ORFANDAD DE PADRE
DESDE su regreso a Moguer, a finales de mayo de 1900, Juan Ramón andaba huido, desasosegado, esquivando la muerte. Lo primero que hizo fue enviarle a Rubén Darío las primeras pruebas de su libro “Ninfeas”, cuya tirada estaba suspendida en espera del prólogo o “Atrio” que le pedía, al tiempo que le anunciaba los dos libros que ya estaba preparando[64]. Pero le preocupaba mucho la salud de su padre, que últimamente se había agravado y que estaba prácticamente inválido. Presentía su muerte: Toda las supersticiones oídas que, nunca, antes, le habían importado nada se le presentaban entonces en un sentido absurdo: la lechuza por la montera abierta; el moscardón, la mariposa negra, el calenturero, el perro aullante de la madrugada. Cada golpe de misterio, en espíritu alerta, lo hacía huir, loco, con un golpe en el corazón[65]. Andaba huraño y aislado, procurando centrarse en la escritura, o se refugiaba en el jardín de las flores, o en el corral. Pero no siempre podía eludir la constante presencia del padre en la casa: En verano sentábamos a mi padre en el patio de mármol entre el jardín y el zaguán. A las doce se lo llevaba mi madre y mi hermana Victoria, a acostar Y a veces se quedaba allí solito, sin decir nada, como si ya no hubiera nada, mirando todo distraídamente… Entonces yo me iba al jardín a ver la tierra negra de los arriates —la tierra negra del jardín que me gustaba tanto—, donde en la noche clara se veían las hormigas, la maraña del jazmín y sus hojas, las estrellas del cielo; y no sé qué adivinación lenta y cada vez mayor, como un barco que avanzara desde las estrellas, me iba acercando, como una realidad, como una existencia de lo futuro, la pena inmens[66]. No cabía más bella descripción de la angustia que lo iba invadiendo.
Su tensión nerviosa aumentaba día a día por la gravedad del padre, que finalmente murió el 3 de julio de 1900. Juan Ramón, muchos años después, lo describía así: Una tarde de hondo verano, yéndose ya el sol por el cielo limpio, estaba yo paseando como de costumbre por el patio de las flores, de mi casa de la calle Nueva, de Moguer, en el rincón del solano… Por la reja del comedor, al fondo de la casa oscura, habitaciones cúbicas en tren, vi pasar un cura para el cuarto de mi padre. Yo no sabía que hubiesen avisado a un cura… El cura, que no conocí en la sombra ni supe luego nunca quién fuera, dejó una negra sombra estraña en mí, sombra de sotana de cura de la muerte. Y aquella noche yo no comí… Yo quería salirme de mí y salirme de mi casa. El patio de las flores, el corral empedrado, tan grande, el patio de mármol sobre todo me ahogaban. Volaban por el cielo unas nubecillas rosas y amarillas y las golondrinas y los aviones me parecían que volaban sobre un pozo. Me subí corriendo a la azotea. La puesta del sol sobre Huelva, sol cobrizo contra el que los vapores negros eran como grandes ataúdes, lo que nunca antes había pensado, me parecía la puesta de mi padre, mi misma puesta. Yo nunca había sentido antes tampoco, que quería tanto a mi padre y en aquel momento se me acumulaba el cariño hasta ahogarme. Por aquella época, los sucesos tristes o alegres de mi casa quedaban en mí mucho más dentro que la apariencia. Yo era muy tímido con mi madre y mi hermana menor, y con mi hermano tenía poca confianza… Y yo nunca reaccionaba con palabra ni jesto ni hecho, reaccionaba todo en uno echándome como si me tirara a un barranco… A las doce de aquella noche, cuando estábamos sentados todos, como de costumbre, en los balancines del patio de mármol y yo no quería pensar en lo que estaba ocurriendo con mi padre, la lechuza usual silbó varias veces sobre la montera con luna; y cada silbido fue en mí un escalofrío. Las lechuzas que vivían en el campanario del convento de las monjas, pasaban silbando todas las noches sobre mi casa, pero aquella noche yo hubiera querido matarlas con mi escopeta. Cada vez que silbaban, mi madre se levantaba nerviosa y se iba a la cristalera del patio de las flores. Si tardaba, yo me iba con ella y miraba, por no mirarla a ella, la luna rara por los cristales azules donde a veces me encontraba con los ojos de mi madre, que tampoco quería mirarme… Yo no me acuerdo cuándo me fui a dormir o cuándo me llevaron a la cama, pero a la madrugada me despertó un grito agudísimo. Era mi hermana menor. Mi hermano y yo, que dormíamos en verano en la misma sala grande de abajo, salimos repentinos de la cama. Nos encontramos varias veces como si no quisiéramos decidirnos a ir al cuarto de mi padre. Y mi hermana menor gritaba. Cuando llegamos, sólo alcanzamos a ver que mi hermana tenía a mi padre en los brazos, alasbastrina la frente y pesando como piedra sobre los almohadones. A nuestros besos, ya mi padre estaba frío. Lo supe mejor cuando lo besé en la sien[67].
