INTRODUCCIÓN
«—¿Quieres ver cómo descorro la cortina? Mira la puerta… Atiende…».
Oculto sendero
Contexto para un libro escondido
Del rico mundo interior de Encarnación Aragoneses Urquijo (1886-1952), alias Elena Fortún1, proviene esta novela inédita que ahora sale a la luz por primera vez y necesita, por su temática feminista y también homosexual, ser glosada. El principal interés de esta novela de aprendizaje o bildungsroman radica en su tratamiento de la identidad sexual y genérica, constituyendo una exploración única de las relaciones entre homosexualidad y heterosexualidad. La situación de la mujer creadora en las primeras décadas del siglo XX –los años de «las modernas» o «garzonas»– y su problemática relación con el otro masculino que corta o dificulta su autoría y emancipación es el otro gran tema de esta singular novela, testamento literario de la creadora de Celia, el personaje infantil más importante de la literatura española.
Leer y publicar la novela Oculto sendero es descorrer la cortina, abrir el armario y explicar lo que hay dentro, prestarse a ese «atiende» para, al compartir camino vital con la protagonista, entender la complejidad de la autoría de Elena Fortún y su difícil ciudadanía íntima. Ese armario, parte del modismo «salir del armario», calco de la expresión inglesa «to come out of the closet» que desde finales del XIX significa expresar la homosexualidad, constituye una poderosa metáfora de la identidad humana y su relación con la representación de la norma social. Por extensión, es asimismo una fidedigna alegoría de la sexualidad como algo reprimido, a esconder. También ese mueble que casi toda persona guarda en la intimidad del dormitorio posee un interior que no está vacío, que esconde partes de nuestro yo y nos representa quizás más verazmente que lo que hemos dejado fuera y quienes nos rodean usan para reconocernos y vernos con propiedad y corrección, en apariencia normales.
Fortún elaboró en sus libros publicados el testimonio exhaustivo de una época. En su escritura más íntima, la que no dio a su editor Manuel Aguilar y a la que pertenece Oculto sendero, exploró la parte más problemática de su identidad: su lesbianismo, sobre el que hubo rumores en vida de la autora y que esta no vivió fuera del armario o con la plenitud de algunas contemporáneas, pero sí a medias, dejando tras ella indicios del mismo. Dentro del armario de Elena Fortún se esconden palabras, cartas y manuscritos inéditos. Rodeándolo está su obra publicada. De entre todas las pistas que Fortún dejó sobre su sexualidad sin querer o poder evitarlo, esta novela es la más significativa. Pero no la única. Elena Fortún protegió y aisló a Encarnación Aragoneses Urquijo. Protección y aislamiento forman parte de esa metáfora identitaria que es el armario, en el que el sujeto se encierra para ocultar deseos vedados por el sistema social pero también para vivirlos aparte del mundo aparente. En Oculto sendero hay exploración personal, auto-comprensión, dolor, culpabilidad y también opacidad. Evidencia la controvertida visibilización del lesbianismo que ocurre en la primera mitad del siglo XX, enraizada en conductas de afectividad femenina harto constatables en la literatura del XIX y cristalizadas en 1928 con la publicación en Gran Bretaña de la novela de Radclyffe Hall El pozo de las soledades (The Well of Loneliness). Por entonces, en España, novelas frecuentemente reimpresas como La Coquito de Joaquín Belda mostraban mujeres liberadas sexualmente y masculinas en sus activas conductas de cama. También llegaba a España la unión entre mujer y progreso con sus múltiples y controvertidos frutos en la vida pública y privada, con el cuestionamiento de la identidad del ángel del hogar, el nacimiento de la moderna, el safismo, el acceso de la mujer a la universidad y a la fábrica y, finalmente, la regeneración de la vida en España imperiosamente solicitada por el 98, discutida en el arte, la medicina, la literatura y la política, impulso al cabo del que la mujer no podía escapar.
Las mujeres son las primeras que han salido de muchos armarios. La vida doméstica es uno de ellos. Elena Fortún no se decidió nunca a salir completamente del suyo pero logró explorar sus dimensiones. Atrincherada tras el pseudónimo de Rosa María Castaños y a través del personaje de María Luisa Arroyo, pintora tardía como ella fue escritora tardía, Fortún hace avanzar a la protagonista de Oculto sendero hacia una comprensión de la homosexualidad femenina acorde con los tiempos, es decir, limitada, reducida a la inversión. Un importante pero aún minoritario sector de la crítica ha insistido en la necesidad y dificultad de recuperar testimonios sobre la historia íntima del lesbianismo en España en una época, la de las vanguardias, clave en su devenir histórico2. La obra que sigue a este estudio llena ese vacío.
La protagonista de esta novela en primera persona, autobiográfica, susceptible de ser considerada también novela patológica, guarda en su interior una voz amiga que en el duermevela o en el sueño le avisa de si la muerte ronda su casa y, en materia de amor y deseo, le recuerda lo que ella no se atreve a decirse a sí misma, lo que entiende como narradora pero intuyó a medias como personaje. Fortún estuvo siempre muy interesada en lo paranormal y vivió convencida de tener un sexto sentido en forma de voz que le avisaba de la muerte, la misma que en su autobiográfico Nací de pie 3, al que se hará referencia más adelante, le avisa de que no se case porque el matrimonio será una muerte en vida para ella. Más cerca de las narradoras que de los personajes que las narradoras han sido, la voz habla desde dentro del armario, sabe más que la niña o la joven; avisa de los errores y es profética. Esa voz interior que no le es desconocida a la protagonista de Oculto sendero, pues es parte de ella misma y siempre la acompaña, la invita en la vigilia a contemplar el inescapable espectáculo de la negrura cargada de significado vital que se esconde tras «la puerta» que le insta a mirar. Solamente es posible mirar una vez descorrida «la cortina» e inaugurado un nuevo espacio de conocimiento propio, perteneciente al yo, pero pendiente del entendimiento hacia el que la llevarán los años y la experiencia de resurgir personal que le otorgarán los tiempos modernos. Fortún aprovechó intensamente la modernidad desde mediados los felices veinte, con el florecimiento de la prensa periódica, el arte nuevo y las nuevas formas de entender sexo y género, las cuales convergieron en la identidad de la mujer moderna que con el tiempo adoptaría, como la protagonista de esta novela. Ella, como Fortún, representa una modernidad llegada a destiempo que choca con la fuerza de la tradición, «esa inercia de la vida en España», en palabras epistolares de Fortún cuyas cartas, abundantes e importantísimas, constituyen, como esta autobiografía, una herramienta clave para la comprensión completa de su autoría, tanto la que escondió y usó para explorar las zonas oscuras de su identidad como la que mostró y le dio para vivir desde los años veinte hasta su muerte a principios de los años cincuenta.
Miguel Dalmau, concienzudo biógrafo de Jaime Gil de Biedma (1929-1990), documenta que estando el poeta ya muy enfermo, Carmen Martín Gaite, gran admiradora de Celia y su creadora, le mandaba ejemplares de los libros de la serie, para hacerle reír con las travesuras de Celia y de Cuchifritín en una época en la que el SIDA equivalía a una sentencia de muerte a la que Martín Gaite no era ajena pues su hija había muerto cinco años antes de la misma enfermedad. Esta muerte forma parte de otro armario en el que se halla la autoría de Carmen Martín Gaite, abiertamente declarado por su hermana y albacea Ana María Martín Gaite, quien ha admitido el control editorial en los póstumos Cuadernos de todo incluyendo en esta comprensible y debatible censura la muerte de Marta Sánchez Martín en 1985, muerte sobre la que planea la parte más oscura y controvertida de la época de la movida madrileña4. Jaime Gil de Biedma, poeta de la noche y de la movida, dejó escrito, entre otros diarios recientemente publicados, un texto autobiográfico, Retrato del artista en 1956, que no vio la luz hasta pasada su muerte. El libro, dividido en tres partes y explícitamente homosexual como el que nos ocupa, refleja múltiples experiencias: la homosexualidad y el vivir armarizado, la literatura y la autoría, el franquismo y el poder de la censura, el poeta hecho censor, la experiencia del amor, el deseo y el sexo y, finalmente, la experiencia de la enfermedad y la escritura autobiográfica. Todas se esconden en este retrato, sobre el que el autor corrió un velo, suplantándolo por el personaje del burgués civilizado que él mismo identificó como central en sus escritos. Hay mucho de Elena Fortún en Celia y de los vínculos entre autora y personaje se ha escrito con relativa abundancia5. Sin embargo, lo inusitado del contenido de Oculto sendero la convierte en el testimonio clave para el estudio histórico de la sexualidad y emancipación femeninas en la España de las vanguardias.
