AMOR VERSUS AMISTAD

EL año 1914 cambió el rumbo de la relaciones entre Juan Ramón con Zenobia Camprubí. La inminencia del juicio de la familia Jiménez, que había apelado al Tribunal Supremo el caso de sus propiedades en la provincia de Huelva, movió a Zenobia a hacer las paces con Juan Ramón. No quería que él tuviera “un recuerdo duro y despreciativo” de ella, cuando estaba a punto de llegar el día de “tanta incertidumbre”, y decidió escribirle: Cuando usted me ofendió tan horriblemente pidiéndome sus cartas, hice propósito de no volverle a escribir pero hay ocasiones en que no puedo evitarlo. Interesada en estimularlo, no deseaba del todo un fallo del tribunal a su favor: Si el tener un poco más de dinero le va a hacer despabilarse menos, entonces prefiero que lo pierda, y le prometía pedirle a Dios el fallo que a él mejor le viniera[183]. Desde el regreso de su último viaje a Moguer, Juan Ramón se había movido cuanto había podido, hablando con distinguidos abogados amigos suyos, para que recomendaran su asunto a personas influyentes. Creía que Melquiades Álvarez o algún otro político famoso podría ayudarle a reparar la “injusticia” cometida con ellos por el Banco de España. Por fin, consiguió que defendiera el caso el conocido político Eduardo Dato. Pero éste, en el momento del juicio, delegó en otro abogado mucho más joven e inexperto. Por si fuera poco, no apareció la documentación aportada por los Jiménez, porque al parecer se había quemado en un incendio habido en las Salesas. Consiguientemente, el Tribunal falló a favor del Banco de España, y en contra de los Jiménez, y en particular en contra de Ignacia Jiménez, la hermana mayor, que aún conservaba algún capital. El fallo definitivo del Tribunal Supremo simbolizó, para Juan Ramón, la pérdida total de los bienes de la familia y la pérdida de la esperanza de aparecer ante la madre de la mujer que amaba como un pretendiente solvente.

Doña Isabel Aymar seguía tenazmente opuesta a la relación de su hija con el poeta, y Zenobia no quería disgustarla por su delicado estado de salud. Pero, de algún modo, quería mantener su relación con Juan Ramón, porque le había tomado cariño y porque, al fin, había encontrado una actividad que podía compartir con él: la traducción al castellano de la obra del poeta hindú Rabindranath Tagore, reciente Premio Nobel de Literatura. Al parecer, Zenobia leyó un libro de poemas en prosa del citado autor, “The Crescent Moom”, que había encontrado en el Instituto Internacional de Señoritas, y como le había encontrado algún parecido con “Platero y yo”, tradujo algunas de sus páginas para que las leyera Juan Ramón. Éste la alentó para que tradujera todo el libro íntegro, vertido al inglés por el propio Tagore, comprometiéndose a supervisar la traducción y a darle forma poética. Tal tarea exigía que hablasen con frecuencia, para lo que debieron ingeniárselas de mil modos y maneras: Le mando una carta para Zenobia —le escribió Juan Ramón a María Martos—. Le agradeceré mucho que se la dé esta misma tarde, cuidando de que la madre no la vea. Pero la carta fue interceptada, y Juan Ramón hubo de escribirle de nuevo: Ayer estuve un rato con Zenobia, en el Príncipe Alfonso, y, al rogarle que me permitiese verla como amigos, una vez por semana, me dijo que el mejor sitio era la casa de usted. Naturalmente, ella no se prestaría a arreglar la cosa; por tanto, le agradeceré a usted en el alma que lo arreglemos nosotros… Sencillamente, una reunión de amigos, a secas, después de las cinco. Yo llevaría libros y los leería. Pero, de fuera, sólo Zenobia y yo, ¿verdad?[184]

Antes de irse de veraneo a Burguete con su madre, Zenobia dejó listo para la imprenta el libro “La luna nueva” de Tagore, y como despedida, le dejó a Juan Ramón un retrato suyo y un vestidito de cuando ella era niña. Al partir, algo en su mirada le hizo creer al poeta que su amor era correspondido. E inmediatamente le mostró, por carta, su entusiasmo: Mientras ese tren —¡tan triste o tan alegre!— se la lleva a usted de mi lado, quiero acompañarla con estas pobres letritas que también caminan y caminan detrás de usted. ¡Ay! Zenobia, ¡de qué manera me ha robado usted el corazón! Es un decir, robado no, porque ¡se lo he dado yo con tanto afán!… ¡Qué cielo me ha abierto usted! ¡Gracias Zenobia, gracias, gracias! ¡Qué podría yo hacer ya en el mundo sin usted, a dónde iría que no me faltara el alma, con qué podría llenárseme estos ojos que la han tenido a usted tan dentro!… Me parece que en usted ha tomado forma esa mujer que siempre me movió desde la estrellas. ¡Yo le he soñado a usted tantas veces!… ¡Cuántos besos le he dado ya a su vestidillo de niña, y cómo lo he llenado de lágrimas! Y su retratito bonito me mira con esa risilla única, ¡y me vuelve loco! ¡De qué modo me gusta usted y cómo la quiero! Ya no me quitará usted esta dicha, Zenobia, no ¿verdad que no? Antes fui a mirar su balcón. Estaba oscuro y cerrado. ¿Cómo es posible, Señor, que con una mujer y una hija como su mamá y usted, su padre se quede ahí solo y las deje ir sin él? Adiós, Zenobia; no se olvide de la que ha sido conmigo desde anteayer, de este loco de amor que pasará la vida mirándole a los ojos, ¡que merece su cariño![185] Además, Juan Ramón había logrado que doña Isabel Aymar le autorizase a cartearse con Zenobia durante los dos meses de ausencia que le esperaban.

