El pueblo de papá
Mamá se había impuesto, tal vez, el deber de civilizar aquel pueblo llano de la provincia de Ávila, donde vivía el abuelito, que era el padre de papá, y donde tenían fin y remate nuestros veraneos.
Para ello recurría a todos los medios. Desde aconsejar a las mujeres en la crianza de los chicos, amortajar a los críos que morían todos los años en la época de la siega, como si allá en el cielo también se llenaran las trojes de almitas blancas y repartir gratuitamente pan y carne a los pobres los domingos. Y como había algo que aún necesitaban aquellas gentes más que la carne y el pan, también mamá se preocupaba de ello y, con el pretexto de tonificar a la gente menuda, convencía a las madres para dar a los chicos un novenario de duchas, que los dejara limpios como una patena.
Si las madres estaban conformes lo resolvía ella misma. A las siete de la mañana, subida en un banco de la cocina, vertía una regadera de agua fría sobre la cabeza de cada una de las víctimas… a las que yo daba ejemplo siendo la primera que recibía la terrible lluvia helada.
La segunda era Lucrecia, la hija de la asistenta, que también estaba obligada a dar ejemplo y ofrecía su flaco cuerpo moreno, como valeroso espectáculo, a las otras chicas del pueblo… Porque siempre eran chicas las que venían a casa pues mi madre no admitía promiscuidades.
—Esto es muy sano –repetía mi madre desde lo alto del banco de madera–, cría a las chicas fuertes y no cogen catarros…
Como esto era una cosa que se podía comprobar muy pronto y las chicas se acatarraban todas en los primeros días, a los tres o cuatro se aclaraban las filas y antes de los nueve solo quedábamos Lucrecia y yo para las que no se fijaba término en la cura de aguas.
Con esto mi acostumbrado despertar feliz se oscurecía algo. Cuando yo abría los ojos ya mamá esperaba armada de regadera, y desde la cama caliente había que saltar al baño de cinc, y, entre temblores y tiriteras, recibir los cinco irremediables litros de agua fría… Luego, Deogracias, la asistenta echaba una sábana sobre mí y me volvía a la cama, a donde llegaba a los pocos minutos otro paquete conteniendo a Lucrecia, que asomaba su morrito morado entre los pliegues de la sábana.
Mamá y Deogracias, ya en plan de actividades mañaneras, nos ponían un caramelo en la boca a cada una, y se iban a limpiar la capilla de la Virgen de los Remedios y a poner aceite a la lámpara. Era una hora de ir y volver a la ermita.
La puerta de la casa se cerraba con gran estrépito y Lucrecia y yo nos quedábamos solas, tiritando todavía. Solas del todo no. En una alcoba, pared por medio de la nuestra, estaba el abuelito roncando aún, lo que a Lucrecia y a mí nos hacía reír muchísimo…
Algunas veces, el calorcillo, que comenzaba a invadirnos, iba sumiéndonos en un dulce sueño, pero otras charlábamos sin descanso, aunque esto iba siendo más difícil cada año, porque Lucrecia ignoraba lo más elemental de mis pensamientos, lo que me irritaba contra ella.
—En el parque de tía Teresa… –comencé a decir.
—¿Qué es un parque?
—Un jardín muy grandísimo… que no se acaba nunca. Pues había un tigre.
—¿Qué es un trigue?
—Un animal muy grande que se come a la gente…
—¿Cómo un toro?
—No… y también había jabalíes que son como cerdos con colmillos muy largos…
—¡Mentiras que tú cuentas!
—No son mentiras… En Madrid hay una casa de fieras… ¡a ver si también es mentira…! Y hay muchos monos, y yo vi en Bilbao unos monos que bailaban…
También Lucrecia ignoraba lo que eran monos, y lo que era un circo, y nunca había visto un loro ni un mirador de cristales, y negaba hasta la arena de la playa… ¡qué chica!
