El novio de Clara

Nos levantamos de la mesa y mamá se fue a su cuarto a echar la siesta como siempre hacía, y la señorita Clara y yo volvimos a los bastidores donde bordábamos junto a la ventana del huerto.

Estábamos en agosto. Las chicharras cantaban en las parras su canción soñolienta, la persiana verde sumía el vestíbulo en su suave semioscuridad, en la cocina fregaba Felipa canturreando bajito y yo comenzaba a dormirme, como todas las tardes, sobre la labor…

—No te duermas, María Luisa, mujer… –dijo Clara, que pasaba el verano con nosotras en calidad de amiga por lo cual ya nos tuteábamos–. No te duermas. Luego se levanta tu madre y como ve que no has hecho nada se disgusta…

—Ya estoy harta de bordar y bordar… ¡Para lo que me va a servir!

—Eso sí –asintió la señorita Clara–. Hubiera sido mejor que aprendieras a pintar con aquel chico que empezó a enseñarte… ¿Qué fue de él?

—No sé… No lo he visto más… ¡Ya lo creo que me gustaría pintar… o estudiar una carrera! ¡Cualquier cosa…! Y bien de veces que se lo he pedido a mamá… pero no quiere… Así hubiera podido trabajar yo y ganar dinero para la casa…

Pero la señorita Clara no estuvo conforme.

—Ay, hija, eso de trabajar es más triste de lo que supones… Además de que las otras mujeres desprecian a la que se gana la vida, hay que sufrir tantos sofiones de los que pagan… Trabajando estoy yo desde que tenía veinte años y nadie sabe lo que he pasado… Lo mejor para una mujer es casarse.

Yo bordaba haciendo esfuerzos para que no se me cerraran los ojos… ¡Qué aburrimiento de vida! Si no fuera por los libros… Clara me había traído de Madrid una serie de obras de buenos autores y de libros clásicos que enriquecían mi vida interior… Mamá no me dejaba leer más que los domingos…

—¿Qué día es hoy, Clara?

—¿Hoy? Jueves… creo que es jueves… Ya estás deseando que llegue el domingo, ¿verdad?

—Sí… Es un día que no se cose y puedo leer…

—Y viene una persona muy interesante –dijo Clara con malicia que me sorprendió.

—¿Quién?

—Hija, ¿quién va a ser? Antonio.

Antonio era el encargado de la tienda. Tenía quince años más que yo, es decir el doble de mi edad, y era bajo y gordo, con un principio de curva en la barriga… Me despabilé al oír semejante sospecha.

—¿Antonio? ¡Bastante que me importa a mí Antonio!

—Pues mira, hija, es un hombre honrado, trabajador y que os adora. Eso vale mucho.

—Sí, pero no le gusta leer, ni sabe pintar y cuando hablamos no dice nada, todo lo tengo que decir yo… ¡Es un bruto!

Clara se indignó al oírme decir eso. ¡Que había de ser un bruto! Era un hombre sin instrucción pero que entendía muchísimo de negocios, que sabía ganarse la vida y que haría feliz a la mujer con quien se casara.

—Sí, pero como yo no me pienso casar nunca…

—Eres muy joven, por eso hablas así… Tú no sabes lo que es la vida de la mujer soltera… Yo te digo que es el tropiezo de todo el mundo…

Y, como siempre que se tocaba este tema, Clara se extendió en tristes consideraciones a propósito de su soltería… ¡Ella había podido casarse muchas veces! Pero se encaprichó por un hombre y a todos los despreciaba… La verdad es que era muy guapo, muy inteligente y muy zaragatero su novio…

—¿Por qué no te casaste con él?

—¡Qué sé yo! Cosas… Él se casó con otra… –y con tono confidencial me dijo–: No he querido decir nada hasta hora, y no lo sabe tu madre, pero a ti te lo digo… Ese amigo que va a venir esta tarde a verme con su mujer y su niño, es él…

—¿Ese señor que es maestro?