La especialista en literatura anglo-española infantil y juvenil Marisol Dorao, profesora gaditana autora de Los mil sueños de Elena Fortún, visitó en Estados Unidos a Anne Marie Hug, nuera de Elena Fortún, mediada la década de 1980. Ésta le dio «un gran bolso de viaje lleno de papeles de su suegra», con quien no había tenido una buena relación en vida de ésta. Entre estos papeles se encontraban todo tipo de escritos, cartas y artículos, cuadernos, el manuscrito autobiográfico Nací de pie, precursor de Oculto sendero, el ya famoso Celia en la revolución, publicado por primera vez en 1987, y también «dos novelas (en las que se observaban ciertos rasgos de lesbianismo) escritas a máquina con tinta morada y encuadernadas». Oculto sendero es una de esas novelas lésbicas pasadas a limpio. Curiosamente, el texto de Celia en la revolución no estaba pasado a máquina sino escrito en borrador, a lápiz. El 4 de enero de 1993 la versión televisiva Celia se estrena en los cines Doré de Madrid, dirigida por el cineasta José Luis Borau con guion de Carmen Martín Gaite. Entre 1987 y 1993 Marisol Dorao hizo de puente entre Borau y la nuera de Fortún, quien finalmente consintió que se hiciese la serie para RTVE. Con anterioridad había rechazado ofertas de otras productoras y también se mostraba reacia a que se investigase la figura de su suegra. Diez años más tarde, en enero del 2003, fallecía Anne Marie a los 92 años de edad, habiendo sobrevivido a su marido, Luis de Gorbea Aragoneses, casi cincuenta años. El hijo mayor de Elena Fortún se suicidó mediada la década de 1950, a los dos años de morir su madre y a los seis años de morir su padre. Ella fue perfectamente consciente del desequilibrio mental que le afectaba, similar al que había observado en su esposo, quien se suicidó en 1948 cuando la autora regresa a España por primera vez con la intención de tramitar la vuelta de ambos tras casi una década de exilio en Buenos Aires6. Eusebio de Gorbea Lemmi, militar, escritor y amante del teatro alcanzó cierto renombre a través de algunos dramas. Escribió una novela, Los mil años de Elena Fortún, con un personaje que se trasviste y cambia de sexo a lo largo de diferentes épocas históricas, como el Orlando de Virginia Woolf. Encarnación Aragoneses usará el pseudónimo de la protagonista creada por su esposo. La Elena Fortún de la novela considera el cuerpo de la mujer como cárcel que se necesita abandonar para formar parte de la vida y la historia. Es este probablemente el apunte más obvio de la presencia de la ambigüedad genérico-sexual en la vida de los esposos Gorbea.
El vínculo literario entre Fortún y Martín Gaite, quién reconoció la decisiva influencia de la primera y de su personaje en nombres de la posguerra que, como ella, Aldecoa o Gil de Biedma, crecieron leyendo las aventuras de Celia, merecería un estudio aparte. La novelista que definió el importante tipo narrativo de «la chica rara», clave para entender el desarrollo del feminismo español en el siglo XX, estuvo muy interesada en averiguar quién se escondía tras la fachada formada por Elena Fortún y la protagonista de sus libros. Aunque levantara la cortina en el libro de ensayos Pido la palabra con diversos escritos, cabe preguntarse si Martín Gaite miró más a fondo y, si lo hizo, como probablemente fue el caso, cabe conjeturar que decidió callar sobre el lesbianismo de Fortún. Queda sin explicación completa por qué, aun habiéndose adentrado en el mundo sáfico de una autora tan querida por ella, nunca mencionó su sexualidad ni veladamente, como tampoco relacionó ni a Fortún ni al lesbianismo con la «chica rara», tema de su más famoso ensayo. Al tipificar al personaje más recurrente de la narrativa de posguerra escrita por mujeres, no menciona, quizás deliberadamente, la ambigüedad genérica y sexual. La deja sin tratar en su trabajo y, en su lugar, saca a la luz el no cuerpo de la Andrea de Laforet y de otras protagonistas de novelas escritas por autoras de esa generación del medio siglo como Matute, Medio y Aldecoa. No se adentra en una exploración crítica de la no feminización de estas protagonistas. Tampoco discute la ausencia de la madre en la caracterización de estas narradoras testigos. Orfandad, diferentes formas de ruptura del vínculo madre e hija y ambigüedad genérico-sexual son, sin embargo, en mi opinión, los rasgos definitorios de la «chica rara», extensibles a Celia, a Fortún y a la protagonista de su autobiografía.
Es muy posible que el fantasma del lesbianismo que planea, según algunas críticas como Alison Ribeiro de Menezes, sobre la obra de Martín Gaite y sus personajes femeninos también ronde las incompletas pesquisas de investigación literaria que la autora de El cuarto de atrás realizó al mismo tiempo que Dorao. Ya que esta última tiene la oportunidad de discutir su trabajo y el contenido de sus archivos con la novelista, resulta muy poco probable que Martín Gaite ignorase la existencia de una abundante correspondencia entre Fortún y Laforet, quien se supone crea la primera «chica rara» en Nada. Laforet declaró sin ambages y repetidamente la gran influencia de Fortún en su escritura. Martín Gaite, por su parte, a pesar de discutir la ausencia de romanticismo de Andrea, la narradora testigo del libro de Laforet, nunca la relaciona con Celia. En diversas misivas, Fortún no dejó de expresar su sorpresa al ser reconocida como influencia en quien fue la escritora novel más importante de la década de 1940. La joven, sedienta de cariño y necesitada de tutela literaria y personal, vio en Fortún una figura maternal, continuación del inspirador personaje de Celia, compañera de su infancia de niña solitaria.
Laforet fue la última amiga escritora en llegar a la vida de Encarnación Aragoneses, cuando la salud de ésta se encontraba ya muy mermada. La atracción que en el último tramo de la vida de Fortún, cuando ya no puede ofrecerle el apoyo y el cariño espistolar de antes, Laforet sintió por la escritora Lilí Álvarez ha sido explorada en Carmen Laforet. Una mujer en fuga, la exhaustiva biografía escrita por Caballé y Rolón. El contraste entre las dos amistades es inquietante. Mientras Fortún animaba a la joven novelista a escribir, considerándola un ser con una sensibilidad especial, y temía que matrimonio y maternidad le impidiesen realizarse como escritora, Álvarez tuvo una relación azarosa con la autora de Nada y La mujer nueva, separándola de sus amistades y ejerciendo un dominio absoluto sobre su persona. Álvarez, feminista, deportista y campeona de tenis, de origen aristocrático y muy religiosa, fue una figura controvertida, su infancia y juventud fueron nomádicas por ser hija ilegítima; vivía con sus padres en hoteles lujosos de Europa y no participó en el asociacionismo femenino anterior a 1936. Era homosexual y partidaria del apostolado seglar. Fortún, ya muy enferma, asistió en la distancia al comienzo de una amistad entre mujeres tan nociva como algunas de las mostradas en Oculto sendero, relaciones de poder entre mujeres dominantes y sumisas, bastante similares a las ejercidas por el patriarcado sobre las mujeres.
Marisol Dorao menciona la «velada acusación de lesbianismo que apareció alrededor de algunos miembros del Lyceum Club, antes de la guerra, en la que Encarna estaba implicada como sujeto paciente», y a la que hace referencia cuando habla de las preguntas que le hacen en Aguilar sobre «las Matildes», Matilde Calvo y Matilde Ras, y cuando menciona a Viera Sparza, la dibujante de Gente Menuda e ilustradora de Celia, cuyo nombre completo era María Dolores Esparza Pérez de Petinto (1908-1987), bastante más joven que Elena Fortún. Concluye admitiendo que no quiere ahondar en esta faceta de la vida de Encarna «especialmente por la resistencia a contestar que he observado en algunas personas preguntadas». Las personas preguntadas fueron posiblemente Carolina Regidor, Inés Field y Carmen Martín Gaite quien a su vez habló de Fortún con Margarita Lejárraga, sobrina de María de la O Lejárraga. En sus entrevistas con Anne Marie Hug, cuyas grabaciones he podido escuchar junto con las de las conversaciones de Dorao con Regidor y Field, Dorao procede con cautela y no toca el tema del lesbianismo. En diversos momentos de las entrevistas y en su libro sí menciona, más bien de pasada, sin detenerse demasiado, los extraños hábitos matrimoniales de los Gorbea. Forman parte del retrato de la infelicidad matrimonial de Fortún, causada por su éxito editorial y por la personalidad bipolar de su marido. Recordando esa época, Fortún escribe en noviembre de 1951 a su querida amiga Mercedes, tinerfeña más maternal y tradicional que la autora: «Al año de llegar de Canarias ganaba yo con Blanco y Negro mil pesetas mensuales, que entonces era mucho dinero. Entonces me empezó a odiar Eusebio, que hasta entonces siempre se había dado mucha importancia conmigo». También María Luisa Arroyo se esconde para pintar, como Fortún se escondía para escribir, tanto en Canarias como en Madrid. Así lo confirma Inés Field, quien concreta que su amiga tenía que escribir en el baño pues, al principio de su carrera, su marido se lo tenía prohibido. Para Elena Fortún casarse fue un «disparate». Así se lo escribirá a Mercedes en la misma carta, que viaja a Chimbesque, en Tenerife, donde había residido en su juventud. Canarias, escenario nunca tratado en Celia, es clave en Oculto sendero, como lo fue en la vida de la autora quien empezó a publicar allí, en el diario tinerfeño La Prensa 7. El papel de estas islas en el desarrollo vital y en el proceso de concienciación de la propia sexualidad de la protagonista de Oculto sendero está con toda seguridad inspirado en la experiencia de Elena Fortún al partir a las islas a principios de los felices veinte.