Acababa por volverme de espaldas a ella, muy enfadada… Luego he averiguado que la conversación es un cambio de alusiones, por lo que es difícil y poco gustosa entre gentes de vidas y ambientes totalmente distintos.
Sin embargo, Lucrecia sabía más que yo de todas las cuestiones vitales. Ella sabía cuando se sembraba el trigo, cuando era la época de dar las huebras a la tierra y las vueltas que se había de dar a la parva…, y otras cosas también…
—La Macaria se va a casar –me dijo un día.
—Bueno –a mí todo eso de casorios me tenía sin cuidado.
—La tien que casar de toas las maneras porque va a tener un chico…
—¡Huy! ¿Y cómo puede ser eso?
—Anda, qué tonta… porque sí…
Y se reía con una risa cínica completamente inexplicable.
—Pero ¿cómo le van a traer un niño si no se ha casado?
—¡Entoavía no sabes na, tanto como dices que sabes!
Yo no había pensado nunca en el origen humano y admitía sin ponerlas en duda las explicaciones de mi madre. Dios manda los chicos a los matrimonios… y los niños vienen de París…
—Pues en Madrid… –comencé diciendo.
—En Madrid y en toos los laos –dijo Lucrecia–, los niños los llevan las mujeres en la tripa… Ya ves mi hermana Lorenza… Pero a ver si dices que te lo he dicho yo…
No, no; yo no diría nada.
La revelación me produjo disgusto y malestar. En días sucesivos Lucrecia fue completando mis conocimientos, que no llegaban a ser claros, tal vez porque tampoco lo eran los de ella… De todos modos me causó profundo desagrado saber que yo había estado dentro del vientre de mamá, y que mi padre y mi madre tenían a espaldas de todos una vida insospechada y repugnante…
Dejé pronto de pensar en ello, porque la actividad de mis juegos ocupaba todo mi pensamiento. Capitaneaba yo una tropa de chicos y chicas, los más malos del pueblo, y habíamos descubierto por entonces, que una cuesta muy pendiente del camino del caño se bajaba a maravillas, dejándose deslizar sobre una tabla, apoyando en ella las rodillas y las palmas de las manos…
En este deporte pasábamos las últimas horas de la tarde, y muchas veces rodábamos la cuesta, sin tabla que nos defendiera, desollándonos las manos y las rodillas… Yo había perdido trozos de piel y la sangre me pegaba los calcetines a las piernas. Por la noche, al desnudarme, apretaba los dientes para que mamá no oyera mis quejas, que me hubieran valido el castigo de no salir de casa al día siguiente.
Lucrecia, que era mucho más apacible que yo, y solo por afición a mí tomaba parte en mis juegos, me decía reflexiva:
—Pero digo yo que por qué serás tan mala… ¿Toas las chicas de Madrid son como tú?
Y yo no sabía que contestar.
Una tarde al volver a casa con Lucrecia, casi de noche, encontramos nuestra calle llena de mujeres arrodilladas y con la mantilla de paño y terciopelo en la cabeza…
—¿Qué pasa? –pregunté a una.
—Que le están dando a tu abuelito too lo bueno –y, al ver mi cara de asombro, dijo–: El veático, mujer.
¡Ah! Mi abuelo hacía muchos días que no se sentaba en la puerta en el sillón que sacaban entre mamá y Deogracias…
—¿Se va a morir? –pregunté a Lucrecia.
—Pues claro… ya es muy viejo.
Y esperamos hasta que el sacerdote con el monaguillo y dos hileras de hombres con velas encendidas salieron de mi casa y se fueron por el otro extremo de la calle con todas las mujeres detrás… Todas no, porque dentro había tanta gente que casi no podíamos entrar…
La casa era pequeñísima, de adobes, y gracias al celo de mi madre, el suelo no era de tierra como todas las casas de allí, sino de ladrillos encarnados.
