El señor juez

Aconsejó el médico los baños de mar para mí y los de un balneario del norte para mamá.

¡Y esta vez sí que vi el mar! Mis ojos se saturaron de horizonte marino, verde o azul, misterioso, sobrenatural, sereno y espantable como un Dios todopoderoso y terrible… Mi corazón se apretaba un poco y sentía deseos de llorar…

Llovió mucho en aquella primera semana de baños. Mamá, encerrada en el cuarto de la fonda, rezaba el rosario y lloraba sobre sus diez enfermedades, todas mortales de necesidad, porque ahora les había añadido esta atroz coletilla.

Yo, entretanto, visitaba todos los rincones del jardín húmedo, y hasta me atrevía a cruzar la verja y a salir a la alameda de árboles altísimos, solitaria y triste en los días de lluvia, con la gruta encharcada donde caía un hilo de agua ferruginosa… De pronto me asustaba de estar sola y volvía al jardín, al columpio colgado de un árbol corpulento, al gallinero, a la despensa… Esta última había sido un feliz hallazgo.

Consistía en una casamata de madera, apoyada en el paredón del jardín vecino detrás del hotel, donde los dueños guardaban los comestibles. Allí había pellejos de vino, bacalaos, jamones, sacos de arroz y garbanzos. Un día encontré la puertecilla abierta y me colé dentro…

Olía a humedad y a bacalao… En una estantería con botellas vacías y llenas de telarañas, encontré un libro carcomido, de pastas rotas y mohosas, que se titulaba «El frac azul» y empezaba así: «Si tenéis un frac azul con botones dorados, tiradle, no le guardéis. Por tenerle yo me sucedieron infinitas desgracias que os voy a referir en este libro. Hace más de veinte años…».

Y comenzaba una relación, hecha con letra gruesa y párrafos largos, en que el autor se enamoraba de una dama, vestida de terciopelo color albaricoque, y, que, según decía, era bella como un serafín… En las ilustraciones no era tan guapa ni la mitad siquiera, pero indudablemente esto era debido a que salió mal en los retratos y yo no dudé ni un momento de la hermosura sin par de la bella Elvira…

Leyendo estaba sentada en [un] viejo arcón y con el libro sobre la mesa, en la que el dueño de la fonda echaba sus cuentas, cuando oí hablar cerca de mí. Era al otro lado de la pared y subida en el arca pude llegar hasta un ventano desde el que se veía el jardín vecino…

Allí, en lo alto de la tapia que separaba este jardín de otro inmediato, estaba sentado un muchacho de catorce a quince años y hablaba mirando abajo, donde una niña, poco mayor que yo, de pie en el suelo del jardín le contestaba.

—… yo te veía y ni siquiera te volviste a mirarme –decía el muchacho.

—Estaba distraída… como iba con mi primo –contestaba la chica haciendo monerías.

—Ya lo vi… siempre vas acompañada de alguno…

—¡Claro! Tengo yo mucho miedo…

—¡Pobrecita! A ver si te comen… Hay muchos tiburones en la playa y muerden a las niñas…

¡Me pareció un diálogo sublime! Escuché hasta el fin palpitante de emoción y me prometí no perder ni una tarde la deliciosa cita… Pero vinieron días de sol y mamá me reclamaba para ir a la playa:

—¡María Luisa, hija! ¿Dónde estás?

La playa era una sinfonía constante y maravillosa que me exaltaba, sacándome de la vida y del mundo conocido. Lo único desagradable era el baño frío por la mañanita de la mano del bañero, con calzones de franela y chaqueta de hule, que me obligaba a zambullir la cabeza dos o tres veces en el agua…

De mi indumentaria estaba francamente satisfecha este año. Mamá me había hecho tres blusitas camisero, con puños, gemelos y chalina negra.

Estas camisas con falda gris o negra componían mi alivio de luto y me daban un aire, en mi extrema delgadez y desgarbado crecimiento, un poco andrógino, que me encantaba sin saber por qué.

