Octubre

Como todas las mañanas, al llegar al estudio, pregunto por teléfono:

—¿Hace el favor de decirme cómo está la señorita Lupe?

—Un poco mejor –contesta la voz de la doncella–. Dice que a qué hora vendrá usted esta tarde.

—A las seis… Muchos recuerdos.

Cuelgo el auricular. Hace ya un mes que se fue Leonarda y ni ocho días ha tenido Lupe de salud. Vuelvo a marcar.

—¿Señorita Alonso?

—Aquí es, diga…

—Necesito saber si podrá recibirme esta tarde.

—Espere un momento…

Oigo los pasos de la muchacha que se alejan… Luego otros más enérgicos y la voz un poco ronca de mi amiga la abogada.

—¿Quién es?

—María Luisa Arroyo.

—¡Ah, eres tú! ¿Te pasa algo?

—Sí… tengo que hablarte de un asunto profesional… ¿A qué hora te conviene?

—Ven a las cinco.

—Hasta la tarde entonces.

—Hasta la tarde.

Golpea la lluvia los cristales del estudio en furioso chaparrón otoñal, y miro a la calle. Aún están los árboles cubiertos de hojas, pero las aceras brillantes de lluvia y las gentes que pasan deprisa bajo sus paraguas, dan a la ciudad la apariencia de un día de invierno, como anticipo triste de la próxima estación… Me estremezco en el estudio, aún sin calefacción ni alfombras, y también mi sangre y mis huesos sienten la proximidad de días lúgubres y largas noches heladas…

Por la tarde, mientras me visto para salir el traje de lana que acaba de mandar el sastre, el pálido sol de lluvia arranca chispas de luz de los frascos del tocador… ¡Qué delgada estoy! Hasta ahora he sonreído a la imagen ambigua que el espejo me devolvía… un algo de chico, otro algo de mujer… creo que dentro de poco pareceré un hombre definitivamente, un hombre flaco y feo…

Rosarito me recibe en el despacho, con aire de estar en funciones de su carrera.

—Cuenta…

—Poca cosa… Quiero divorciarme…

—¿Tienes motivos justificados… o justificables…?

—No…

—¿Entonces?

—Verás… Tal vez conviniera que habláramos largamente… que me confesara un poco contigo de mis propias culpas y de mis propias desgracias…

—No hace falta… ya sé.

Miro a Rosarito, y veo en sus ojos que lo sabe todo… Me alarmo.

—Es que yo no creo haber hecho ostentación, ni dado motivos…

—Siempre creéis eso… En primer lugar, tu aspecto… Además, te conozco hace cinco años, conozco a tus amigas… Me he cruzado con tu coche más de una vez en la cuesta de las Perdices… aunque tú, muy entusiasmada con la compañía, no me hayas visto… y hace poco encontré a tu marido en un café con una señorita… Y como una es abogado y tiene que pasarse la vida atando cabos… Voilá.

—Sí… pero tú habrás creído que yo soy una loca… Tú no sabes nada de mis luchas… la equivocación de toda una vida…

—Vamos a salir… ¿Has traído el coche?

—No; como es Lupe quien conduce y está enferma…

—Bueno; iremos en el mío… daremos una vuelta por ahí y hablaremos, si te parece.

Rosarito tiene su coche junto a los jardines de la plaza, paralelo a otros que también esperan a sus dueños, cerrados los cristales y lavados por la lluvia. Abre la portezuela con llave, tomo asiento a su lado, y pone en marcha el motor.

El Retiro está triste y solitario en este día lluvioso… Yo hablo sin mirar a Rosarito, que tampoco me mira, y esto me da más valor para decir y a ella más libertad para contestar… Le hago un relato somero de mi vida y termino:

—No ha sido culpa mía, si a pesar de todos mis esfuerzos no he podido adaptarme a una vida normal…

—Y has perdido bonitamente el tiempo –contesta Rosarito–. Realmente eres tú un caso… Porque siendo hijos de un hombre y una mujer… aunque unas veces funcione mejor la parte del cerebro que nos legó nuestro padre… hay otras que es toda la feminidad de nuestra madre quien manda…

Sobre esto mi amiga tiene ideas personales que no son enteramente las mías pero que no se las discuto…

—Bueno –continúo–, pues todo esto iba a que después de la escena de separación de cuerpos (que dirás tú en lenguaje profesional), él nunca ha tenido nada por ahí…

—¡Bah! –dice Rosarito, incrédula.