Durante toda la noche que siguió a esta tarde, oí entrar y salir gente en el portal, y una vez que me desperté asustada oí la voz de mi madre que decía algo muy lento, muy largo y muy solemne… Esto me impresionó y, descalza, pasé de mi cuarto a la salita…
Nadie me vio. Había muchísima gente pero todos miraban a la puerta de la alcoba donde mi madre continuaba conminando a los diablos para que se apartaran de la cabecera del moribundo, y llamaba a los ángeles, explicándoles lo que debían hacer para llevarse su alma a Dios… Lo hacía tan enérgicamente como si hubiera sido nombrada maestra de ceremonias del cielo y del infierno…
Luego supe que la recomendación del alma es una larga oración que contienen los devocionarios y que mi madre la leía ante el asombro y la expectación de las gentes humildes del pueblo.
Al otro día no hubo ducha y en cuanto me levanté me llevó Deogracias a su casa, que estaba contigua a la del abuelo, y me desayuné con Lucrecia y Lorenza, la hermana casada. Y aún no habíamos acabado cuando de pronto entró papá…
¡Qué vergüenza me dio! No sé por qué, dentro de mi pensamiento, tal vez por las revelaciones de Lucrecia, a mi padre había dejado de verle como siempre le había visto, y me puse encarnada hasta los ojos cuando me besó…
Prefería que no hubiera venido… y apenas rocé con mis labios su mejilla mal afeitada… No estuve tranquila hasta que después de aconsejarme que fuera buena y no me moviera de casa de Deogracias en todo el día, se marchó.
Lucrecia y yo jugamos a los alfileres y a los acertijos, agotando todos los entretenimientos que sabíamos sin salir de casa. Luego cantamos pero nos mandaron callar… Yo estaba muy contenta de que se hubiera muerto el abuelito, porque ahora me iban a poner de luto y mamá le quitaría las puntillas al vestido azul y no me haría poner el sombrero con pájaros…
Al otro día vino un coche de Ávila a buscarnos y nos fuimos los tres con baúles y maletas. Deogracias y Lucrecia se quedaron llorando a la puerta de casa… Yo iba azarada, molesta y sin confianza sentada frente a mi padre que no dejaba de mirarme.
—Ha crecido mucho en este verano… Yo no sé qué le encuentro… Está muy cambiada…
—No sabes la guerra que me ha dado –se lamentaba mamá–. En casa de la tía Teresa no le he visto el pelo en todo el día, jugando con el chico de la cocinera… ¡Es muy chicazo esta criatura…! Y aquí casi igual. Desde por la mañana se iba por ahí hasta la hora de comer, y venía toda sofocada y con los pelos revueltos y llena de heridas… ¡que te enseñe las manos y ya verás como las tiene!
Mis manos, llenas de arañazos y de costras, tuvieron que exhibir la intimidad de sus palmas con protesta de todo mi ser.
—¡Déjame! ¡Si no me duelen nada…!
—Pues le ha probado muy bien el veraneo, a pesar de todo, a esta chica –dijo mi padre soltándome las manos–. Y a ti, Juanita, a ti también te ha probado muy bien, estás mucho mejor, y más guapa…
Y se miraron como yo nunca los había visto mirarse, y sentí que todo lo que Lucrecia me había contado era verdad, y que yo estaba excluida de un secreto sucio y terrible que existía entre ellos…
Miré por la ventanilla del coche los campos de trojes amarillas, y detesté a mis padres y a todo lo que me esperaba en Madrid a la vuelta… Casiana, el colegio de doña Margarita… mis hermanos…
Papá había decidido que pasáramos ocho días en Ávila porque quería descansar y había sido muy grande el golpe de la muerte de su padre para volver a la tienda al día siguiente.
La fonda estaba en una calle estrecha, desde la que se veía una plaza por el balcón de nuestro cuarto, que era grande y con dos alcobas, una con dos camas para mis padres y otra pequeña con una sola cama para mí.
