Mi madre

En la nueva casa, Jorge hizo su estudio de la sala que tenía dos grandes balcones, y mi madre amuebló para ella el gabinete y la alcoba espaciosa y clara. María José y yo dormíamos en un cuarto interior que daba a un patio, pero que yo prefería a todos por su luz apacible del norte.

Sabina era la cocinera y mi criada se ocupaba de la limpieza de las habitaciones y salía de paseo con mi niña cuando yo tenía que acompañar a mamá, que envejecía rápidamente y no podía soportar los juegos ruidosos de María José.

—¡Pero esta criatura es un vendaval! ¿Por qué la dejáis jugar a la pelota en el pasillo? ¡Dios mío, si hace ese ruido me volveré loca!

También protestaba de que no fuera al colegio:

—¡Si no sabe nada! A su edad estabas tú en decimales… y, aunque mal, ibas haciendo laborcitas.

—En cambio dibuja muy bien… mucho mejor que yo. ¿Has visto que cuaderno de apuntes tiene? Y sabe muchísimas poesías… Ven aquí, María José, recita «La marcha triunfal» a la abuelita…

Pero mi niña que recitaba con tono sencillo y armonioso cuando estábamos solas, se negaba siempre cuando alguien que no éramos ni Jorge ni yo la escuchaba…

—Bueno, que no recite –decía mi madre–. ¡Para lo que le van a servir los versos cuando sea mayor! Yo no sé por qué no la mandáis al colegio… ¿Qué hace esta niña dando guerra en casa todo el día?

Yo me resistí mucho a separarme de mi niña, pero en los primeros días del invierno mi madre cayó gravemente enferma, y yo no podía moverme de su lado… María José, obligada a estarse quieta todo el día, lo pasaba muy mal.

Antonio, el que fue encargado de nuestra tienda y ahora era propietario de tres almacenes, vino con su mujer a ver a mamá. La señora era alta y majestuosa y nos habló en tono de protección. Ella sabía de un colegio magnífico, era caro, naturalmente, y no todo el mundo está en condiciones de hacer un gasto así, pero si ella tuviera una hija no la mandaría a otra parte…

Mi madre no pareció recibir ningún placer con su visita y hasta se indignó un poco hablando de ellos. ¡Qué par de majaderos! Los tres almacenes se le habían subido a la cabeza a Antonio que ahora creía ser una personalidad importante… ¡Pobrecillo! Pues con esos humos era aún más inculto y ordinario que cuando no tenía nada.

—¿Le habéis oído? Dice que ha comprado un terreno en las adefueras… En cuanto a lo del colegio de la niña, entérate enseguida si es tan bueno como dice esa señora y lleva a él a María José.

—Pero mamá, si dice que es muy caro…

—Que lo sea…, eso corre de mi cuenta.

Una semana después María José iba ya al colegio y pasaba en él toda la mañana y parte de la tarde, con gran disgusto mío y mucho mayor de ella. Creí yo que le gustaría tener amigas con quienes jugar, pero no era así y volvía triste siempre.

—Son unas tontas y unas acusonas… Yo no quiero ir al colegio, mamita…

Eso no podía ser ya, después de tomada la decisión… y aun, como la distancia desde nuestra casa al colegio era larga y obligaba a una criada a perder mucho tiempo en idas y venidas, decidimos que comiera allí y que en lugar de externa fuera medio pensionista.

Yo me levantaba antes que ella para ayudarla a bañarse, para desayunarme al mismo tiempo, para oírle decir sus lecciones antes de meter los libros en la cartera… Luego la despedía en la puerta cuando se iba con Sabina, que llevaba su gran cesta de la compra… y aún me asomaba al balcón hasta verlas desaparecer al final de la calle.

—No se puede educar a un hijo peor que lo haces tú –me decía al principio mi madre–. Me dijiste una vez que tu camino estaba equivocado… y que no habías nacido para el matrimonio… pues hija, para la maternidad tampoco… Este mimo, este dar a entender a tu hija que ella es lo más importante de tu vida y que a su capricho está supeditada la casa entera, es el mejor procedimiento para hacer de María José una egoísta… ¡Si fuera un chico! Pero es una mujer, y su vida será como la de todas, un sacrificio constante…

—Mi hija no se casará…

—Sí… tampoco te ibas a casar tú…

No decía yo a mi madre lo que pensaba de esto y procuraba evitar las discusiones.

Tampoco ella discutía con Jorge y siempre le daba la razón en todo hasta quitándomela a mí, y en asuntos en los que yo sabía que no estaban conformes.