Elena Fortún muere en Madrid en mayo de 1952, tras una horrible agonía. Meses antes ruega por carta a la escritora argentina Inés Field, a quien amó profundamente desde el comienzo del exilio hasta el final de sus días, que queme «sin dejar nada» unos originales que han quedado en Buenos Aires. Corría julio de 1951 y Fortún se encontraba en el sanatorio Puig d’Olena en Barcelona. Las dos amigas se escribían con una frecuencia tan grande como profundo fue su vínculo. Sin embargo, Inés Field no hizo lo que se le pidió, quizás porque Fortún escribió el ruego en el margen de la carta y no en el cuerpo principal de la misma, donde acostumbraba a dar intensa cuenta de todo tipo de inquietudes. Años después, Marisol Dorao realizó otro viaje a Argentina para conocer a Inés Field y Manuela Mur. Ambas mujeres fueron personajes claves en el complicado mundo afectivo de Eusebio y Encarna, reflejado en Oculto sendero en el matrimonio formado por el mediocre Jorge Medina y la moderna pintora Arroyo, que consigue reconocimiento y dinero. No en su libro Los mil sueños de Elena Fortún, sino en el cuaderno donde relata este viaje, Marisol Dorao anota lo siguiente:
A punto ya de salir, suena el teléfono y era Manuela Mur: que tenía dos libros que enseñarme que la tenían muy inquieta y que no quería que se enterase nadie, ni siquiera Inés [Field]. Inés fue quien se los dio, pero hace mucho tiempo y ya no se acuerda de ellos. […]
Parece que Elena Fortún y Matilde Ras, que siempre fueron muy amigas, se comprometieron a hacer cada una una novela y entregársela a la otra. Esas dos novelas son las que tiene ahora Manuela y no comprendo bien por qué está tan nerviosa por ellas.
Lo curioso es que las dos están firmadas por «Rosa María Castaños», y las dos tienen el estilo de Encarna (no de EF) que yo conozco ya tan bien. Cuando yo llegue a Cádiz, compararé este ejemplar (que se titula OCULTO SENDERO) con el que yo tengo que no lleva título.
Pero el otro era el que le preocupaba a Manuela, hasta el punto de decirme que si no me llega a encontrar a mí, lo hubiera quemado.
Entre Inés y Encarna hubo una relación sentimental, probablemente, aunque no se puede afirmar con total certeza, casta, algo nada infrecuente en el safismo de principios del siglo XX especialmente entre mujeres profundamente religiosas como lo fue Inés Field. Muy distanciado física y emocionalmente de su esposa, Eusebio, a su vez, se enamoró de Manuela aunque jamás se atrevió a declararse debido a la diferencia de edad entre ambos. Eusebio tuvo diversos escarceos con las criadas allá en los años veinte cuando residían en Madrid. Ese comportamiento del señor con las mujeres de servicio, al que Encarna reaccionó con indiferencia e incluso humor, era relativamente frecuente en la época y en Oculto sendero aparecerá tratado hasta el límite de la satiriasis en relación a un poeta canario y al marido de la pintora lesbiana Lolín. El otro es una novela de internado, género lésbico por excelencia, llamado El pensionado de Santa Casilda, del que solamente existe una copia. La aguda observación del entorno y el tono ameno y cercano de las cartas de Encarna se encuentra en efecto en Oculto sendero pero coexiste con la escritura al más puro estilo Fortún, hecha de diálogos plenos de viveza teatral y capítulos no muy extensos, como los de los libros de Celia, con su planteamiento, nudo y desenlace.
La mujer que escribe Oculto sendero ha vivido inmersa en un mundo cultural en el que la homosexualidad está muy presente. La homofilia y el mundo homosexual de las vanguardias es además patente tanto al investigar las relaciones y contactos del matrimonio Gorbea-Aragoneses como al analizar la versión de Celia adulta que Fortún crea, andrógina y resignada, sin romanticismo y silenciosa tras haber sido la voz de su propia historia8. Para cuando esa Celia es narrada en Celia institutriz (1944) y Celia se casa (1950) Oculto sendero ya ha sido escrito, de acuerdo con los testimonios de Mur a Dorao y de Fortún en su correspondencia. Estos volúmenes que narran el proceso de silenciación de la voz de Celia y la entrada a la norma heterosexual del personaje se contraponen a la literatura que por entonces Fortún ya oculta, en la que un personaje trasunto de ella misma, como también Celia lo fue, va más allá del matrimonio, se desmorona y vuelve a resurgir agarrándose al arte, única fuente de placer para la narradora consciente de su homosexualidad.
Encarnación Aragoneses hará balance de la vida en las cartas que escribe a Matilde Ras, con quien convivió durante la guerra, y a una jovencísima Carmen Laforet, entre otras. Siente que ella no ha sabido caminar, que ha sido mala y egoísta y que, efectivamente, no ha sabido reprimir su yo, mecanismo necesario para la formación del ser humano sano, como defiende Freud incurriendo en la contradicción de presentar la homosexualidad como primer impulso del ser, es decir, el más natural. Dudando de si es o no es necesario reprimirse para vivir y si cercenar o no el yo, a Celia dedicará Elena Fortún Para Celia. El apoyo moral de la esposa, un último escrito corto redactado en uno de sus cuadernos. En él, derrotada y sintiéndose culpable de no haber sabido ser madre ni esposa como confiesa en diversas cartas tras el suicidio de Eusebio, exhorta a Celia al sacrificio y al orden impuesto por los roles de género tradicionales. Para Celia. El apoyo moral de la esposa comparte cuaderno con el mencionado manuscrito de Nací de pie en el que se intenta explicar la homosexualidad a través de un nacimiento en el que hay dudas del sexo del bebé. El que un manuscrito sea literalmente el reverso del otro atestigua la confrontación de roles que Encarnación Aragoneses requirió tratar en su escritura inédita e íntima: nociones tradicionales y modernas sobre identidad sexual, haciendo patente la desgarradora contradicción de su propia escondida existencia de mujer en lucha.
En 1949, cuando ya faltaban menos de tres años para su muerte, Elena Fortún hizo un viaje en barco desde Madrid a Nueva York. Era un momento agridulce en su vida. En Estados Unidos se encontraban Luis y Anne Marie, quienes la reclamaban a su lado. Por un sentido de responsabilidad personal hacia «los hijos», como ella les llamaba, viajaba a compartir la vida de ambos en Orange, New Jersey, al norte del estado de Nueva York. La estancia constituiría un deprimente fracaso. Sin embargo, la travesía, en un cómodo barco inglés, le resultó placentera. Desde el barco, la autora escribe casi a diario a Inés Field. En esta correspondencia escrita a mano, con letra clara y en papel con membrete del barco, ocurre un significante cambio en la relación de Fortún con esa voz interna que comparte con la protagonista de Oculto sendero, un cambio que se traduce en una conmovedora aceptación del yo y del destino, contra el que no se puede luchar una vez que el camino de la vida ya ha sido andado. El 20 de noviembre, cuando navega el barco paralelo al Ecuador, le dice «estar sintiendo que me desdoblo… que me ha nacido otro yo al lado izquierdo… que se ríe de mí, me juzga y me mira… No estoy loca, no. Tal vez no existen locos». Ha cumplido 63 años en el mar, donde siente que tiempo y espacio se desvanecen. En esos días lee a San Juan de la Cruz alternándolo con Gerald Heard, en concreto con uno de sus libros más importantes: Dolor, sexo y tiempo (Pain, Sex and Time: A New Outlook on Evolution and the Future of Man), best-seller publicado 10 años antes. En sus cartas, Fortún dice leerlo despacio, reflexionando sobre la evolución de la sexualidad que ella ve como sublimación, encontrando en esta idea un punto de contacto con la mística de San Juan de la Cruz. No le es difícil ver los dos libros de manera complementaria, uniendo amor divino y amor carnal. El día 22 del mismo mes, llegando a Trinidad, insiste en su necesidad de comunicar lo que piensa del libro de Heard, un texto que fue contra el racionalismo científico, hecho compartido, como veremos, por la narradora de Oculto sendero en su rechazo final a los dictados de la medicina sobre su persona. El texto de Heard revisa, entre otras cosas, la mística, que Fortún relee en el viaje, desde el prisma del sexo y la sexualidad. La autora pensaba que Santa Teresa de Jesús y los místicos sabían más de psicoanálisis que Freud. Esta línea de interpretación ha cobrado importancia crítica con los años desembocando en un paralelismo no exento de cierta chispa: también los místicos sabían más de sexualidad que el padre de la ciencia que explicaba la importancia del placer y el sexo en la formación de la persona y además daba un sitio a la homosexualidad masculina en el desarrollo del hombre sano, a la vez que patologizaba a la mujer que no se plegaba a la norma. A tono con la visión negativa del progreso post-1929, el libro de Heard retrata la modernidad como caos nocivo para el hombre y la mujer precisamente por la instauración de la moral sexual burguesa. Fortún, tras la guerra civil y llevando a cuestas cansadamente ya el fracaso de sus ideales, no distaba mucho de esta concepción, por lo menos en lo relativo a la vieja Europa.