—Ese mismo… Luego de casado he ido a visitarle… y cuando me vine aquí le invité a merendar con permiso de tu mamá… Llegarán a las cinco –dijo mirando su reloj de pulsera–. Aún tengo tiempo para arreglarme despacio y bajar a la estación.

Mientras Clara se arreglaba minuciosamente en su cuarto untándose crema para que se le pegaran los polvos, y poniéndose una enagua de glassé que sonaba mucho debajo del vestido, yo miraba al huerto lleno de sol por las rendijas de la persiana.

¿Habría pensado Antonio en casarse conmigo? Yo creía que no… ¡Quién era él para pensar en la intimidad de mi cuerpo y de mi pensamiento! ¡Qué asco, Señor, qué asco…!

Y todos los átomos de mi cuerpo protestaban con un oscuro sentimiento de ultraje…

Clara vino vestida, empolvada y emperifollada, dándose aire con el abanico.

—Creo que aún es pronto, pero no quiero llegar tarde… Como ellos no saben dónde está la casa…

—Oye, Clara, di… ¿Tú crees que Antonio ha pensado en ser novio mío? Di.

—Naturalmente, eso se ve enseguida… El hombre no se atreve a hablar porque eres aún muy joven, pero en cuanto tengas un año más… Ya ves como viene siempre cargado de flores y bombones… Comprenderás que no son para mí…

—Son para mamá.

—¡Quia! Eso dice él… pero te come con los ojos…

—¿A mí? –dije encendida hasta la frente–. ¿A mí? Y eso, ¿por qué? ¿Yo qué le he dicho para que me mire así? ¡Qué asqueroso! –y me tapé la cara con las manos–. ¡Eso es un asco! Cuando venga el domingo no saldré a comer.

—¿Por qué? No seas niña, María Luisa… El hombre viene con buen fin y no hay por qué hacerle ascos… Yo no digo que te cases enseguida, pero eso tiene que llegar, y lo mejor para ti sería casarte con el que lleva tan bien el negocio de tu casa… –volvió a mirar su reloj–. Bueno, me voy… no sea que llegue el tren y no esté yo allí…

Cuando cerraba la puerta, salió mamá de su cuarto con el ceño fruncido y mal talante.

—¡Cuánta conversación y qué pocas consideraciones con los enfermos! No me habéis dejado dormir en toda la tarde… ¡Qué murga! ¿Ha ido ya Clara a buscar a sus amigos?

—Sí… como no saben la casa, quería estar en la estación cuando llegara el tren.

—Con seguridad que Felipa no ha preparado nada para la merienda… No, si no ocupándome yo…

Fue a la cocina y la oí hablar con Felipa que contestaba airada y con malos desplantes…

—¡Vaya unas incumbencias que nos trae la tal señorita! Ya podría haberse quedado en su casa…

Mamá impuso su autoridad.

—Esta señorita está donde debe. ¡No faltaba más! Yo le he pedido que pase el verano con nosotras y he invitado a esos amigos suyos… Si no está usted conforme puede irse cuando quiera, que yo no sujeto a nadie…

Callaron y mamá cruzó el vestíbulo en busca de servilletas y mantel para la mesita del cenador…

—¡Todos sois a encenderme la sangre! –dijo al pasar por mi lado–. ¡Ah, qué falta hace un hombre en una casa! Desde que no lo hay aquí, esta mujer me trata a baquetazos…

Pero yo sabía que no era verdad esto porque en vida de mi padre había soportado a la odiosa Casiana y a la malvada Felipa, que siempre me trataron de mala manera…

Cuando todo estuvo listo para la merienda, mamá vino a sentarse en su sillón de mimbre con su labor de crochet.

—¿Has bordado mucho?

—Sí… Mucho, mucho no, porque tenía sueño y hacía calor…

—¡Pretextos! La cosa es no hacer nada… Pues ya sabes que si he invitado a Clara a pasar el verano con nosotras es para que aprendas a bordar bien…, pero bien, sin chapucerías… Y tienes que aprender del todo antes de que se vaya… ¿Has oído? ¿Te figuras que si no le aguantaría yo sus estupideces? Porque en el fondo tiene razón Felipa… ¿Quién es ella para decir a sus amigos que vengan a merendar?