Yo, en el fondo, compadecía a mamá siempre aburrida en la playa, en el jardín del hotel o en la habitación… Fuera de esto únicamente había visto la alameda donde la gente paseaba a la caída de la tarde y el café de Castilla… Pero ¿qué sabía ella del pinar, del rincón donde los patos se bañaban, del pasillo entre dos vallas por donde era preciso pasar para salir al prado de las vacas, de la despensa oliendo a bacalao y a humedad, del ventano desde el que sorprendí el divino idilio?

Decididamente las personas mayores se aburren muchísimo porque no sienten curiosidad por los rincones y los lugares que están detrás de las casas, ni se atreven a aventurarse por los sitios difíciles… justamente los que más me gustaban a mí, que me perecía por pasar de un hotel a otro subida en la verja por el borde de la tapia…

Cuando mamá juzgó que había tomado bastantes baños y me había saturado de brisa yodada para todo el invierno, fuimos al balneario donde ella haría su novenario de aguas.

—¿Y ya no veremos el mar hasta el año que viene? –pregunté tristemente.

—Ya no.

No dejé de mirarlo desde la ventanilla del tren hasta perder de vista el último trozo de agua plateada entre dos montañas.

El balneario estaba al otro lado del río que la fonda, y mamá cruzaba el puente varias veces al día. Primero, por la mañana para darse el baño, del que volvía muy abrigada para meterse en la cama a sudarlo, según decían todos. A las once, a tomar dos vasos de agua, y luego a las cinco y otra vez a las siete.

Yo no iba con ella y generalmente me quedaba en la terraza del hotel, donde otras chicas de mi edad se daban tono imitando a sus madres y hablaban de sus criadas, del colegio de las Madres, del landó que había comprado su papá…

Me aburrí pronto de su compañía y me dediqué a buscar aventuras por los alrededores del hotel que por la entrada de la carretera tenía dos pisos y por la parte del río cinco. En el fondo del valle estaba la cochiquera y una gorrina con once gorrinitos gruñones y rosados, y allí conocí a Rufa, una pobre chica más pequeña que yo pero que sabía el nombre de todos los árboles de la orilla del río:

—¿Ves aquel arboluco del puente? Es un nogal y tiene nueces bien buenas… Por las hojas se conoce si las nueces son dulces o no… Aquellus son castañus… yo me sé unu como las mismas mieles…

A la gorrina la llamaba chona, y a los gorrinos chonucos… Conocía todos los manantiales del pueblo y sabía cuál daba dolor de barriga y cuál era más fresca que los mismus yelus.

Por ella conocí a Teresuca y a Marichu y a Julianuca la del herrero, y con ellas bajé una tarde al peñasco del castillo, donde había una gruta de cuando los moros, y un agua que ni el rey la bebía más fina…

Íbamos las cuatro hablando de esto cuando vimos a unos chicos que venían hacia nosotras.

—Yo no sigo –dijo Julianuca–. Vienen esos y no será nada buenu

—Ni yo tampoco…

—Anda, ¿y porque vengan esos chicos no vamos a bajar a la fuente? Pues, ¿qué nos van a hacer?

Na buenu –dijo Teresuca con su experiencia campestre.

Yo repetí que no nos podía pasar nada porque ellos eran tres y nosotras cuatro y si nos querían pegar nos defenderíamos…

Algo remolonas y desconfiadas siguieron con Rufa y conmigo hasta llegar al manantial, que estaba a la entrada de una cueva, a donde nos asomamos y me pareció como un palacio encantado…

—¡De cuando los moros! –repetían las chicas.

Pero no, aquello no lo había hecho nadie sino que era obra de la propia naturaleza y yo lo había visto en una ilustración de mi libro de Geografía con un letrero debajo: «Cueva con estalactitas y estalagmitas».

Los chicos se acercaban riendo y diciendo suciedades…

—¡Vámonos! –dijo Rufa.