—Pues… lo juraría. Es un caso excepcional también este hombre… Naturalmente al verse solo ha encontrado a una mujer… y yo que un día le pedí mi libertad, ahora se la quiero dar a él…

Está parado el coche cerca de El Ángel Caído, y contemplamos los árboles que comienzan a amarillear y el suelo cubierto de hojas húmedas…

—¿Tienes frío? –me pregunta Rosarito–. Porque si no podríamos bajar el cristal.

Lo baja, y el olor de otoño, olor de búcaro, de humedad que fermenta en rincones encharcados donde mueren las últimas rosas, entra en el coche…

—Está poética la tarde –comenta mi amiga–. Pero… me parece que tú estás triste…

—No… es la estación… Siempre me pasa igual… Me parece que por dentro me brotan flores en la primavera, y se me muere algo en todos los otoños… Y pasa que el otoño lo siento más cada vez… porque va estando más en armonía con el curso de mis años…

—¡Si estás muy joven!

Eso se dice siempre… pero yo me he mirado al espejo esta tarde… Miro el reloj. Las seis menos cuarto, y ya es casi de noche…

—Tú me dirás lo que tengo que hacer…

Me explica los trámites a seguir y quedo en volver a su casa al otro día. Rápidamente salimos del Retiro, y en menos de dos minutos me deja en la puerta de Lupe. Llego puntual. La madre me recibe moviendo la cabeza disgustada.

—Sigue así… se ha vestido y se ha vuelto a echar… no acaba de ponerse bien.

La encuentro sentada en la cama, con la crencha de su cabello rebelde sobre la frente y el rictus amargo de su boca aún más pronunciado.

—¿Cómo te encuentras?

—Mejor… Hay carta de Leonarda. Tienen muchos éxitos… Ya han hecho Oslo, Berlín… van a Viena…

La habitación está en sombras, apenas iluminada por una lamparita de leer en la cama… Hablo de mi divorcio, de Rosarito, que ya estaba enterada…, que nos ha visto en el coche…

—¿Ves? –dice Lupe–. Eso a mí no me gusta… Tu le habrás dicho que es mentira… hay que negarlo siempre, luego todos son chismes…

—¡Qué poco me quieres! –digo tristemente.

—¿Poco? Mucho más de lo que yo quisiera… Eso de querer me ha dado siempre mal resultado… ¡Se sufre mucho!

Volvemos a hablar de mi divorcio y Lupe se echa en la cama para oírme… Solo se incorpora cuando digo que me voy.

—Son las ocho… Siempre tiene que retrasarse la cena por mí.

Lupe se ha sentado en la cama y contempla el suelo con sombría tristeza.

—Oye… ¿no te ha dicho nunca si me quiere?

—¿Quién?

—Leonarda… A ti te habrá dicho algo… Dime… te ha dicho que me quiere… o que no me quiere ya…

Hay un extravío en su mirada, una obstinación en su frente, una angustia en la expresión de sus ojos, que no me atrevo a decir lo que se me ocurre.

—No sé… a mí no me ha contado nada.

—Sí… Algo te habrá dicho… Dímelo… ¡O es que me ha dejado de querer del todo!

Vuelvo a mi casa… En mi corazón se han hecho hoy amarillas todas las hojas del otoño…

Jorge y yo hablamos un momento en la mesa.

—Me ha dicho Rosarito que el divorcio de mutuo acuerdo es el más discreto y conveniente… no hay que alegar nada, no hay que echar culpas de uno a otro, es más rápido y menos molesto…

No me contesta. Cuando vuelve a su cuarto da un portazo violento. Pues, ¿qué quería? O, ¿es que no sabe lo que quiere?

Siguen los días de lluvia y he decidido, una vez más, no ver a Lupe. Pinto sin descanso, apurando la última luz de la tarde, y levantándome cuando comienza el día, fumo cigarrillos y espero… ¿qué? Espero a Lupe a quien no he visto hace dos días, la espero sin decírmelo… Al contrario. ¡Si no quiero que venga! ¡Si no quiero verla más! La prueba ya está hecha. Yo quería saber lo que sería Lupe para mí lejos de Leonarda… Ya lo sé.