Juan Ramón pasó todo el verano en Madrid, aunque a veces iba a San Rafael o al Escorial, a visitar a Menéndez Pidal, Ortega y Gasset u otros amigos de la Residencia. Pero sobre todo escribe: traduce la “Vida de Beethoven” de Romain Rolland, para las publicaciones de la Residencia, y elabora el libro “Sonetos espirituales”, que terminará al año siguiente. Se trata de una suerte de cancionero de amor, de un amor que refleja el compromiso profundo y personal del poeta con una amada especial y que tiene que ver con la trayectoria de sus relaciones con Zenobia[186]. En la primera parte, titulada “Amor”, el poeta va sonriendo y fiel a su destino, mientras la última luz de la esperanza alumbre su camino. Vive de la bienaventuranza de un amor guardado, aunque temeroso de que la amada le quite la luz:

 

Sin ti, ¿qué seré yo? Tapia sin rosa.

¿Qué es a la primavera? ¡Ardiente, duro

amor; arraiga, firme, en este muro

de mi carne comida y ruinosa!

(Sonetos espirituales, 1, IV)

 

Por ello, pone su voluntad, con su armadura de dolor, de trabajo y de pureza, a cada puerta de la fortaleza, porque la pasión suele entrar con su amargura: Mas el dormir me ata con tus rosas, /y tú te entras cruel y desvelada, / por la puerta vendida de mis sueños. Al abandono de la amada el poeta opone la elevada torre de su divino pensamiento. Mas, ¿y si esta paz no fuera nada?… Todas las noches ella viene a sus sueños para decirle, dulce y quedamente, que es vano su empeño en echarla de su frente, como a una maldición. El poeta teme al amor carnal, adulto, y quiere mantenerlo puro, vigilante y despierto. Aunque a veces, llega al hastío:

 

¡Gracia a ti, mujer! Más tú me has dado

que merecí. ¡Capricho impertinente

del niño que creía en lo demente!…

… Pero estoy ya de agradecer cansado

………………………………………

¡Déjame! ¡Que se caiga todo junto,

tu conciencia y mi amor, en esta hora

que llega ya, vacía e infinita!

(Sonetos espirituales, 1, XIV)

 

No obstante, en su búsqueda del amor ideal, el poeta logra anular ese sentimiento erótico de su pasión, convirtiendo a la amada en “mujer celeste”: Tocada en blanco toda la hermosura/con que ensombrece la naturaleza, / te elevaré a la clara fortaleza, / torre de mi ilusión y mi locura (Sonetos espirituales, 1, XVI). El poeta reviste de blanco, símbolo de la pureza, la hermosura de la amada, situándola más alta que la hermosura de la naturaleza, a la que ensombrece con sus resplandores. Pero cuando el amor te deja en el olvido, / se truncan en cenizas esos fulgores, y el corazón, que parecía compuesto para siempre, queda, otra vez, hecho pedazos.

La segunda parte del libro, titulada “Amistad”, es más melancólica, porque el poeta no se siente correspondido en su amor sino con una simple amistad: Llegada la última, fuiste la primera. Tuvo el canto entre sus manos, y se le fue: Abrazado a tu lira, amigo, espera; / que en mayo, ella bajará a tu vida. Y la amistad de la amada le consuela y reconforta: ¡Clara amistad de limpia fuente y noble! Le ennoblece, le hace ser mejor, pero el poeta pide que torne el amor, aún con su dramática corona de espinas:

 

Otra vez, amistad, a mí has venido,

dulce, con todo el corazón abierto

como un panal… No sé si estaba muerto.

¡Sé que tú claridad ha revivido!

¡Torne el amor, y cíñame a la frente

su corona dramática de espinas

porque la adornes tú con la de rosas!

(Sonetos espirituales, 2, XXXVIII)

 

En la tercera parte del libro, “Recogimiento”, el poeta canta a su propia alma: Siempre tienes la rama preparada para la rosa justa. Ante el fracaso del amor, su tristeza se le hace divina, pero acaba casi en la nada:

 

Se entró mi corazón en esta nada,

como aquel pajarillo, que volando

de los niños, se entró, ciego y temblando,

en la sombría sala abandonada.

De cuando en cuando, intenta una escapada

a lo infinito, que lo está engañando

por su ilusión; duda, y se va, piando

del vidrio a la pintura iluminada.

Pero tropieza contra el bajo cielo

una y otra vez, y por la sala

deja, pegada y rota la cabeza…

(Sonetos espirituales, 3, XLIII)

 

Los brazos del poeta se levantan solos, en augusto poder, al vasto cielo, y de pronto, el niño reprimido en el poeta aparece súbitamente en la superficie de su conciencia, experimentando un raro momento de libertad y de alborozo:

 

El niño puro otra vez, el pensamiento

se me iba en lo más íntimo ocultando,

del ignorado corazón. Y andando,

andando, se me abría al sentimiento…

(Sonetos espirituales, 3, XLVIII)

 

Por un momento, el poeta ha superado el sentido de la opresión causado por la posibilidad de un amor humano, que anhela y teme, regresando a la niñez, a su pasado idealizado, todavía fuerte en su interior: La carne se me torna más divina, / viejas, las ilusiones encanecen / y lo que espero ¡ay! es mi pasado. (Sonetos espirituales, 3, LII). La voz del niño evoca el hermoso mundo infantil del poeta: ¡Voz de niño, más que el silencio yerta! Y el cuerpo, hecho alma, se enternece… La vida se desnuda, y resplandece la excelsitud de su bondad divina.