—¡Mamá! Ella te lo dijo antes de venir…

—Ya lo sé y yo estuve conforme… que no creas que es por el gasto, no señor… Cuando hace falta yo sé desprenderme de unas pesetas, pero es que aquí no hay nada donde echar mano, y para poder tener algo que ofrecerles ha sido preciso guardar todo lo que trajo Antonio el domingo… y privarme de comer un bollo con la leche… Que si no fuera por Antonio no sé qué haríamos… Y esa es otra… Que Clara se podía guardar sus observaciones sin dar un cuarto al pregonero… Cuando los demás no hablamos ya sabemos por qué…

Comprendí que mi madre había escuchado nuestra conversación y el azaramiento me hizo temblar tanto las manos, que no podía meter la aguja en la tela…

—Porque Antonio es un chico como no hay otro… Y ya se puede dar con un canto en los dientes la que se case con él… Todos nos figuramos que valemos tanto y cuanto y luego no servimos para nada… Y las mujeres cuanto más humildes mejor, y cuanto menos marisabidillas, mejor, que para cuidar del marido y criar hijos no hacen falta literaturas…

Mamá hubiera seguido echando sobre mí este chaparrón inquietante pero llamaron a la puerta y entró Clara con un niño en brazos, una señora joven y un señor… ¡Este era aquel novio guapo y zaragatero de Clara…! Tenía la barbita negra en punta, estaba calvo y llevaba un traje mal fachado…

—Mi amigo, don Luis Rodríguez…, su señora –dijo Clara, presentándolos a mamá.

Mi madre, que un momento antes reclamaba fastidiada con su visita, los recibió amable y sonriente, haciéndoles sentar, entreabriendo la puerta para que entrara el aire, dándoles abanicos y haciendo sacar unos refrescos…

Por mi parte, las palabras de mamá contra mí me habían dejado anonadada y no podía pensar en otra cosa aunque hacía esfuerzos por sonreír a aquellos señores… ¡Así que mi madre quería que me casara con Antonio!

El nene, chato, feo y llorón, mojó las bragas dos o tres veces y aún una vez hizo más que mojarlas… El papá, sentado en una silla baja que le traje de mi cuarto, le lavó con una esponja y agua caliente, le cambió la ropa por otra que le llevaban en una gran bolsa, y le empolvó las nalguitas… La mamá, entre tanto hacía reír al crío diciéndole ajito, y Clara contemplaba el grupo con ojos enternecidos…

—¡Qué rico es! Pero ¡qué rico es! –repetía sin cesar y yo pensaba que tal vez lo decía por el padre.

Merendaron, recorrieron toda la casa, cogieron higos en el huerto, y cuando el niño se durmió, el señor de la barbita habló severo de la mucha corrupción que había por el mundo.

—Han hecho ustedes muy bien retirándose a vivir en este pueblo… En las grandes poblaciones no se puede ya educar una hija como Dios manda…

Mamá estaba en todo conforme. También ella sabía muy bien lo que Dios mandaba y yo comenzaba a saberlo. Era justamente lo que Dios mandaba lo que yo no quería hacer…

—Ya no hay religión, ni hogar, ni familia, ni buenas costumbres en ese Madrid pervertido –decía el novio de Clara–. Las gentes van a misa los domingos para ver las modas, se confiesan una vez al año de mala manera, sin un director espiritual, mandan a los hijos a colegios que no están dirigidos por personas profundamente religiosas… y, claro, ¿qué ha de suceder? Los muchachos se van a los lupanares y las jóvenes tienen amistades y conversaciones livianas, bien lejos de lo que debe ser la honestidad de una virgen…

—Sí, sí; tiene usted razón –decía mi madre–. Nunca bendeciré bastante el momento en que me decidí a trasladarme aquí. En este pueblo, las chicas están todas educadas en el colegio de las madres Agustinas, han nacido aquí, se casan aquí y muchas no habrán salido nunca más allá de la estación… Lo malo son las veraneantes… porque vienen muchas veraneantes y esas traen siempre modas y… modos… usted me comprende… Las hay que ni siquiera van a misa…