Encarnación Aragoneses no tuvo nunca buena salud. Como María Luisa Arroyo, tenía el estómago delicado y adelgazaba mucho. También se resentía del pulmón y tuvo el corazón débil. Ningún médico supo dar con lo que tenía, lo que le hace entender la mala salud y la debilidad física de manera espiritual, como hecho enviado por Dios no precisamente para que los médicos puedan entenderlo sino para que ella lo viva. No se ha podido averiguar si fue fumadora aunque murió, según testimonio de su amiga Carolina Regidor, de un cáncer de pulmón. En cualquier caso, era la época en que se debatían los orígenes endocrinos de la homosexualidad. También Heard escribió sobre esa glándula llamada hipófisis situada detrás de la nariz, cerca de donde se forman las ideas, críptica pero en el mismo centro del cerebro, origen cierto de los apetitos sexuales que, de puro misteriosos para la mente de las personas no doctas, mujeres incluidas, salen a la luz en el arte y la poesía. Idea que hoy puede resultar irrisoria, no es difícil imaginar la importancia que este tipo de pensamiento tendría en el estudio y la tipificación de la salud física y mental y en el reforzamiento de la autoridad científica a la que las mujeres no tenían acceso aunque las estaba definiendo como enfermas y locas, seres, en el mejor de los casos, a controlar por el padre o el Estado. Con todo, Heard era avanzado. Creía que una nueva y más amplia concepción de la sexualidad debiera redefinir los vínculos y comunidades humanas, idea que también la protagonista comenta con su hija María José.
No es posible resumir el pensamiento de Heard en este escrito. Baste puntualizar que consideró los comienzos del siglo XX revolucionarios en materia de sexualidad. La consecuencia de esa mejora en el entendimiento debiera haber sido la consideración de la moral sexual imperante como una superstición cruel y retrógrada, visión que coincide con la que exhibe María Luisa Arroyo y probablemente compartía Fortún. Como hizo siempre, Fortún buscaba substanciar su pensar con conocimientos, en aquella exploración incansable del saber que hizo que leyese, escribiese y reflexionase hasta el final de sus días. La necesidad de discutir estos temas con la piadosa Inés, interlocutora ausente como la divinidad, se traduce en una constante conversación imaginaria con la amiga porteña. Y tras días de reflexión y diálogo mental sobre la importancia y la necesidad del amor y el amar concluye que la verdadera vida no es visible y escribe que puede «decir que tengo vida y media. La media es la que vivo en el día.» La verdadera vida es otra, la onírica que siempre le fascinó y la del pensamiento, es decir, la oculta e inmaterial, la que se va quedando relegada o protegida en el interior del armario, muy cerca en el caso de Fortún y Arroyo de una sexualidad no normativa. Es entonces cuando empieza a ser capaz de vivir sin miedo y angustia, en comunión con su interior («Empiezo a no tener miedo a nada. La angustia se me ha pasado del todo»), convencida de que lo verdadero del amor permanece oculto, idea que también puede apreciarse en, por ejemplo, El público de García Lorca en el que el verdadero teatro como el verdadero amor está oculto, aún pendiente de representación. Lo que está en escena es siempre teatro al aire libre y, por su perverso y controlador artificio, debiera ser envenenado para abrir la puerta a una mejor representación de la vida, a un mejor teatro y a una más completa y verdadera representación del amor más allá de la heterosexualidad. A esta idea, presente también en Heard si bien formulada desde otro ángulo, da vueltas Fortún en esta travesía. Firma esta remesa de cartas con su nombre de pila, Encarna, no como Elena, como acostumbraba a hacerlo durante el exilio. Siempre se despide intensamente, besando y abrazando a su amiga «con toda el alma».
Viaja como una ermitaña, sin hablar con nadie, sólo con Inés, a quien ama, a través de las cartas y la mente. Su vivir silencioso y solitario es por tanto aparente. Pocos días después, el 6 de diciembre, ya desde Orange, en un ambiente que le es hostil, escribe que «[…] cada día sé mejor que lo mejor de todo es callar», afirmación que equivale a admitir la presencia del armario en la vida propia. Es una visión positiva del mismo, en el silencio del armario se protege un yo diferente y especial para el que el mundo no ha sido hecho; en el silencio del armario la verdad se habla. En contraste, desde ese mismo convencimiento pero en negativo van pasando los años en Oculto sendero, convertida la narradora que «quería ser mayor pero mujer no» en «aún más mujer que ninguna» por una cuestión de género y no de sexo, «porque los atributos femeninos de resignación, afectación, falsedad, dulzura y mansedumbre superaban en mí a los de otras mujeres…».
Obra memorialística de las modernas: el corpus de Oculto sendero
La historia de la separación entre sexo y género de la obra aquí discutida significa también en relación a un corpus al que esta autobiografía novelada pertenece. Con el paso del tiempo se ha ido formando un conjunto de textos autobiográficos salidos de la pluma de escritoras, artistas e intelectuales culturalmente activas en las primeras décadas del siglo XX. Es este un conjunto clave para la comprensión completa del devenir político, cultural y social del pasado siglo. Ha de acudirse a él para entender el exilio español, la difícil vida (tanto la pública como la privada y también la secreta, así como los vínculos entre las tres) de nuestras intelectuales a caballo entre tradición y modernidad en una España obsesionada por regenerarse tras la pérdida de la grandeza imperial en 1898, pero anclada en un pensamiento esencialista que determinará la vida de nuestras modernas, en sus diferentes generaciones. En este corpus se encuentran autobiografías escritas por autoras modernas afines al feminismo y a la república, exiliadas tras la guerra civil, como Memorias habladas, memorias armadas de la poetisa y editora Concha Méndez, Entre el sol y la tormenta de la anarcosindicalista Sara Berenguer, He de tener libertad de la escritora, periodista y diplomática Isabel Oyarzábal de Palencia, volumen publicado en Nueva York en 1944 con el título I Must Have Liberty, Memoria de la melancolía de la gran María Teresa León, Doble esplendor, controvertidas memorias de Constancia de la Mora, cuya misteriosa muerte en el exilio en Méjico ha sido bastante comentada. En la península y durante la posguerra, Carmen Baroja Nessi escribe sus Recuerdos de una mujer de la generación del 98 desde otro tipo de exilio, el interior, rodeada de genios varones que no reparan en la necesidad de autoría y creatividad de la mujer que les cuida. También desde el exilio interior escribe la poeta ultraísta Lucía Sánchez Saornil su poesía más autobiográfica, a la vez que vive con discreción en Valencia con su compañera sentimental América Barroso. Además, durante la transición a la democracia se revisitan los años más importantes de nuestro feminismo y su genealogía en volúmenes como el magistral Los hijos de los vencidos de la feminista Lidia Falcón, La España que pudo ser. Memorias de una institucionista republicana y el póstumo Mi vida en España 1916-1936, ambos de Carmen de Zulueta. Completan este creciente corpus Recuerdos míos de Isabel García Lorca, Una mujer en la guerra de España de Carlota O’Neill, Mi atardecer entre dos mundos de María Campo Alange, fundadora del Seminario de estudios sociológicos de la mujer y mujer clave en la continuación del proyecto feminista durante la dictadura, Delirio y destino (María Zambrano), Sucedió y Así, las memorias inéditas de Victorina Durán, Sí, soy Guiomar. Memorias de mi vida de Pilar de Valderrama, Los cuadernines, autobiografía de Delhy Tejero, pintora de vanguardia, De puertas adentro de la pintora Amalia Avia, Diario de Matilde Ras, con quien Fortún mantuvo una relación sentimental. En extremos opuestos del espectro político se encuentran Memorias de Pasionaria (1939-1977) de Dolores Ibárruri y Recuerdos de una vida de Pilar Primo de Rivera. La indomable de Federica Montseny, y El voto femenino y yo de Clara Campoamor y Una mujer por caminos de España junto a Gregorio y yo, ambos de María de la O Lejárraga, también forman parte de esta nutrida nómina a la que ha de incorporarse Oculto sendero. La lista no es exhaustiva. Algunos de estos libros se publican en vida de las autoras, la mayoría después de su muerte.
El contenido de cada uno de los libros anteriormente citados añade memoria a la historia del pensamiento y cultura feminista española. Cada publicación encierra una historia de ocultación y clandestinidad tan relevante como el texto mismo, condicionada por ser textos autobiográficos de mujeres cultural e intelectualmente activas en el siglo testigo de la difícil integración de la mujer en el mundo laboral, cultural y de la autoría. Como ocurre en Oculto sendero, este corpus documenta la relación del yo de mujer con la palabra escrita, el arte, el saber o la educación así como las cortapisas y acicates puestos por el otro masculino, en forma de padre, esposo, médico o maestro, con el poder o deseo sea de permitir sea de impedir el desarrollo de la autoría y del conocimiento de la mujer cercana. Asimismo, quienes reconstruyen su subjetividad a través del texto en primera persona se saben figuras pretéritas pertenecientes a un mundo destruido por el franquismo en España y el conservadurismo presente en Europa tras las guerras mundiales. Estos textos, ocultos en su mayoría hasta finales del siglo XX, olvidados, publicados fuera de España o en ediciones de poca tirada, sin la suerte de las reediciones de los autores canónicos, exhiben diversas relaciones con la norma y las expectativas de género, con la maternidad, el matrimonio y lo doméstico. Uno de los temas más importantes de estos libros es la descripción de una sociedad obsesionada por controlar la conducta de las niñas, tema sin el cual no se podría entender el humor de la serie Celia ni aquellos episodios de Oculto sendero en los que asoma la gracia característica de los diálogos de Elena Fortún, francamente tragicómicos en ocasiones a lo largo de la infancia de la protagonista de esta novela. Ante su hija asaltada por un hombre, la madre, temerosa de que la niña haya perdido la virginidad pero sin querer explicarle qué podría haberle pasado, abrumándola para que cuente todo, el humor de Elena Fortún asoma a pesar de la sordidez del episodio en la conclusión lógica de la niña que entiende a medias lo peligroso de la situación que acaba de vivir: «por lo visto mamá quería que me hubiera comido la lengua porque todo le parecía poco».