Pero yo no quería irme hasta llenar la cantimplora que me había dado mamá… y los chicos venían hacia mí, siempre riendo, con una risa que les estiraba las comisuras de la boca cínicamente…

—La señorituca es más finústica por dentro –dijo uno levantándome la falda que yo no podía defender, ocupada en llenar la cantimplora.

—¡Vete! –grité.

Ya otro había deslizado sus manos ásperas por mis muslos y trataba de meterlas por la boca de los pantalones… Me defendí a patadas… y le tiré a la cabeza la cantimplora llena de agua; luego corrí, corrí perseguida por los chicos hasta las primeras casas de la carretera y llegué a la fonda temblorosa y asustada…

Mamá, que estaba en la terraza con otras señoras se enfadó al verme llegar con la blusa rota y sin la cantimplora.

—Se acabó el andar por ahí como un chicazo… No te vuelves a mover de la fonda. ¿Has oído?

Bueno, bueno ¡si yo tampoco quería! El susto que me habían dado los chicos no me dejaba con deseo de volver a separarme del hotel.

Mi madre se había hecho amiga de unas señoras viejas que tenían un hermano tan viejo como ellas, y que, según me decía mamá, eran unas santas… ¡Las pobres! Cuando eran jovencitas (pero ¿aquellas señoras habían sido jovencitas?) se arruinaron y no podían pagar la casa donde tenían la tienda de calzado… Pues ellas dos aprendieron el oficio de bordadoras, y todas las noches, luego de cerrar la tienda, cada una bordaba el escudo de una sábana, por el que les pagaban en el almacén de ropa blanca diez reales, un duro entre las dos, que era lo que valía el alquiler de la zapatería… No se habían casado por no separarse…

—¡Son muy feas además! –decía yo.

—¡Hija, qué tonta eres…! No son feas, es que se les han caído las pestañas de tanto bordar… Ahora son muy ricas y tienen una fábrica de calzados y más de diez sucursales en la provincia.

Otros amigos de mamá eran un matrimonio con una hija y una sobrina. Estas dos señoritas bailaban sevillanas y cuando no se acordaban de una figura la ensayaban en el pasillo, mientras su papá y su mamá tocaban las palmas. Mamá las miraba pero no aplaudía.

También hablaba mucho con mi madre el señor juez. Yo no sé cómo se llamaba y todo el mundo le decía el señor juez. Estaba solo, sin familia, y era gordo y con la barba en punta y muy negra, pero las dos hermanas bordadoras decían que se untaba tinta.

El señor juez me quería mucho y constantemente me llamaba para decirme que era una chica muy salada.

—¿Quieres ser mi novia, paloma? –me solía preguntar.

Y a mí me daba mucha vergüenza y no sabía que decir.

—Ya ves… estoy solito, sin nadie que me quiera… ¿vas a ser mi novia? ¡Di!

—Bueno –dije por complacerle… ¡A tantas preguntas estúpidas obligan a contestar las personas mayores…!

—Pues si eres mi novia, pasearemos juntos, tomaremos juntos el café, jugaremos al billar juntos… Mira, ven conmigo, te voy a enseñar…

En la sala de billar había otros señores haciendo carambolas y el señor juez les dijo que yo quería aprender, lo cual les pareció una cosa peregrina.

—¡Qué ocurrencia! Pues nada, que aprenda… Ahora les ha dado a las mujeres por imitarnos…

Y todos se pusieron a explicarme cómo tenía que sostener el taco, cómo debía mirar a la bola… dónde se apuntan los tantos… Yo escuchaba atentamente y seguía sin vacilar sus indicaciones, poniendo tanto cuidado que tuve la habilidad de hacer una carambola al poco rato.

—Chica, ¡qué lista eres!

Los tres estaban entusiasmados y yo también lo estaba. Aquello era fácil y divertido, y el golpe mate y suave de las bolas de marfil al chocar unas con otras me producía un placer nuevo… Hasta medio día jugué con aquellos serios varones que aseguraban no haber conocido una chica más lista y más seria.