Desde el día siguiente comenzó para nosotros la vida absurda del veraneo en una población pequeña en los primeros fríos del otoño. Yo me levantaba tempranito, según mi costumbre, y tenía permiso para bajarme a la calle con tal de que no diera guerra a mis padres que se levantaban dos horas después.
Sin apartarme mucho de la puerta de la fonda, subía y bajaba por la calle y me detenía junto a una fuente donde, las mujeres, al mismo tiempo que llenaban el cántaro, se lavaban someramente la cara con la punta del delantal mojada en el pilón, y con un peine roto que sacaban del bolsillo se peinaban unas a otras sentadas en cuclillas, el complicado moño de trenzas…
Esta era para mí la mejor hora del día, me sentía libre y feliz… Luego mamá me llamaba desde el balcón y yo subía a que me lavara y me peinara… Tomábamos el desayuno en el comedor lleno de moscas y pasábamos todo el día en un café de la plaza…
Allí iban también unos señores y unas señoritas muy guapas que estaban en la misma fonda que nosotros y comían en la misma mesa grande del comedor… Aquellas gentes eran artistas de teatro.
¿Por qué hicieron amistad con mis padres tan prosaicamente burgueses? Tal vez porque los que se llaman artistas no lo suelen ser demasiado… Habían venido a Ávila a dar tres funciones y querían que mis padres asistieran a la tercera que ya era la única que les faltaba…
—No, no –se defendía mi madre débilmente–; no… aún no hace ocho días que hemos enterrado a nuestro padre…
Pero papá insistió… Él no iba jamás al teatro pero era hacerles un feo a aquellos señores tan amables.
—Mujer, aquí nadie nos conoce… y no vamos a divertirnos… ¡Fíjate, es una ópera en italiano! Ya verás cómo nos vamos a dormir…
Y así fue. La única que no se durmió fui yo, aunque estaba acostumbrada a acostarme muy temprano… Las señoritas que siempre había visto en traje de calle, ahora llevaban vestidos extraordinarios y escotadísimos… por lo que se veía que no tenían la carne como todo el mundo sino de precioso color de cera pálida, o de pétalos de rosas… ¡Qué guapísimas me parecieron!
Cantaron sin parar y no pude entender lo que les pasaba, pero por lo tristes que se ponían comprendí que eran desgracias terribles… Una casi no podía cantar y la voz le temblaba entre lágrimas…
Miré a mis padres esperando una explicación y se habían dormido… Papá hasta roncaba un poquito, lo cual tenía indignado a un señor que estaba junto a él.
—Al teatro no se viene a dormir –refunfuñaba.
Pero yo sabía que mis padres sí habían ido con el propósito de dormirse…
En los entreactos se despertaban y comían bombones, que habían comprado aquella tarde, con lo que yo supuse que el comer bombones formaba parte del espectáculo.
Al fin se acabó, con gran disgusto mío, y salimos a la calle donde esperamos un rato junto a la puerta a que salieran los cómicos a quienes mi padre se creía en la obligación de saludar… Pero cerraron el teatro, apagaron las luces y nos dejaron en la calle solitaria. Entonces pensamos que ya se habían ido a casa…
Yo no podía dormirme aquella noche. Mis oídos hiperestesiados me hacían oír constantemente las armonías de la ópera y los lamentos de las hermosas señoritas, pero al fin, acabé por caer en un sueño profundo del que no salí hasta entrada la mañana…
Ya no era la luz sino el sol lo que entraba por las rendijas de las maderas del balcón cerradas… Mis padres se habrían bajado al comedor a tomar el desayuno y me habían dejado dormir…
Me escurrí de la cama, y pasé a la alcoba de mis padres… En la cama donde dormía papá no había nadie y la ropa arrastraba en el suelo… ¡En la otra estaban los dos y me miraban asombrados y azarados…! Sus cabezas juntas en la almohada se alzaban para mirarme… y salí sin hablar… Toda la vergüenza que puede caber en una criatura humana subía a mi garganta para ahogarme…