Concha Méndez, en sus Memorias habladas, memorias armadas se detiene en el recuerdo del control de su sed por parte de los mayores. Se inventaba triquiñuelas para poder beber toda el agua que su cuerpo le pedía, cantidad considerada excesiva tanto por sus padres como por las monjas del colegio. Llama la atención en la autobiografía de Isabel Oyarzábal de Palencia el obsesivo control que sobre los cuerpos de las niñas ejercen las monjas educadoras, quienes si es necesario reprobarán a los padres cualquier asomo de laxitud obligándoles a plegarse a la norma en lo referente a la correcta educación de las niñas. Una generación por delante, María Campo Alange irá un paso más allá uniendo el trauma de su noche de bodas a la educación represiva de su infancia y adolescencia. Uno de los pilares de esta educación fue la ignorancia del cuerpo en la que participaban la madre y el confesor. «Me dejaron sin aire y sin luz», dice la llamada gran dama del ensayo feminista español, admitiendo una ignorancia que llama la atención en la culta mujer que fue y uniendo la propensión a sufrir crisis de ansiedad en la juventud a la deficiencia de la educación que recibió por ser mujer y a su dolorosa experiencia de iniciación sexual y de la maternidad primera, en la que por estar aún en la cuarentena, el sacerdote la declara impura para presentar a su bebé ante la Virgen y bautizarle. El aislamiento de las recién paridas, referido aquí y allá en las memorias de nuestras autoras modernas, queda así justificado dentro de un contexto social.
Por el contrario, Victorina Durán, gran amiga de Elena Fortún y abiertamente lesbiana, en cuyo domicilio se reunía el Círculo Sáfico de Madrid, como ha documentado Vicente Carretón Cano, relata en el primer tomo de sus memorias inéditas una educación mucho más moderna, como la de Carmen de Zulueta o Lidia Falcón. Al hilo de esta educación, Durán escribe sus recuerdos partiendo de una anagnórisis claramente formulada al poco de comenzar el texto. Durán menciona en la primera página del manuscrito titulado Sucedió que el secreto de su paz y su felicidad es obrar siempre honestamente y de acuerdo consigo misma, consejo recibido de su padre que a medida que pasan los años se va fortaleciendo hasta configurar su credo vital:
Solo la verdad es moral, la mentira es inmoral. La VERDAD purifica; la mentira, corrompe. Pocos se atreven a ser quienes SON9, a vivir su propia vida, porque una mentira universal, inevitable, nos envuelve: la mentira de las relaciones sociales. Al escribir ahora mis recuerdos pienso que debo matar esa mentira de las opiniones ajenas, lo que escribo será solo mío y para mí, no me interesa, como siempre, la opinión de quien lo lea, si alguna vez lo lee alguien, respetando y prescindiendo de las opiniones de los demás.
Uno de los capítulos de este primer tomo de memorias de quien para Elena Fortún fue «Víctor» se titula curiosamente «Los abanicos de mi abuela Encarnación». En 1983, año en el que redacta sus memorias en su piso cercano al Palacio de Oriente, con ese hábito que despliega en su escritura de hablar con los objetos inanimados dice «Víctor» a la colección de abanicos que conserva de su abuela que lamenta se hayan quedado obsoletos. Les explica:
Vuestra misión de dar aire ya no es precisa; la ventilación o los monstruosos ventiladores os sustituyeron, os arrebatan vuestra finalidad. […] [S]obrevivís porque sois bellos y la belleza siempre perdura. En movimiento o en quietud, los abanicos nos darán siempre el aire del recuerdo sentimental de su época. […] Vuestra historia está unida a la coquetería femenina existente en todos los tiempos.
Victorina Durán vivió sin apuros en el exilio porteño, acogió a los Gorbea-Aragoneses ayudándoles en sus primeros tiempos en Buenos Aires y también fue ella quien encontró a Eusebio muerto, según comenta Fortún en su correspondencia. La Durán fue un personaje importante en el mundo de las vanguardias anterior a la guerra civil. Catedrática de indumentaria en San Fernando, gran escenógrafa y pintora, comparte con María Luisa Arroyo además la eventual vivencia de un lesbianismo discreto amparado por la libertad económica que le procuró dedicarse al arte nuevo y funcional, lejos del rígido academicismo que caracteriza en Oculto sendero a Jorge. Coincidencia o no, la protagonista de Oculto sendero llega al arte gracias al encargo de pintar abanicos que recibe en las islas. Además, cuenta Martín Gaite en su prólogo a Celia lo que dice y en uno de los ensayos de Pido la palabra que para Eusebio la escritura de Encarna no era seria, era más bien «como pintar abanicos». Y el personaje creado por ella en esta autobiografía los pintará: abanicos con golondrinas volando libres en el otoño, recuerdos de los últimos meses de vida de su hija de nombre andrógino María José, renaciendo con una significación nueva conectada con ella misma en el arte funcional y en movimiento del abanico. Ambas artistas, Fortún y Arroyo, verán su trabajo como secundario al del hombre que las acompaña, seres débiles martirizados por la fuerte y no natural personalidad de sus esposas. En la golondrina, activa y viajera en otoño, rotas las ataduras de la primavera, sin plumas de color, sobriamente negra, se ve retratada María Luisa Arroyo.
En el libro Gregorio y yo. Medio siglo de colaboración (1953) que María de la O Lejárraga publica en el exilio como María Martínez Sierra, se saca a la luz la historia de matrimonio y autoría del sello literario Martínez Sierra, hoy de sobra conocida. Lejárraga fue también íntima amiga de Elena Fortún y principal impulsora de su carrera literaria, como comprueba Martín Gaite. Un día, habiéndose Juan Ramón Jiménez comprado tres bonitas corbatas, regala una a su gran amiga María, quien tenía un mal día y no se encontraba bien. El regalo fue de su agrado pues, en sus palabras, «era la época en que las damas empezábamos a usar blusas de camisero y, con ellas, corbatas de hombre». La autora recuerda su cercanía al poeta, con quien disfrutó de la más auténtica fraternidad entre hombre y mujer, relación, en su opinión, «que casi nunca se consigue» y con la que María Luisa Arroyo se hubiese conformado en Oculto sendero ofreciendo a su marido un cariño fraternal en camas separadas. En Sucedió también «Víctor» deja caer que esa unión existe en esa era del matrimonio de compañía o «companionate marriage». Jaime Gil de Biedma en su Recuerdo del artista en 1956 baraja la posibilidad de casarse. Habla de ello como una necesidad social que para nada excluye la vivencia de la homosexualidad. Si esa opción le produce pereza es precisamente por la conciencia de la oscuridad de los bares y lugares a la que quedaría relegada su homosexualidad aun sintiéndola protegida por la cubierta de un matrimonio correcto.
Los vínculos entre el matrimonio Gorbea-Aragoneses y Martínez Sierra-Lejárraga van más allá del gusto común de las señoras por las corbatas y moda masculina. Alcanzan al matrimonio Jorge Medina-María Luisa Arroyo protagonista de Oculto sendero, y llegan a una común y controvertida concepción del papel del matrimonio en la modernización de la mujer, ya no ángel del hogar sino moderna emancipada dueña de un intelecto productivo y capaz. En esta tesitura, la mujer ya no ha de servir al hombre. A la vez, pareciera que ambos sexos se encuentran perdidos y, ellas especialmente, aprendiendo a hacer su género de manera diferente, como la protagonista de esta novela. Antonina Rodrigo menciona el encuentro entre las escritoras Fortún y Lejárraga como «el más transcendente de María en el Lyceum». Anne Marie Hug de Gorbea, nuera de Fortún, que se había alojado en la Residencia de señoritas mientras estudiaba español en Madrid antes de la guerra, sí recuerda la estrecha amistad entre los dos matrimonios así como la relación con Ceferino e Isabel de Palencia, amén de evocar anécdotas y hábitos del Lyceum Club tan frecuentado antes de la guerra por su suegra y en el que conoció a María de la O Lejárraga y a Isabel Oyarzábal de Palencia, entre otras. En los círculos homófilos y lesbófilos en los que se movían los Martínez Sierra también estaban los Gorbea-Aragoneses. Oculto sendero refleja este mundo oculto, como deja caer Anne Marie en una entrevista con Marisol Dorao, sin jamás referirse abiertamente a cuestiones sobre sexualidad y autobiografía porque, probablemente, no había leído Oculto sendero. De haber leído algo más que los primeros capítulos en los que un lector poco avezado solo verá una niña sensible, llorona y algo rara, es poco probable que se lo hubiese entregado a Marisol Dorao.