Don Luis sabía muy bien cómo se remediaría esto. El era partidario de la Inquisición, y si alguna vez fuera ministro de justicia, lo que no era tan descabellado como a primera vista pudiera parecer, obligaría a hacer profesión de fe a todos los españoles, y, al que no quisiera, o se negara luego a vivir conforme a la más estricta moral católica, apostólica y romana, le metería en un barco y le abandonaría en alta mar…

¡Qué hombre más odioso! Aún disertó durante un largo rato sobre lo que debía ser la familia cristiana, los deberes de la esposa y los del esposo… ¡Ah, las grandes dificultades que él tenía en su carrera…! Había muchos envidiosos que trataban de ponerle el pie delante para hacerle caer…, pero Dios que lo ve todo les daría su merecido…

Y no se contentaba con menos que con mandarlos al infierno para toda la eternidad…, que para eso Dios era su aliado y le ayudaba en las venganzas… Yo pensaba en esto y detestaba a este hombre con toda mi alma…

Ya era la hora del tren y mamá avisó que debíamos irnos a la estación, porque Clara y yo los acompañábamos, mientras ella se acostaba, que era ya tarde y sus muchas enfermedades no le permitían trasnochar… Nosotras nos llevaríamos la cena en una tartera para cenar en el campo.

—Oh, ¡qué hermosura! –exclamó don Luis–. ¡Qué hermosura! Cenar en el campo bajo la cúpula aterciopelada de los cielos y junto al arroyo rumoroso…

Nadie le dijo que por allí no había arroyos porque estábamos en la Mancha… y que cenaríamos entre el polvo de los rastrojos…

En la estación se despertó el niño, rabió furioso y otra vez fue preciso cambiarle las braguitas, lo que hizo el papá sentado en el escalón del andén.

El tren tardó tanto que se hizo de noche y paseábamos arriba y abajo, sin saber de que hablar ni que hacer… La mamá del niño emparejada conmigo me dijo:

—¿Tienes amigas en el pueblo?

—No, señora… Conozco a muchas chicas de mi edad, pero no salgo con ellas porque estoy de luto… En la misma calle que nosotras viven unas señoritas que están de luto también, pero son veraneantes y mamá no quiere que me trate con ellas…

—Te aburrirás mucho…

—No, mucho no, porque leo los domingos y coso todos los días…

—¡La vida de las mujeres es bien triste! –suspiró la pobre señora, y las dos nos tuvimos mucha lástima…

Al fin llegó el tren y todos nos alegramos mucho. Se fueron y Clara y yo nos quedamos diciéndoles adiós con los pañuelos.

—¡Qué hombre! –dijo Clara cuando dejamos de ver el tren–. ¡Qué hombre! ¿Has oído cómo habla? Es un sabio, un verdadero sabio… ¡No se lo merece esa simple…!

Yo me guardé muy bien de decirle que me había parecido odioso y ella continuó con sus alabanzas:

—Y luego, ¡qué limpieza de sentimientos! ¡Qué castidad cristiana!

—Sí –dije sin poderme contener–, pero han tenido un niño, así que alguna vez…

—¿Qué tiene que ver eso? –declaró violenta–. Tú, como eres casi una niña aún no puedes comprender ciertas cosas, pero has de saber que dentro del matrimonio todo es limpio, santo y lícito a los ojos del Señor… Naturalmente, ellos guardarán abstinencia en ciertas épocas que la Iglesia manda y nada más… Pues, ¡tendría gracia que fuera pecado dentro del matrimonio!

Yo no volví a decir nada y andando por el andén salimos al campo sin dejar las vías del tren. Sabíamos que un poco más allá había unas piedras donde podríamos sentarnos para cenar…

Clara, nerviosa con la visita de la tarde, no pudo estar callada mucho tiempo y me habló de sus amores… Duraron tres años y fue lo mejor de su vida… Al único hombre que había besado…

—¡Ah, pero te besaba!