—Y mona que es la chica –dijo uno–. Vean ustedes que escorzo presenta al estirar el brazo. ¡Un encanto! Está en esa edad equívoca en que la niña, al hacerse mujer, se asemeja al muchacho…

Al otro día a la hora de la siesta bajé a jugar al billar con aquellos señores y le dije luego a mamá que les había ganado a todos, aunque no era verdad.

Dos o tres días duró esto. Luego, una tarde me encontré solo al señor juez en la sala de billar, porque los otros señores habían terminado su cura de aguas y se habían ido a la estación en el coche de las dos.

—Hoy jugaremos nosotros solos –dijo el señor juez.

Comenzó él y al pasar a la pizarra me besó cariñosamente.

—Ahora tú, hermosa.

Y cuando hice mi jugada pasó junto a mí y volvió a besarme.

—¡En los ojos, que los tienes muy bonitos! –dijo, mientras me los besaba.

Jugó otra vez y otra vez los besos… Estaba muy encarnado y respiraba jadeante, echándome a la cara su aliento desagradable. Cada vez le importaba menos el juego y más yo. Al fin, me cogió contra la pared y aplicando sus labios gordos a los míos me besó ávidamente, metiendo casi su boca entre mis dientes, al mismo tiempo que su lengua gorda y repugnante buscaba la mía hasta casi asfixiarme… y su cuerpo se aplastaba contra mi pecho, y una pierna se incrustaba entre las mías…

—¡Mamá! –pude gritar con el terror de algo espantoso…

El señor juez se apartó un momento, con una risa obscena que le crispaba la cara… Yo pasé debajo de la mesa y huí loca, escalera arriba, hasta la habitación donde mi madre dormía la siesta… Cerré la puerta con llave y me senté en una silla con la cabeza vacía, temblorosa y asqueada en terrible náusea… Mamá se sentó en la cama:

—María Luisa, ¿te pasa algo? ¿Por qué has subido ahora? ¿No sabías que estaba durmiendo?

Yo no podía contestar. Era tanto el asco y el temblor que mis dientes castañeteaban.

—Contesta, niña –seguía mi madre–. ¿Es que te ha pasado algo?

Acabó por levantarse y al verme temblar se asustó.

—¿Qué te ha pasado? ¿Tienes fiebre? Pero ¡contesta, hija!

—Es… es… que el señor juez…

—¿Qué?

—Me besaba… me besaba…

Mamá abrió las maderas entornadas del balcón para verme bien.

—¿Qué? Dime hija –preguntó con la cara trastornada.

Como pude conté el incidente y mamá decía en todas las pausas:

—¿Y qué más? Di…

—Ya no hay más…

—Dime la verdad, hija… Dímelo todo… Qué más te ha hecho ese canalla… Di…

—Pues eso… Luego me escapé…

—Pero ¿no ha sido nada más?

Por lo visto, mamá quería que me hubiera comido la lengua porque todo le parecía poco.

Aquella tarde no me separé de mi madre que bajó y subió varias veces a la habitación y pidió hablar con la dueña de la fonda, lo que hizo tan callandito que no entendí nada. Por la noche, después de cenar, me acosté como de costumbre y mamá no bajó al salón, sino que se quedó a mi lado escribiendo cartas.

Ya empezaba a dormirme cuando entraron las señoritas que bailaban sevillanas y las dos hermanas bordadoras, que hablaron con mi madre haciendo muchos aspavientos.

—¡Dios mío, doña Juanita, hemos sabido lo del señor juez! Pero ¿es posible?

Yo me hice la dormida mientras mamá repetía lo que yo le había contado y también a esas señoras les parecía todo poco.

—Y… ¿nada más? ¿No ha sido más?

—No, señoras… Afortunadamente nada más… Tendría miedo por si entraba alguien.