La primera edición del libro Granada, guía emocional de Gregorio Martínez Sierra se publica en 1911 en París (Ediciones Garnier Hermanos) con la dedicatoria «Para Eusebio Gorbea, capitán general en el ejército de soñadores», suprimida posteriormente. Martín Gaite considera que el dramaturgo está haciendo referencia al carácter de «perpetuo amateur» que jamás llega a consagrarse como escritor de Eusebio, característica que comparte con el personaje de Jorge Medina, marido de la protagonista de Oculto sendero y pintor que no llegará nunca a alcanzar renombre, como tampoco lo tuvo el pintor Ceferino Palencia, esposo de la feminista Isabel Oyarzábal, en cuya autobiografía He de tener libertad se cuida muy mucho de retratar a su esposo como el parásito que fue. Jamás menciona directamente la mediocridad de Ceferino. Fortún, por su parte, se quejará de la poca constancia de su marido solamente en las cartas y también la plasmará en los altibajos abúlicos de Jorge Medina.
El abogado Enrique Ucelay y el marido de Elena Fortún firmaron como testigos de la declaración de Martínez Sierra donde confirmaba que la autoría de las obras publicadas con su nombre correspondía a su esposa María de la O Lejárraga, dato que también prueba el nivel de amistad de estos dos matrimonios. Esta declaración, escrita como documento íntimo, se vería ratificada al morir María y salir a la luz gran parte de su correspondencia. Es esta una de las amistades más herméticas de Elena Fortún. Incomprensiblemente, por el momento no se ha encontrado apenas correspondencia entre ellas, a pesar de que Encarna fue una asidua escritora de cartas y se conserva correspondencia con Carmen Laforet, Carmen Conde, Esther Tusquets y Matilde Ras. No cabe duda de que fueron íntimas y, de hecho, la temporada que Fortún pasó con Lejárraga en la Costa Azul inspiraría la segunda parte de Celia en el mundo, cuando la protagonista viaja a Francia con el tío Rodrigo. La amistad entre estos dos matrimonios de peculiar vida marital acercó dos historias de autoría femenina desarrollada de manera distinta pero en ambos casos a medias, exponentes de la autoría incierta que caracterizó a esa generación de modernas.
Fortún, como Lorca en las obras póstumas El público y Sonetos del amor oscuro, sin ver la homosexualidad como normal, irá un paso más allá de la patología en la que se quedó el padre del psicoanálisis, al insistir en lo inamovible y por tanto incurable de esa naturaleza invertida analizada en Oculto sendero, precisamente por ser natural y ser, por tanto, esencia, verdad última sobre el yo. Existe un curioso episodio que relaciona a Lorca y Eusebio de Gorbea, y que demuestra, una vez más, que el matrimonio vivía inmerso en círculos de amistad caracterizados por la unión de actividad artístico-cultural y homofilia. Eusebio de Gorbea, gran amante del teatro, interpretó el papel de Don Perlimplín con Magda Donato, amiga de su esposa, en el de Belisa en la obra de Lorca Amor de Don Perlimplín con Belisa en su jardín, estrenada en la Sala Rex en 1929. En la edición que en 1990 Margarita Ucelay publica de esta obra con la editorial Cátedra, la estudiosa retrata el mundo de los grupos teatrales El caracol y El mirlo blanco, que frecuentaban los Gorbea y que aparece preñado de contenido homosexual.
El caracol había comenzado 1929 con el estreno en la Sala Rex de Un sueño de la razón de Cipriano Rivas Cherif, obra que escandalizó por tratar abiertamente el lesbianismo y que fue, según argumenta Ucelay, la razón principal de que la censura no pasara por alto el estreno del aleluya erótico de Lorca en febrero, habida cuenta de que un mando del ejército, Eusebio, iba a aparecer en escena con cornamenta de ciervo y en actitud poco decorosa. Lo que interesa destacar es que en esa obra temprana de Lorca ya aparece la problemática de género que tan presente estaría en su último teatro y en las obras que escribe en Nueva York y Cuba entre las que está El público. Para que Perlimplín se case será necesario que entienda que el matrimonio es interesante porque no es tan simple como la norma heterosexual y los roles de género tradicionales dan a entender; también como Eusebio y Jorge, marido y personaje de Fortún, saben. Perlimplín vive inmerso en una ambigüedad perpetuada por el matrimonio heterosexual al que tiene miedo porque puede engullirle. Tendrán que convencerle de que la blanca Belisa es la opción ideal y no cualquier otra, indeterminada, escrita en puntos suspensivos. La criada Marcolfa se lo explica: hay que casarse porque el matrimonio «[n]o es lo que se ve por fuera. Está lleno de cosas ocultas». En este sentido, al leer Oculto sendero se siente que Jorge Medina, con su sensibilidad de artista, mediocre, pero artista, posee la capacidad de observar el profundo cambio que se irá operando en su esposa pintora de igual manera que al interpretar Perlimplín dirigido por Lorca y ante Rivas Cherif, Gorbea conocería los múltiples significados de un texto dramático que, como todos los de Lorca, ha de entenderse poéticamente, como representación de realidades invisibles, armarizadas, y que al proponer una revisión moderna del mundo ponen en entredicho sexo y género.
Elena Fortún, que estudió biblioteconomía, la enseñó en la Residencia de señoritas y trabajó catalogando en la biblioteca de Buenos Aires, creía en la función poética de los títulos y en el mensaje no solamente verbal y directo de los mismos sino también en su poder de representación simbólica. Así, Oculto sendero está dividido en tres partes tituladas «Primavera», «Verano» y «Otoño». «Primavera» se ocupa del comienzo de la vida, la niñez de la protagonista. «Verano» cubre su juventud, fugaz y jalonada por predecibles ritos de paso: el cortejo, el noviazgo, el matrimonio, la maternidad y la muerte de la madre que marca el comienzo del otoño, época de la madurez y de la consolidación de experiencia y conocimiento. En «Otoño» se llega al presente de concienciación desde el que María Luisa Arroyo podrá narrarse. No hay una cuarta parte que se titule Invierno. «Fin del otoño. Octubre», «Noviembre» y «Diciembre» son los títulos de los tres capítulos finales. Una ojeada rápida al resto de títulos de capítulos arroja un saldo favorable a la temática de género. «El vestido» y «El regalo» reflejan lo material femenino de la burguesía. «Las mujeres malas», «Las niñas de mi colegio» y «Hogares» acentúan la disidencia genérica de la protagonista. «Carnaval», «El paje Luis» y «El baile del Club Náutico» muestran la afinidad de la protagonista con el travestismo y la vestimenta que expresa ambigüedad. «El señor juez», «El novio de Clara», «Antonio» y «Luna de miel…» apuntalan la negativa visión del hombre que el libro desarrolla; «Sinceridad», «Maternidad», «Mi madre», «Hogares» y «Ella» consolidan la ruptura de protagonista con la identidad genérica que se supone suya. «La novela de mi vida», «Revelación» y «Mi trabajo» remiten a la importancia del tema del desarrollo personal en medio de vicisitudes, sin el cual no puede haber novela de aprendizaje.
La escritora no firmó esta novela como Elena Fortún, pseudónimo que había usado tanto para sus colaboraciones en prensa como para Celia y sus libros divulgativos como El arte de contar cuentos y El bazar de todas las cosas. Encarnación Aragoneses Urquijo o «la de Gorbea», como la llamaban otras liceómanas usando el apellido de su marido, firmaba cartas como «Elena» y también como «Encarna», dependiendo de la época de su vida y del destinatario, o más precisamente, destinataria: la correspondencia de ella que me ha sido posible revisar va siempre dirigida a mujeres. En apariencia, las amistades femeninas fueron claves en su vida porque la acercaron a la emancipación y al conocimiento. Son muchas las amigas y mujeres que desfilan por Oculto sendero influyendo a la narradora y sirviéndole de pretexto para adentrarse en el terreno de la identidad sexual: Dulce Nombre, la prima mayor que ella de la que se enamora; Consuelo, la cuñada hermosa por la que se siente atraída y cuyo estropeado físico tras alumbrar muchos hijos y vivir relegada a la casa no puede dejar de notar; la misteriosa poetisa Julieta, de vivir discreto, que le hablará de la existencia del oculto sendero del título; las ancianas y vivarachas solteronas tía Teresa y tía Manuelita, figuras maternales que empatizan con María Luisa más que su propia madre; la atractiva y racial Florinda, su primera amante; Lolín, Rosita y Fermina, reflejo de ella misma y sus apetitos; la doctora Carmenchu y la abogada Rosarito, poderosas, inteligentes, modernas y lesbianas, la diva Leonarda y la sensible Lupe que da título al capítulo «Ella».
Es posible dar unidad a narradora y personaje, y deseable en aras de una más completa compresión de esta singular novela de aprendizaje. El yo que aísla en su relato el pánico de su adolescencia revisita a la vez su infancia y juventud a través del aislamiento que supone ser distinta de las otras niñas y jóvenes, por «chicazo» e «instruida», por ser mala con la aguja y aficionada a los «juegos de correr», hábito que otras niñas relacionan con no ser alumna del Sagrado Corazón, centro elitista al que iban las niñas de la burguesía madrileña y cuyo impacto en la educación de generaciones de mujeres ha estudiado Cristina Molina Petit en el marco del proyecto Mujeres bajo sospecha de Raquel Osborne. Escribe desde un presente en que ha abandonado su hogar, convertida, según ella, en paria «de una sociedad normal que no tiene otro fin más que reproducirse» en una cadena infinita de «honradas casas, llenas de lujuria, lloros de chicos y olor de pañales…», mundo al que nunca acabó de pertenecer pero que forma el armario en el que encarcelar al yo asustado ante el espectáculo de sí mismo. Entre, por un lado, la primera invitación a mirar hacia dentro formulada en la vigilia adolescente con ese «atiende» e inevitablemente auto-reconocerse a pesar del pánico y, por otro, la visión del yo con la que se concluye la historia, se narra un doloroso proceso de concienciación que culmina en la aceptación de vivir recorriendo un oculto sendero. Este oculto sendero no se muestra a todos ni todos han de avanzar por él. La narradora comenzará un caminar silencioso que sabe a huida, hacia un futuro en un exilio que queda sin determinar pero análogo al sufrido por toda esa generación de intelectuales españolas, exiliadas doblemente por ser mujeres y por ser emblema de una modernidad que el franquismo no podía aceptar por considerarla contraria a la esencia de la nación y a los valores tradicionales de la España, Una, Grande y Libre.
