislada, aunque intelectualmente continuaba vivo… En julio de 1957 escribió al diario “El Mundo”, para adherirse al documento firmado por varios profesores en defensa del rector Benítez, y en agosto recibió la visita oficial de éste y del decano de Humanidades, con motivo de la inauguración del nuevo curso académico. El decano dio cuenta a la prensa, diciendo: Juan Ramón charla con la misma brillantez… la misma conversación ingeniosa… Es el mismo Juan Ramón de hace cincuenta años, enriquecido por la experiencia. Sin embargo, perdura en él el abatimiento por la muerte de doña Zenobia y sus achaques físicos se agrandan con esta misma depresión. De hecho, su salud estaba empeorando, la inapetencia le había debilitado extraordinariamente, y era preciso cuidar de él, alimentarle, hacerle vivir a la luz. Por eso, el 21 de agosto fue ingresado en el Hospital de Hato Tejas y sometido a tratamiento por el doctor Fernández Miranda. Se le alimentó artificialmente, cuando fue necesario, y se le impuso rigor en todo, cortándole el pelo y la barba.
Con energía y cariño, fue saliendo de su estado de atonía, y antes de un mes pudo llevar una vida casi normal, aunque dentro del hospital. El 17 de septiembre la enfermera María Emilia Guzmán lo lleva a la Sala de la Biblioteca Universitaria, donde lo esperan el rector y varios profesores. Permaneció tranquilo, mirando curiosamente todos los libros y objetos que le eran tan familiares, y visitó después el Centro de la Facultad, siguiendo dócilmente las indicaciones de la señora Guzmán, a cuyo cargo estaba en el hospital: Se le bajaba cada mañana a mi oficina en un sillón de ruedas, y si el tiempo era agradable se le sacaba a una terraza que daba sobre la carretera. Solía llamar a los niños de las escuelas próximas; uno de ellos, por cierto, lleva ahora su nombre. Hablaba con los niños y escribía dedicatorias en sus cuadernos escolares. En cambio, costaba lo indecible hacerle firmar una carta o un libro de los que le enviaban para que los dedicara a personas a veces muy importantes[484].
El día 3 de octubre de 1957 hizo entrega a la Universidad de todos sus borradores, papeles, cuadernos y documentos que tenía en Puerto Rico. Desde ese día fue con regularidad a la Sala de la Biblioteca, según ha contado Raquel de Sárraga, encargada de la misma: Solía llegar alrededor de la dos de la tarde y quedarse hasta las cuatro. Fue durante este tiempo y aquí donde firmó las hojas de la edición de lujo de “Platero y yo”, que unas amigas de Zenobia preparaban para honrar su memoria; complació a todos aquellos que deseaban tener un autógrafo suyo y recibió innumerables visitas de amigos y personas desconocidas… Pero sobre todo aprovechó el tiempo que le quedaba para darle todo su reconocimiento a la que fue su compañera en la vida. Después de leer su correspondencia casi siempre me pedía todo lo que guardábamos relacionado con Zenobia; lo que más le complacía era oír la voz de ella en la cinta magnetofónica, luego los retratos y artículos que le había dedicado con motivo del Premio o cuando su muerte[485]. Las visitas se sucedían y Juan Ramón acogía con amabilidad a la gente. Recibió incluso la visita de un productor de Hollywood que quería llevar al cine “Platero y yo”. Y el día de su cumpleaños se reunieron con él, en casa del rector Benítez, Pablo Casals y su esposa. De vez en cuando iba al cementerio de Porta Coeli y llevaba flores al sepulcro de Zenobia, con la que deseaba reunirse pronto. A menudo, manifestaba su voluntad de morir.
En los primeros días de febrero de 1958 acudió, siempre acompañado por su enfermera, a la Escuela Superior de Santurce, y charlando con los estudiantes, se le vio reír por primera vez desde la muerte de su mujer… El 14 de febrero, a primera hora de la mañana, se cayó y se fracturó la cadera, entre la cabeza y el cuello del fémur. De inmediato, lo trasladaron al Doctor's Hospital, donde redujeron la fractura, sujetando el hueso con una férula de acero. El paciente se recuperó con rapidez, y volvió al hospital de Hato Tejas, donde entonces le acompañaba con frecuencia su sobrino, Francisco Hernández-Pinzón y donde recibió la visita, entre otros, del alcalde de Madrid y del Infante don Juan de Borbón, pretendiente al trono de España.
El 26 de mayo cayó enfermo de bronconeumonía, con gravísimos síntomas, y falleció tres días después en la clínica Mimiya de Santurce. Sus últimas palabras fueron para su madre, cuando tenía más de setenta y seis años… Llevaron su cadáver al Ayuntamiento de San Juan de Puerto Rico y luego a la Sala Zenobia-Juan Ramón de la Biblioteca Universitaria, donde miles de personas le rindieron homenaje. Fue entenado, junto con Zenobia Camprubí en el cementerio de Porta Coeli… Luego, sus familiares trasladaron los dos cadáveres a España, para enterrarlos definitivamente en Moguer.
Madrid, marzo 2001
Enrique González Duro