—Sí, algunas veces… Eso pasa siempre y hay que dejarse…, teniendo cierto tira y afloja, para excitarlos sin darles demasiado… Si no, los hombres en cuanto pasan de los treinta no se casan… Aunque este se hubiera casado, pero yo tuve una pulmonía y me quedé anémica…

—Y eso, ¿qué tiene que ver?

—Ya lo creo que tiene. El médico prohibió que me casara, mi madre le dijo que tenía que esperar un año todavía… pero él no pudo… le corría ya mucha prisa…

—¿Por qué?

—Pues hija… porque los hombres tienen sus necesidades… y como él no es un hombre para andar en malos pasos… pues claro…

Entendí y me dio horror… ¡Qué asco de vida! Sentía una hondísima tristeza. Todo la que me rodeaba era feo, el campo de rastrojeras que casi no se veía, el suelo donde apoyábamos los pies lleno de carbón, Antonio, que me quería comer con los ojos, aquel señor que tenía sus necesidades… el niño que se mojaba a cada instante…

—¡Quisiera morirme! –dije de pronto.

—¡Bah, qué bobada! –dijo Clara–, ¡qué bobada! Tienes para comer sin trabajar, gracias a Dios, te casarás con Antonio, tendrás muchos hijos…

—¡¡No!! Lo juro que no –protesté–. He dicho que no me casaré… pero casada o soltera todo me da asco…

—¡No sé por qué!

Callamos las dos comiendo. Cantaban los grillos en los surcos, y las estrellas brillaban sobre nuestras cabezas… Miré al cielo y sentí que me invadía una dulce paz…

—¿Habrá personas en algún planeta?

—Creo que no… Aquella es Sirio, mira como brilla…, es un sol como el nuestro. Aquél es el gigante Orión…

—Yo no lo veo.

—Sí, mujer… Tiene los brazos abiertos… Esas tres estrellitas son el tahalí… ¿No ves el cinturón…?

¡Qué maravilloso es el cielo en la llanura! Miraba, miraba, y no me cansaba de mirar…

—Pero come María Luisa…

—Ya no quiero más…

Se había disipado mi tristeza y pensé alto:

—Me gustaría poder ir de una estrella a otra… Tal vez cuando me muera…, porque el alma no pesa… O, digo yo, que cuando dormimos también el alma se debe salir del cuerpo algunas veces, y entonces podrá ir de aquí allá… Lo malo es que no podré acordarme después, porque como dicen…

El ruido de un tren que se acercaba me interrumpió. Era el exprés. Un tren de lujo que pasaba de largo siempre por la estación… Esta vez, no sé por qué, se paró antes de llegar a ella.

Enfrente de nosotros quedó el vagón de los coches-cama y una bonita muchacha se asomó a la ventanilla. Dentro del coche la alegre claridad de los focos iluminaba su cabellera oscura con reflejos rojizos, pero a nosotras, hundidas en la oscuridad de la sombra de un vagón no podía vernos.

—Ricardo, oye –dijo–, asómate, verás que lejos ha quedado la estación… ¿Por qué se habrá parado el tren aquí?

Vino a su lado un hombre joven, que al asomarse la envolvió entre sus brazos amorosamente.

—¿Tienes miedo, hermosa? ¡Ah! La estación ¿Quieres a tu chache?

Le habló al oído y ella rió nerviosa… Él la apretó más fuerte… La luz le dio en la cara y vi en sus ojos y en los rasgos de su boca la misma risa repugnante y vergonzosa que ya había visto en la cara de otros hombres… ¡Chache! ¡Qué palabra! Me parecía una obscenidad…

—¡Son recién casados! –dijo la señorita Clara cuando el tren se fue–. Es su viaje de boda… y esta es la primera noche de novios…

Volvimos a casa del brazo y sentí que lloraba… Yo lloraba también… Partiendo del mismo punto nuestros llantos tenían opuesto significado…

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