Otra Celia, otra Fortún: María Luisa
Arroyo,
caminante del oculto sendero
En los libros de Celia apenas hay referencias al sexo y la sexualidad. En Celia institutriz el personaje casi sufre una violación pero logra escaparse mordiendo el carrillo del hombre que la asalta. Siente una comprensible repugnancia al saberse sujeta por el agresor. El episodio acaba con el consejo de otro personaje femenino de callar lo que ha pasado para no salir perdiendo, idea repetidamente tratada en Oculto sendero, junto con la del asco al hombre predador que se cree con derecho a disponer del cuerpo de la mujer a su antojo. El silencio marcó la entrada de Celia en la vida adulta. Su voz en primera persona, silenciada tras su matrimonio, continúa en las peripecias de la maravillosa y valiente Mila, hermana pequeña de Celia, nacida al morir la madre. En Oculto sendero se encuentra una nueva extensión de la voz de Celia y una historia que llena los silencios de la creación que hizo famosa a Fortún. El personaje de María Luisa, a diferencia de Celia, tratará extensivamente el tema de la agresión y la violencia sexual contra las mujeres en su texto, presentando el matrimonio como una institución esclavizadora que legitima la venta del cuerpo de la mujer al hombre; el código del honor como un ridículo sinsentido; el sexo como algo sucio que nada tiene que ver con el placer femenino y, finalmente, la violación, que casi le ocurre a la protagonista a manos de un juez y de un grupo de adolescentes que la asaltan y logran levantarle la falda, como algo indefinido y terrible que puede pasar a las jovencitas «en esa edad equívoca en que la niña, al hacerse mujer, se asemeja al muchacho», que se alejan de su madre y actúan con más libertad de la que deben. Desde el prisma de la preceptiva ignorancia del cuerpo y de la crianza represiva, el retrato del sexo y la sexualidad de una época mostrado en esta novela no puede ser más desalentador.
Partiendo a un mundo nuevo, geográficamente Nueva York o Brasil, lejos del Madrid de la bohemia y de la burguesía al que la protagonista pertenecía y que Fortún conocía tan bien, se origina esta reinterpretación textual de la vida pasada, revisitada como una gradual revelación de la existencia de ese escondido itinerario de luces y sombras, del que toma plena conciencia y aceptación la protagonista pasado ya su particular verano vital, es decir, la juventud y la primera madurez, en lo que considera el otoño de la vida, ya casi el invierno, como si la necesidad de revisitar lo vivido desde el prisma de una sexualidad mal entendida obligase a la redacción de otro Ladies Almanack a lo Djuna Barnes, con etapas subvertidas pues el renacer no ocurre en primavera sino en otoño, tarde y teñido de amargura.
Hacia el final del relato, mientras la protagonista se viste un traje de lana de corte masculino, como los que le gustaban a Fortún y a Oyarzábal según testimonio de Cansinos Assens, la protagonista proyecta su ambigüedad al futuro. La «imagen ambigua» que el espejo siempre le devolvió, «un algo de chico, otro algo de mujer», y que ya está sobradamente consolidada en el relato, va camino de su imagen definitiva. Pronto parecerá solamente un hombre, «un hombre flaco y feo…». Oculto sendero no va a representar la concepción de la homosexualidad que en el nuevo milenio se considera correcta. Deja, en cambio, la homosexualidad problematizada; por eso la protagonista acaba aceptando un vivir escondido y exiliado de su patria y sus orígenes, en América, mundo nuevo en el que ser artista y ser homosexual, lejos de Madrid y de una sociedad en la que los cambios en la identidad femenina no podrán cuajar para toda una generación de mujeres cogidas entre tradición y progreso.
Oculto sendero es un atrevimiento y un acto de valentía no exento de miedo, el miedo que de sí misma y su lugar en el mundo siente una niña perteneciente a esa generación, que se convierte en arisca jovencita, novia a la que no le gustan nada los hombres, mala esposa, madre agitada por la incomprensión de sí misma, moderna artista emancipada después de su maternidad y, finalmente, mujer madura y sola, consciente de su inversión, tras, en conjunto, una triste vida marcada por un doloroso y difícil proceso de concienciación que culmina en final abierto: un sendero oculto, una ruta invisible a los ojos de la mayoría. Como el secreto a voces, el oculto sendero juega con el conocimiento y la ignorancia, el silencio y el discurso, la presencia de un trayecto que existe y la ausencia del mismo en el mapa de la vida cotidiana o el mundo aparente.
Para Elena Fortún, la novela ha de plantear un problema y resolverlo, como comentaría a Esther Tusquets en una carta de 1950 con Oculto sendero ya escrito y guardado en Buenos Aires y con Celia a punto de aparecer casada y callada en las librerías de España. Elena Fortún no usa al escribir la palabra discriminación ni el término lesbiana. Aunque el marido de la protagonista amenace finalmente con agredirla, en su vocabulario no está la expresión violencia de género: género y sexo se confunden en su relato. No puede separarlos ni tiene ni usa el lenguaje al que en nuestros días se recurre para explicar la igualdad y debatir sobre sexo, género, cuerpo y sexualidad. Sin embargo, Oculto sendero, además de ser el punto de partida sobre el que ha de estudiarse la contribución de Elena Fortún a la cultura y al feminismo español, nos invita a entender temas de gran actualidad: la influencia y configuración del poder patriarcal, el desarrollo de la violencia de género, la historia de la discriminación, las relaciones entre la heterosexualidad y otras identidades genérico-sexuales y la fuerza definitoria del esencialismo entendido como determinismo biológico, aún muy presente en nuestros días.
Su ser de niña extraña, incomprensible para todos y para ella misma, al dejar la niñez y perder la inocencia, reacciona sintiendo pánico. Los años de la infancia, o primavera, del personaje de María Luisa Arroyo, pasan en un Madrid moderno y «pervertido», contrastado en el libro con el pueblo del padre, al que regresan María Luisa y su madre tras el fallecimiento de éste, entorno perfecto para educar a las jóvenes «como Dios manda», es decir, en los roles de género tradicionales alterados solamente por ese eco de cambio y urbanismo que son las cosmopolitas «veraneantes», retratadas también en Celia madrecita, con sus «modas y modos». Con todo, aunque en su primera adolescencia asista espantada al negro espectáculo de sí misma al que la voz le invita a atender y su texto irá narrando, y aunque esa voz le hable en relación a la norma sexual y genérica que ella siempre cumplirá mal, la narradora reinterpreta la infancia explicando que su desconcertante disidencia genérica y sexual viene de antes: está en ella desde su nacimiento de niño equivocado, «chicazo desde que nació», «¡Tales berridos daba…!», según su madre. Planeando siempre sobre su vida está el miedo de que en realidad la niña «¡[e]s un chico! ¡Es un chico…!», repetido frecuentemente por la madre neurótica y enferma, auténtica femme nerveuse en el sentido que Foucault y, antes, a finales de la década de los cincuenta, la socióloga Hannah Gavron y otros analistas dieron al término, aislando para la ciencia y la medicina el tedio femenino que la novela decimonónica europea y el teatro había ya tratado exhaustivamente y que la María Luisa Arroyo casada y madre dice sentir. El conflicto entre la heterosexualidad dominante y una subcultura homosexual, es decir entre la norma y la subversión genera, en una época marcada por el choque entre tradición y modernidad al amparo del regeneracionismo posterior a 1898, nuevas formas de entender la medicina, el teatro, el arte, la política, el cuerpo, el sexo y la sexualidad. Oculto sendero se adentra en este conflicto, muy presente en la vida de Elena Fortún, quien siempre dudó de que su salida del rol de esposa y madre y asunción del rol de moderna emancipada fuese correcta a pesar de sentirla inevitable y comparó, como la protagonista, la génesis de obra con la maternidad en un intento de naturalizar la autoría femenina que se considera desviada de la norma, como también lo estaba la homosexualidad, explicable para la protagonista y narradora como inversión genérica.