La muerte del padre lo dejó anonadado, y tal vez culpabilizado y enfrentado a sí mismo, como si la vida le hubiera corregido bruscamente: La vida dio aquella noche una vuelta de rara medida para mí y yo di una vuelta para la vida. Era como si yo me hubiera vuelto en mi jirar en mi órbita y me encontrara conmigo mismo de boca. Me parecía que en vez de vivir muriera jirando. Todos los resortes de mi cuerpo parecían descompuestos. Me sentía el pulso, la respiración, el trabajo de todos los órganos interiores, y me encontraba con mis piernas y mis brazos sin saber qué hacer con ellos. Como si en vez de ser yo el yo forastero que yo conocía de mí, fuera el de dentro que se me había salido como si yo fuera un guante. Hasta cuando pasaba por delante del espejo grande de la sala estrado me veía por dentro, me veía en entrañas equivocadas[68]. Aunque la esperaba, la muerte del padre le había cogido desprevenido y pensaba que a él también podía sucederle. Las noches se le convirtieron en pesadillas, con el corazón disparado y con un inmenso miedo a la muerte. La tensión acumulada le agobiaba y casi no la podía resistir, y de pronto, una noche no pudo más, sintió que se ahogaba y cayó al suelo, desvanecido. Este ataque se le repitió en días sucesivos, sintiéndose morir antes de desvanecerse, y le quedó un profundo temor a una muerte repentina. Sólo le tranquilizaba la presencia de un médico. Su ansiedad constante había cristalizado en una fobia, en un temor mórbido a la muerte, que podría haber sido interpretado como un castigo por viejos deseos de muerte contra el padre, por la agresividad que sentía hacia él por haberle dejado en una orfandad insoportable. Como todo fóbico, calmaba su ansiedad buscando una protección externa, reclamando siempre la presencia del médico, una clara figura paterna que aliviaba sus sentimientos de niño abandonado por el padre. Los médicos le daban calmantes y le aconsejaban que no siguiera escribiendo… Juan Ramón rompió gran parte del libro “Besos de oro” que estaba preparando, considerándolo obsceno, y recurrió a Dios, fue a la iglesia, a las procesiones y se llenó de un misticismo avasallador, aunque lo único que realmente le tranquilizaba era la presencia de un médico.
En el mes de septiembre, en pleno desaliento, aparecieron por fin sus dos libros, “Almas de violeta” y “Ninfeas”. Le sentó mal comprobar que Villaespesa había dispuesto de algunas cosas a su antojo, tal como dedicar mucho de sus poemas a gente que ni siquiera él conocía. Casi toda la tirada de ambos libros fue vendida a un librero hispanoamericano, y los pocos ejemplares que circularon por España tuvieron muy mala acogida: Jamás se ha escrito, ni se han dicho más grandes horrores contra un poeta; gritan los maestros de escuela, gritan los carreteros de la prensa[69]. Su fiel amigo sevillano Timoteo Orbe, en una reseña para el periódico “El Porvenir” de Sevilla, señaló los “excesos” de sus obras, pero le parecía que el autor tenía un gran temperamento de poeta: Jiménez llegará donde los buenos: Yo creo en él. Sin embargo, Juan Ramón vio truncadas sus ilusiones literarias, lo que empeoró su estado psíquico, tanto que Rubén Darío, desde París, debió alentarlo con un poema: Jiménez, triste Jiménez,/no llores; el mundo es alegre, / la vida es hiriente[70]. Y le prometía esperarlo “a la puerta de la esperanza”. Fue un importante estímulo para Juan Ramón, que finalmente se decidió a colaborar en “Electro', una nueva revista que preparaba Villaespesa con los hermanos Machado, que acababan de regresar de París. El primer número de esta revista se publicó en marzo de 1901, y en los cuatro números siguientes aparecieron poemas de Juan Ramón. El primero que publicó se titulaba “Las niñas”, y era un poema suave, delicado y musical, en el que asociaba la pureza con la muerte blanca:
Me embriagan las niñas… semejan
florecientes abismos… Mi anhelo
es besar las estelas que dejan
cuando vuelven en paz hacia el cielo[71]
Y en el segundo poema, titulado “Virgen”, el poeta se refería a una amada de ojos verdes, pura y serena, a quien quería adorar, coronar de flores: Virgen, ¿no te entristece la penosa agonía! de esta tarde?… La expresión serena de estos versos contrastaba con el continuo desasosiego de Juan Ramón, sus destemplanzas y su obsesiva preocupación por la propia muerte, que alarmaba crecientemente a su familia y disgustaba a la madre de Blanca Hernández Pinzón, su novia potencial. Un día, estando en la finca de Fuentepiña, amaneció en la puerta de la casa del doctor Almonte, que vivía casi al lado, impulsado por la necesidad que sentía de tener cerca un médico, cuando creía que no podía respirar y que se ahogaba… Por el pueblo circulaban toda suerte de rumores, no siempre bien intencionados, sobre la enfermedad de Juan Ramón, que apenas salía a la calle. Por fin, la familia, cada vez más preocupada, decidió proporcionarle la mejor atención médica. Por mediación de unos amigos de Burdeos, que representaban en aquella región francesa los vinos de los Jiménez, se le encontró acomodo en un sanatorio de los alrededores, bajos los cuidados del doctor Lalanne.