Otro día de otoño. Pero este, risueño, lavado con las lluvias de días anteriores, fresco, dorado, alegre, como una reminiscencia de los días del verano… Sentada en el sofá del estudio disfruto de la paz del día. Un día más… Si pasan ocho sin ver a Lupe, ya sé que estoy curada.

Entra la muchacha y me da una carta… ¡Nueva York! Es de Carmenchu que se fue en la primavera con una beca…

«Vente a pasar un par de años. Aquí tienes mucho ambiente. Pintarás como en España y ganarás diez veces más que allí. He hablado con varias familias y están deseando que vengas a inmortalizar la infancia de sus pequeños… Decídete».

Suena el teléfono. Es Rosarito. Hablamos.

—Si tu marido se pone en plan de callar y dar portazos, se impone un viaje…

—Justamente ahora mismo recibo carta de Carmenchu… Me dice que vaya…

—Y yo también te lo digo… Vete. El abandono del hogar conyugal es motivo más que suficiente de divorcio… y puesto que tú renuncias a su ayuda económica…

Vuelvo a leer la carta de Carmenchu… y suena el timbre de la puerta… ¡Es Lupe! ¡Todas las campanas de mi alma tocan a gloria!

Lupe, mimosona, risueña, se deja caer a mi lado, se aprieta contra mí, y con la cara muy cerca de la mía dice:

—No… no me digas nada… ¡Si tienes razón! Yo no debí preguntarte a ti… lo que te pregunté. A nadie se lo debo preguntar, pero a ti menos que a nadie…

Como siempre, el tono de sus explicaciones, me hiere más hondo que el origen de ellas…

—No hablemos más de eso… me volverías a hacer sufrir como siempre… no. Vamos a hablar de otra cosa…

—¿De qué? –me pregunta sobresaltada temiendo represalias.

—De nada terrible –le acaricio su cabecita rizada mientras digo– ¿Qué te parecería si nos fuéramos a América?

—¿Qué? ¡A América…! Yo no. Figúrate… yo sí querría ir contigo… pero no puede ser. Ya ves, tengo mi familia… mis padres… ¡Imposible! Yo no los dejo por nada ni por nadie… No sabes tú cómo somos en mi casa… No podría vivir lejos de ellos… Pero ¿qué idea te ha dado?

Le cuento lo que me ha dicho Rosarito y le muestro la carta de Carmenchu…

—¡No me atrevo a aconsejarte! Ya ves si siento yo que te vayas… ¡pero tienes que irte sola…! Por mi parte no te diré nada…

—Sin embargo me debo ir… Es el solo medio de conseguir el divorcio… Necesito pasar unos años fuera de aquí… Además me conviene hacerme un nombre en América, ganar dinero…

—Y, ¿por qué en América? ¿Por qué no en París? ¡A París sí te acompañaría! Leonarda va a ir ahora a París a dar tres conciertos… luego van a Bruselas y al mes que viene vuelven otra vez a París…

Comprendo que la razón de que yo me vaya a París es tan formidable que no puede discutirse… Lupe habla ya toda la tarde de París, del barrio Latino, de los boulevares, de los sitios frecuentados por ella y Leonarda cuando iban las dos a dar conciertos…

El estudio se ilumina de sol de otoño y de alegres recuerdos… Lupe se ha olvidado de su familia a quien hace un momento no podía dejar.

—¿Y tu familia? ¿Cómo consentirá que te vayas sin motivo que lo justifique? ¿Cómo podrás vivir sin ella?

—Mujer… es distinto quedarse en Europa. También lo estaba cuando nos íbamos Leonarda y yo dos o tres meses por ahí…

Tomamos el té haciendo proyectos… Yo admito lo que me dice sin discutir… Ella está contenta, y a mi pobre corazón friolento le ha visitado el sol de su risa… ¡París, sí, París! Iremos a París porque Lupe quiere… viviremos en plan de bohemios, iremos a comer con Leonarda y Rosa María en los restaurantes baratos del barrio Latino… ¡Tarde de esperanzas, de recuerdos que solo son de Lupe, pero que yo adopto por míos, como a los hijos de la mujer amada…!

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