LABERINTO PSÍQUICO
EN 1910 salen publicados otros dos libros de Juan Ramón, el tercer tomo de “Elegías” y “Baladas de primavera”, editados por su amigo Gregorio Martínez Sierra. Pero en Moguer, el poeta se muestra cada vez más retraído y solitario, y parece muy preocupado por la situación económica de la familia y por sus enfermedades. Sale poco de casa, y se dedica sobre todo a leer y a escribir, febrilmente. De tal modo que en 1911 finaliza cinco libros; “Esto” (1908 − 1911), “Poemas agrestes” (1911), “Poemas impersonales” (1911), “Laberinto” (1910 − 1911) y “Melancolía” (19101912), de los que sólo se publicarán los dos últimos.
“Laberinto” es un libro redundante y contradictorio, que de algún modo refleja el confuso y angustioso laberinto psíquico del autor161. En su primera sección, de las siete que componen el libro y que se titula “Voces de seda”, el poeta se pregunta y responde sobre el olor del amor: es algo que huele a sol, a dientes, a puñales, a estrellas, a rocío, a sangre, a luna…, algo que es como el agua cálida que se retira, como el aire de un incendio, errabundo y balsámico:
¡Estas cosas que huelen a mujer! Abanicos
que se dan en una noche de abandono, pañuelos,
sortijas que han tenido nardos entre su oro,
rosas descoloridas, arrancadas de un pecho…
(Laberinto, 1, IX)
La segunda sección, “Tesoro”, incluye el famoso poema “Carta a Georgina Hübner”, ya citado, y “Playa del Sudoeste”, en la que el poeta se siente perfumado por una mujer que ha visto en la playa:
Un instante, al volverse, el viento dibujó
la vana redondez mimosa de sus pechos,
—los pezones marcaron un punto vacilante—,
sus ojos me miraban, febrilmente bellos…
Y en la arena mojada, lo mismo que si fuera
el enredo divino de nuestros pensamientos,
las huellas de mis pasos andaban confundidos
entre las de los suyos, suaves y pequeños
(Laberinto, 2, VIII)
Pero todo son quimeras que viven dentro de su ilusión y que jamás se ponen al alcance de su mano.
La tercera sección de “Laberinto” se titula “Variaciones inefables”, está dedicada a Jeanne Roussie, la esposa del doctor Lalanne, que aparece repleta de vaporosas alusiones. Aunque en su imaginación, a veces, se le confunde con la monjita amada: toda desnuda, surge, bañándose en un lago; como una monja eterna se oculta entre sus tocas. Y el recuerdo se difumina entre una mano cándida y triste, un muslo en un lecho revuelto o un pecho altivo de opulencia campechana, y el pinar se diría el sexo de la noche… En la cuarta sección el poeta busca “la amistad”, personificada en Antonio Machado y sobre todo en la “Carta romántica a Gregorio y a María, en la larga ausencia”:
Quiero que la amistad resida entre nosotros,
en un hogar tranquilo, de tonos melancólicos
—malva, verdoso, gris—, con piano y con libros,
bajo una suave lámpara de dulzor amarillo…
Usted, María nos ilustrará de Dios;
usted, Gregorio, hará madrigales al sol,
y yo pondré en la paz y en la fe de la estancia
la pensativa rosa violeta de mi alma
(Laberinto, 4, II)
A Luisa le manda una rosa blanca que pondrá en el aire una correspondencia de amistad sin palabras… En su laberinto de recuerdos y ensueños, el poeta evoca también a la pequeña Denise Lalanne, a quien dedica “Sentimientos espirituales” la quinta sección de su libro:
Hora de castidad, ¡Angelus!