—¡Jesús, qué hombre! ¡Es un sátiro! ¡Qué horror! Y menos mal que no la ha desgraciado para toda su vida… ¡Pobrecita!

—¡Figúrense ustedes si mi marido hubiera estado aquí! Que ocurre una barbaridad es seguro… Y que la niña es una inocente… ¡Una inocente absoluta! ¿La ven ustedes tan mayorzota? Pues no sabe nada… Como nunca ha salido de mis faldas…

Con los ojos cerrados me sentía contemplada por aquellas señoras, y dada ya al olvido la sucia boca del señor juez, estaba satisfecha de haber adquirido tal importancia.

Al otro día fui con mamá al baño y tomé el desayuno en la habitación mientras mi madre hacía reposo envuelta en mantas…

—Yo quiero bajar a la terraza.

—No digas tonterías… ¿no has visto lo que pudo pasarte ayer?

Mis ideas en esto no estaban claras. Lo que me pasó, sí, pero lo que pudo pasarme… El señor juez estaba levantado y yo también, y era solo en la cama donde pasaban ciertas cosas… además, eso de que me iba a desgraciar para toda la vida… Sin embargo, no me atrevía a pedir explicaciones.

Comenzaba a aburrirme cuando vino una de las hermanas del baile con noticias. El señor juez acababa de marcharse con sus maletas. Se habían reunido todos los señores del hotel y el dueño le había rogado que se fuera…

Me parece que también mamá estaba muy hueca de la importancia inesperada que acababan de tomar nuestras personas. Habló un rato con la señorita y me dejó bajar con ella a la terraza.

Entonces me di bien cuenta de que yo era alguien… Todos los que tomaban el desayuno en las mesitas se volvieron a mirarme y oí decir:

—Es esa… Esa es…

—No es guapa –dijo uno–, pero tiene no se qué de picante la criatura… ¿No lo notan ustedes?

—Es verdad. Es verdad…

La señorita que me acompañaba también iba huequísima de llevarme de la mano y no me soltó en toda la mañana… Allí, en un banco, bajo el toldo, el hermano de las zapateras me contemplaba sin decir nada y sin perderme de vista un momento… Era un señor muy callado…

Pero, a la hora de la siesta, cuando todo el mundo dormía en su habitación, él vino a la nuestra:

—De modo que el señor juez… ¡Caramba, caramba! ¿Qué tiempo tiene la niña? ¿Doce años nada más? ¡Es monísima!

—¡No! –protestó mi madre–. Nada de mona. Es feucha, porque ha sacado lo peor de su padre y lo peor mío. ¡Pero es una inocente! ¡Si no fuera tan chicazo!

—¡Pues eso… pues eso! –dijo el señor con la misma risa obscena que había yo visto en la cara del juez–. ¡Eso es lo que tiene gracia! Dentro de dos o tres años tendrán ustedes que casarla, porque si no será un peligro…

—No lo veo –contestó mamá de mal humor–. Al contrario, creo que será difícil que encuentre marido, porque no somos ricos y no es guapa…

—Ya verá usted, ya verá usted –insistió el señor–. Ya nos veremos entonces… porque ustedes han de seguir viniendo por aquí ¿no es eso? Yo no soy viejo, y tengo un capitalito y… ¿quién sabe? Vaya, pues me alegro que ya estén ustedes tranquilas… Me voy porque mis hermanas me echarán de menos… ¡Son más pesadas las pobres…!

Y se fue. Mamá me dijo asustada:

—No te acerques a ese señor. ¡Cuidadito! No vaya a pasar como con el señor juez… ¡Válgame Dios, qué hombres!

Pero no hubo caso. Las hermanas volvieron la cara cuando mamá les habló en la mesa y demostraron que ya no querían nada con nosotras. ¡Habían advertido la afición que le estaba entrando a su hermano por mí! Al otro día, ya no los vimos. ¡Se habían ido sin acabar los baños!

Oculto sendero
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