Por las tardes paseaba por el Retiro llevando a mi madre del brazo y volvíamos a casa a la hora de merendar… Yo apresuraba la vuelta pensando que ya nos esperaba María José.

—Mujer, no tengas tanta prisa… que espere un poquito… Que se acostumbre a esperar, que la vida de las mujeres es esperar, esperar siempre…

—No quiero que esté sola con las criadas… Tú no sabes lo que me han hecho sufrir a mí… Aquella Casiana…

Mamá escuchaba asombrada mi relato y decía:

—¿Es eso verdad? ¿No exageras nada? ¿Por qué no me lo decías entonces?

—No lo hubieras creído… No lo hubieras querido creer… A los niños nadie les da crédito… Además en la niñez todo parece fatal… las cosas que ocurren son así y no de otra manera. Yo pensaba que todas las criadas eran lo mismo y prefería aquello a otra desconocida… Ella me llevaba a su cama cuando tenía miedo… me daba de comer en la cocina cuando me castigabais…

—Eso era porque nosotros se lo mandábamos hacer así… ¡Buena estabas tú para volver al colegio sin haber comido! ¡No íbamos a llamarte a la mesa después de haberte castigado…!

Mi calidad de mujer casada y de madre, mis veintiséis años cumplidos me daban ya la autoridad suficiente para poder discutir con ella casi de igual a igual… Y, poco a poco, mi madre me iba descubriendo a mí y yo iba descubriendo a mi madre.

Debajo de su severo exterior y de su inflexible sentimiento del deber, latía una inmensa ternura por todos nosotros. Yo la recordaba siempre vestida modestamente, privándose de lo que para cualquier mujer hubiera sido esencial, ahorrando céntimo a céntimo el fondo que aseguraba la tranquilidad de nuestra vida, y era el médico caro en la enfermedad, el buen sastre para mi padre y mis hermanos aunque a ella la vestía una costurera modestísima, el pago de la letra que llegaba a la tienda en un momento de apuro…

Y ella, incapaz de un movimiento de ternura delante de nadie, iba a contemplar a María José cuando estaba dormida, y la besaba amorosamente una y mil veces, asegurándose antes de que ninguno la mirábamos…

Ahora recordaba yo haberla visto entre sueños en mi niñez, y haber sentido en mi frente los besos cálidos que no me daba durante el día…

De Jorge no me permitía la menor crítica.

—Es tu marido, el padre de tu hija… Estás obligada a soportarle en los días buenos y en los malos… Tú y él sois una sola persona…

Mi madre duró menos de un año. Una enfermedad consuntiva la acabó rápidamente, y su entereza, su carácter hosco y entero se derrumbó en la debilidad que la obligaba a apoyarse en un bastón para dar un paso… En cambio, salió a la superficie toda la blandura oculta como un pecado durante su vida.

—María Luisa… ¿quieres leer en alta voz…?

—Sí, mamá.

—Prefiero oírte a salir de paseo… Lee… y aunque creas que duermo, sigue leyendo… que yo oiga tu voz… ¡Casi ya no te veo!

Sus pobres ojos perdieron la luz en muy pocos meses, y su palabra se hizo torpe y débil…

Meses y meses sin separarme de su lado ni de día ni de noche me dejaron pálida y flaca. El médico que visitaba a mi madre me advertía:

—Si continúa usted haciendo esta vida será la primera que acabe… Impóngase la obligación de salir a dar un paseo una hora diaria…

Jorge insistió también en ello, y decidí ir yo todas las tardes a buscar al colegio a María José. Sabina se quedaba con mi madre.

Acabé por ir contenta y hacer de este viaje la fiesta del día. Me arreglaba minuciosamente, iba despacio por el camino más largo con un alegre sentimiento de libertad… y cuando divisaba las altas tapias que rodeaban al jardín del colegio se me apretaba el corazón… ¡Allí estaba mi niña presa todo el día! ¡Allí estaba sin querer estar! Porque el colegio, las comidas del colegio y sus compañeras y sus juegos, todo le era desagradable y molesto…

Salía corriendo a mi encuentro y saltaba a mi cuello besándome apasionadamente… Luego se cogía de mi brazo y hablábamos siempre de lo mismo…

—Hacen una sopa blanca con harina que me da mucho asco… Me ha dicho una niña que yo iré al infierno porque no voy a misa… ¿Verdad, mamá, que no hay infierno? ¿Cuándo me vas a dejar en casa contigo?