¡… Apartaos,
pensamientos de la carne! Que todo sea rosa,
rosa, rosa…
(Laberinto, 5, III)
Y voces de mujer y de niña, enredadas cual dos guirnaldas de rosas blancas y rosas, suenan…
El recuerdo de Blanca retorna en la quinta sección del libro, titulada “Nevermore”. Nunca más la blancura adolescente será página casta de la historia del poeta, pues se vino abajo el jardín, la santidad aquella que era su ilusión y su desvelo. ¿Sólo queda la muerte?: ¡Mi aurora siempre surgirá enlutada! El poeta se lamenta de la huida de la novia blanca, que lo dejó desolado y roto:
Después, su pie partió, leve y desnudo,
queriendo retornar… y no queriendo…,
esperó el corazón, absorto y mudo…;
fue la blancura desapareciendo…
(Laberinto, 6, VIII)
Al poeta le come su ser como una lepra triste. Con lento paso va a una pureza que no existe, teñido por la sangre de su ocaso. Y en su caminar recuerda a Susana Almonte, a cuyas tertulias musicales asistía y a quien dedica la séptima y última sección de libro, “Olor de jazmín”. Los pianos están abiertos, hay en todas partes miradas ardientes y por el fondo de cada sombra azul se esfuma una visión apasionada y pálida. Susana toca el piano y, tras las rejas, entre jazmines, hay románticas mujeres, que se entregan, con indolencia fragante, a la sensualidad del instante… Y así acaba “Laberinto”, rezumando un cierto epicureísmo, escandaloso para la época en que fue escrito.
Aunque escrito simultáneamente con “Laberinto”, antes se publicó “Melancolía”, concretamente en 1912162. El tema predominante era también la nostalgia de la carne, o la historia de un amor no correspondido, el de Luisa Grimm. La primera sección del libro, titulada “En tren”, recoge las impresiones del viajero, que observa el paisaje desde la ventanilla del tren que le lleva a Lourdes — a donde efectivamente se había desplazado Juan Ramón en ese tiempo—, ofreciendo diecinueve estampas que reflejan su estado anímico. A su vuelta, el poeta tiene “El alma encendida”, título de la segunda sección del libro, escrita “pensando en Marthe”, la otra hija del doctor Lalanne. El sol divino le engalana las heridas con ovillos de luces, de esencias y de colores, y todo se ennoblece con un oro de gloria que se derrama, inagotable e infinito: Como la luz me ciega no veo de mi historia / más que un blancor de páginas, ilusorio y bendito (Melancolía, 2, I). Por la tarde, la triste fantasía del poeta escucha los cantos de los niños que nunca dicen nada y adormecen su alma. Y renace el deseo, la nostalgia de esplendores ideales. Las violetas mustias huelen a versos viejos, a tardes de amor puro, a corazón de niña, a encantos sonrientes que fueron desencantos. Pesado es el recuerdo, como un negro nublado, y no queda otra cosa, bajo el cielo cargado, que un sueño de letargo y un hedor insoportable. Y llega el otoño, con sus noches frías y sin amor, y el poeta se pregunta si su corazón no está muerto, si su vida no es una pesadilla. En el jardín cercano, tristes pájaros cantan:
Decidme que el dolor es bello, que no es nada
que olvide locamente la mujer que uno quiere;
que es dulce, igual que una violeta mojada,
esta melancolía de poeta que se muere
(Melancolía, 2, XIII)
En la tercera sección de “Melancolía”, titulada “La voz velada”, el poeta viaja a su mundo interior, cuando sale la luna, los pájaros se duermen y sólo queda la memoria de las voces. Las aguas violetas del crepúsculo anegan, como entre bendiciones, los pensamientos malos, y oleadas de lágrimas ahogan los rencores, y llegan, entre sollozos, restos de todos los naufragios. ¡A mí me basta con mi fe en las armonías, / en una estancia plácida, alejada, callada, / llena de libros bellos, con flores, encendida! (Melancolía, 3, V). Pero en otoño las horas de ensueño son más cortas, la palabra se muere de cansancio y se caen las hojas del alma. El poeta pasa su pobre vida, indolente, tras una fluida celosía. El corazón se encoje como un niño, temblando, todo está solitario y los pájaros ya no cantan. Va cayendo la tarde, llena del amor que, allá lejos, le aguarda. Resta el anhelo de recibir una carta.
La cuarta sección, “Tercetos melancólicos”, está dedicada a Luisa, vida de mis sueños, gala de mi amor. Se lo cuenta el piano, que, sollozando, mece el alma triste del poeta, enfermo de desamor:
La cándida sonata revuela entre las rosas
—¡y me falta tu carta!—, y las divinas notas
me dicen melancólicamente: llora, llora…
.,. Lloro. Pienso en el raso celeste de tus ojos,
en tus brazos, tan suaves, tan blandos, tan mimosos,
levemente morenos de luna malva… Lloro
(Melancolía, 4, I)
El poeta palidece con las últimas notas de la sonata, en una tarde lluviosa, y cae casi sin vida, herido, sollozando, deseando morir. Tiene el corazón partido, pero ha visto lo infinito, lo infinito… Un cielo blanco y malva, y la paz, esa paz que no tienen los hombres que, en las locas ciudades, luchan, palpitan, corren detrás de las absurdas trompetas del renombre:
¡Oh! Nada falso, nada sonoro y nada hueco;
sólo lo espiritual, sólo lo verdadero,
entre la soledad del amor y de los versos…
(Melancolía, 4, XVI)
Al no conseguir en la realidad exterior un ámbito que satisfaga sus ambiciones espirituales, el poeta se adentra en su realidad interior y lo que siente lo refleja en la quinta sección del libro, titulada “Hoy”. Ha conocido el olor del placer, dulce por fuera, venenoso en lo hondo, y el derrumbamiento del pudor, el descuido de las costumbres, y ahora, su alma tiene hambre y la muerte vela a su lado. Cabalgatas de personas desfilan por su vida, como nubes dramáticas de un ocaso de invierno, y su alma está desvanecida y medrosa: Se cayeron las hojas, se perdió la quimera;/ cuatro tapias humildes eran el tesoro… (Melancolía, 5, III). Del amor no le queda más que el sucio apetito, el hogar es un calabozo impuro y ya no tiene paisaje delante de los ojos. La vida le cierra el camino, pero su afán delirante de eternidad le inflama. Hace flores, con lodo, y no sabe cómo huir de sí mismo. El poeta no sabe qué hacer, ni cómo ni dónde. Se siente perdido, ciego, como en un laberinto, que lo llama a lo eterno, que le muestra una senda oculta entre peligros rojos:
¡Cárcel sombría, hecha de todos mis instintos!
¡Cielo azul, infinito, que ya no me bendices!
¡Mujer, jardín carnal de tristes laberintos,
que ensangrientas el sol de las tardes felices!
En la isla desierta de mi altivo destierro,
¡qué abismo de obsesiones y de supersticiones!
—… Parece el horizonte de un cinturón de hierro…,
me cansa el encanto de mis propias canciones…—
Cristales de negrura dan a la fantasía
la salud desatada y la fortuna adversa…
Mas…, de pronto…, en un fondo de paz y de armonía
¡aparece la lira y todo lo dispersa!
En “Tenebrae”, la sexta y última parte de “Melancolía”, se acentúan las tintas negras. La realidad, desprovista del sentido que antes le daban los sueños, se le convierte al poeta en el absurdo teatro de la nada, en el dolor profuso y frío de la noche. Suena un ángelus duro, y las campanas negras hacen señal de muerto:… Yo estoy/en el revuelto lecho, desvelado y sediento… Tedio difícil éste de la dolencia del invierno. Y en las horas oscuras, los que se acercan, entre sombras y en silencio, semejan personajes de un teatro de ultratumba: Se llegan… ¿Sois amigos? ¿Estáis vivos?— ¿Sois almas? Fuera de la estancia, la indiferencia, lo que huye, lo que cambia, y dentro, las penas inmutables. El cartero que pasa, sin nada, y la carne, deshojada y pálida, yace dolientemente… El poeta es como un niño perdido en los bosques:
No sé hacia dónde ir… Tengo pena… Estoy solo…
Quisiera que se fueran… que no dieran más gritos…
que se fueran del todo…, que no volvieran nunca…,
que… mi madre la muerte… me encontrara… dormido
(Melancolía, 6, XII)
Todo se pone mal… La enfermedad, la lluvia, el amanecer frío. El poeta permanece echado sobre el lecho, febril. Se le fue la pasión, y el ocaso se hunde en una noche lóbrega, sin luna y sin luceros.