—Cuando la abuelita se ponga mejor…

Algunas veces se emparejaba conmigo una señora que llevaba otra niña más pequeña que la mía, y la ponía por ejemplo.

—Pues mi Rosarito llora los domingos porque no quiere estar en casa… A este colegio todas las niñas vienen muy contentas…

¡Menos mi hija! Mi hija María José solo era feliz a mi lado… solo conmigo se sentía comprendida…

Una tarde, al volver a casa, encontré a mi pobre madre en su butaca, como siempre, pero la expresión de sus ojos turbios y de su boca torcida era más inconsciente que nunca…

—Mamá –me dijo con voz tenue–, mamá… bésame… bésame mamá…

Creí haber oído mal… pero no, mi madre había desandado toda su vida en una hora y volvía a la infancia… Definitivamente nuestros papeles quedaban cambiados, y ella era un pobre y débil ser infantil que me pedía un beso tercamente mimosa…

Hice salir a María José, para que no contemplara el conmovedor espectáculo, y besé a mi madre llorando… ¡Se me había muerto mi madre!

Vivió sin embargo cuatro meses más, pero no era ella, ni en nada me la recordaba. Jorge, muy impresionado, vivía aislado y silencioso reducido a su estudio. Algunas veces paseaba con María José, y otras pintaba algo. Por entonces vendió aquellos dos cuadros de los que se habló en los periódicos.

Una mañana en que yo veía amanecer detrás de los cristales del balcón, después de haber pasado la noche en vela, vi a mi madre que respiraba trabajosamente, con la nariz afilada y los ojos hundidos…

La incorporé, sentándola con auxilio de un montón de almohadas, y llamé a la muchacha…

—Que venga el médico… No despiertes a nadie… Que venga el médico enseguida, que mamá está muy mal…

Mientras el médico llegaba yo tenía el pulso de mi madre entre mis dedos y ella abrió los ojos…

—¡Hija! ¡Hija mía! –dijo, reconociéndome por primera vez después de mucho tiempo–. No te vayas… No me dejes sola…

—No, mamá, no… Yo siempre estoy contigo…

Cuando llegó el médico había vuelto a cerrar los ojos y respiraba tranquila.

—Está acabando –me dijo luego de observarla un momento–. Es cosa de minutos…

La criada creyó de obligación romper en llanto descompasado.

—¡Calle usted, mujer! –le dije violenta–. Que no se entere nadie… que no se despierte nadie en casa… Quiero pasar en paz con mi madre estos últimos momentos…

La hice salir y eché el pestillo a la puerta… Luego abrí el balcón y volví al lado de mi madre. El médico la miraba atentamente…

Mirándola los dos pasamos tal vez cinco minutos… tal vez media hora… De pronto mi madre abrió los ojos negros y profundos y miró… más allá de la calle, más allá de los tejados que se veían enfrente… más allá de las nubes que se teñían de rosa a la salida del sol…

—Ya ha muerto… Está mirando al infinito… –dijo el médico.

Y solo entonces caí de rodillas llorando… Toda mi juventud se acababa con ella… con ella que no supo comprenderme, ni yo la supe comprender… Nos separaban muchos años, y nuestra propia y diferente naturaleza… pero nos unía el misterioso cordón umbilical que nunca se rompe entre el espíritu de la madre y de los hijos…

Un mes después buscamos una casa en el campo y nos trasladamos a ella. Estaba contra las tapias del Pardo, lejos de Madrid, y esto obligaba a Jorge a venir al instituto en un autobús de línea que pasaba por la puerta todas las mañanas y a volver de la misma manera a medio día. El modesto capitalito de mi madre unido al de tía Manuelita nos convertía en unos acomodados burgueses a salvo de preocupaciones económicas.

Hasta pensamos en comprar la casa, que no era demasiado buena pero que estaba rodeada de un jardín con encinas, con álamos que subían hacia el cielo en afilada punta, y un olmo inmenso que se llenaba de pájaros al anochecer…

En la torreta de cristales se estableció el estudio, la habitación de María José daba sobre el monte del Pardo, y la de Jorge y mía al jardín… Desde el mirador veía el austero cielo de los fondos de Velázquez y por no sé qué asociación de ideas pensaba en mi madre…

Creí que el campo me daría el equilibrio que nunca tuve, y determiné con buena voluntad adaptarme a la vida, a la doble vida que vive todo el mundo, y entrar, al fin, en la corriente humana y en la suave paz hogareña…

Oculto sendero
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