El final del libro en el que coinciden la vorágine legislativa de los primeros tiempos de la Segunda República con los 38 años de la protagonista y su deseo de divorciarse sitúa los 10 años que tiene la niña del comienzo a principios del siglo XX. En el mundo de la niña abundan los ejemplos de libertad y androginia con los que se identifica (la écuyère, la pareja de mujeres del restaurante, el paje Luis, la clienta de la perfumería, su prima Dulce Nombre de la que se enamora…). Con idéntica recurrencia se pone freno inmediato a cualquier expresión de individualidad que ella pueda manifestar. La niña incomprendida posee una esencia diferente a la del resto de las mujeres y el entorno la ahoga tanto como el vestido que estrena a principios del libro, adornado con encajes antiguos de trajes que pertenecieron a la madre. Esas puntillas, símbolo de una feminidad eterna y tradicional a la que hay que plegarse por honor, son el único vínculo entre madre e hija, ambas, como Celia y su madre, perpetuamente desencontradas en la infancia de la protagonista, niña con «ojos nuevos» y «alma nueva», niña diferente a las demás. La gran sensualidad de la pequeña se hace patente en su apreciación de la belleza, provenga ésta de la contemplación de un árbol, del mar o de la carita de otra niña. Ante la belleza reacciona físicamente, es su cuerpo «hiperestesiado» el que la siente profundamente, excitándose ante el tacto suave de unas manos frescas o al recibir palabras de cariño y experimentando el más profundo desconsuelo ante el maltrato animal o la poda de un árbol centenario.
En el polo opuesto, ya desde la infancia, la sexualidad masculina se retrata como cruel e insensible, un apetito incontrolable que los hombres necesitan satisfacer para que en la vida haya orden y que las mujeres manipulan para vivir en paz. Las «abstinencias de la carne» enloquecen al hombre. La sexualidad femenina no está ligada al placer sino a la procreación y, desde esta perspectiva, no ha de extrañar la defensa de la castidad que la narradora hará en repetidas ocasiones pues el placer desligado del cuerpo y de la sexualidad encuentra su canal de expresión en la mente y el intelecto. Curiosamente, una generación más adelante, modernas diez o veinte años más jóvenes que Fortún como Concha Méndez o María Campo Alange sí hablarán del placer sexual. En Oculto sendero, la heterosexualidad es siempre sucia y denigrante pero la homosexualidad no se libra tampoco de la categoría de ultraje a la integridad personal. María Luisa Arroyo siempre sufre amando. Finalmente concluirá que el único amor verdadero es el del yo a sí mismo. A esto solamente puede seguir la aceptación de la soledad.
Domeñar o no el deseo, acostumbrarse o no al sacrificio y abnegación culturalmente consideradas como femeninas cuando lo de ser femenina sale tan mal que los lazos y horquillas dan aire de adefesio y no se sabe dirigir la casa, volar libre o empeñarse en ser correcta y seguir los dictados de la norma patriarcal fueron dilemas que condicionaron tanto a Fortún como al personaje que nos presenta en esta novela. Ambas viven existencias de mujer con infancia anclada a presupuestos decimonónicos y entrada a una modernidad que fue mucho más accesible a mujeres diez años más jóvenes que ellas, las auténticas hijas del siglo XX. Desde las relaciones entre el poderoso heterosexismo y lo demás, la narradora de esta autobiografía explora su vida. Así, ya adulta, al sentirse acometida por el tedio doméstico tan bien retratado por Carmen Baroja en sus Recuerdos de una mujer de la generación del 98 y al experimentar fuertes ansias de libertad siente envidia ante «las muchachas modernas» a las que ve «solas por la calle, con su cartera bajo el brazo, camino de la universidad, del instituto, de la escuela…» y lamenta haber nacido diez años antes de tiempo.
La mujer moderna, inquietante emblema de la modernidad, apareció en Madrid a principios del XX, época en la que se sitúa el comienzo del libro y en la que, según la narradora, «las mujeres llevaban los vestidos hasta los pies». Justo entonces, esa niña que estrena el odioso vestido adornado de encaje proveniente del trousseau de la madre, apunte intensamente flaubertiano, contempla embobada el traje chaqueta, la corbata, los labios rojos, el pelo corto, las piernas torneadas, las medias de seda, el tabaco y los demás accesorios de una pareja de lesbianas, una mujer elegantemente masculina y otra modernamente femenina, con un vestido que realza su cuerpo y con bonitos zapatos, para identificarse con ellas a pesar de lo insólito de su cosmopolita y antiespañola apariencia. Parecen, se dice, «de otra raza, de otro mundo inquietante y pasmoso» y, en efecto, lo son. Representan el bienestar económico y la realización intelectual: una de ellas escribe. Autoría y androginia asoman así unidas desde el segundo capítulo del libro, quedando establecido que las mujeres modernas carecen de lo que la autora llamará «instinto femenino».
En este capítulo, titulado «El restaurant», la autora recrea dos tipos antagónicos producto de los tiempos modernos: por un lado, la distinguida y mundana mujer moderna, andrógina o no, que confunde a la familia Arroyo hasta que el camarero aclara el sexo del chico de «los labios pintados» y «las medias de mujer»; por otro lado, queda también retratado el tipo del patriarca roto, representado en un borracho que se tambalea «con la chaqueta llena de medallas y cruces, y la boca babeante», se arenga a sí mismo a falta de ejército y hace que la niña que quería vestirse de marinero «con gorra y todo» quede sobrecogida de asco y miedo al salir del hotel tras haber experimentado un placer igualmente intenso por la visión de la pareja de mujeres. La repugnancia y el placer, respuestas de la niña ante esos dos tipos humanos producto de las primeras décadas del siglo XX, es física. En ese momento de su vida, carece de la madurez para interpretar estas reacciones en relación a sus preferencias eróticas. Ese es el camino que le queda por recorrer.
Como menciona Mazower, a principios del siglo XX se hace patente que las cicatrices de los hombres que regresaban del frente no eran solamente físicas sino también psicológicas. Eran «patriarcas heridos», hombres destruidos en el sentido actual del término, mentalmente rotos, como lo fueron el marido e hijo mayor de Elena Fortún, Eusebio y Luis de Gorbea. Incapaces de reintegrarse plenamente en la vida civil, siempre descontentos y deprimidos, con traumas bélicos sin superar, estos hombres poblaban las calles de las ciudades europeas mientras los gobiernos erigían monumentos a los caídos en las guerras mundiales y en España en nuestra guerra civil. Mazower, además de constatar el aumento de suicidios y de casos de alcoholismo, sitúa en la época de entreguerras, marcada por el conservadurismo y la regresión del movimiento feminista, el recrudecimiento de la violencia contra las mujeres y los niños por parte de quienes ya no podían reafirmar una autoridad que se les escapaba, en una sociedad no inmune al progreso aunque hubiese un regreso a los valores tradicionales de la mano del autoritarismo. A pesar de la bipolaridad de su marido y su hijo, los hombres con los que Fortún compartió su vida, la violencia que ambos ejercieron sobre ella estuvo siempre relacionada con el desarrollo intelectual y la mejora en el poder adquisitivo de la madre y esposa que lo era menos por ser moderna; moderna y culpable de un individualismo condenado por la religión y la política oficial que siempre mantuvo a la familia tradicional y no al ser humano como unidad base del orden social y moral.
En relación a la alienación y el aislamiento que caracteriza la infancia del personaje de Oculto sendero en el que tanto de sí misma puso Fortún, cabe mencionar la patología del pánico homosexual, explorada por Alberto Mira quien ha insistido en la importancia literaria de ese «miedo profundo, interiorizado, de la homosexualidad que se produce al reconocer el individuo en sí mismo la clase de deseos que le están vedados por el sistema social». Como puede apreciarse en la cita del comienzo de este escrito introductorio, este miedo acomete a la protagonista en dos estados que comparten semi-consciencia, es decir, conocimiento y comprensión a medias: el duermevela y la adolescencia. La voz que le invita a reconocerse en la negrura oculta tras puerta y cortina forma parte de la misma mente que siente repulsión hacia las alusiones sexuales hechas por otras jóvenes y desconcierto ante el mundo de los adultos saturado de normas que van contra su naturaleza y sus deseos, intuidos pero no nombrados ni mucho menos reconocidos por la jovencita mantenida en la misma ignorancia sobre cuerpo y sexo que vemos reflejada en los mencionados diarios y libros de memorias de otras modernas contemporáneas de Elena Fortún, corpus al que, como se ha afirmado, Oculto sendero pertenece.
María Luisa Arroyo intenta consagrarse al sacrificio, sin éxito, adelgazando y deprimiéndose al no lograrlo, martirizada por prestarse a tener una vida sexual que le repugna con su esposo, por quien se sintió atraída en la juventud, pensando que había en él algo parecido al ser de ella, mujer que no quiere serlo y que la madre dice que no es. Este hombre tiene, por tanto, algo de compañera que no lo será pues la masculinidad y el «orgullo de hombre normal» se le impone una vez contraen matrimonio y ella le pertenece.
Antes de que apareciese Elena Fortún, Encarna, escritora en estado liminar, adoraba a Mercedes, su amiga de juventud, compañera de maternidad y corresponsal de por vida, y a sus hijos ya que Celia y Cuchifritín eran trasuntos de los pequeños Florinda y Félix. El cariño perduró siempre aunque Encarna, convertida en Elena Fortún escritora de éxito, temía que su maternal amiga no entendiese el placer de su libertad de autora emancipada. En Oculto sendero, el no entender pertenece a Consuelo, cuñada de la narradora. Bella y deseable en su juventud, siendo ya una señora engordada por repetidas maternidades insiste en que «hay muchas cosas que no comprendemos» y que tampoco deben intentar comprender por ser mujeres. Entre estas cosas se encuentran significativamente, los «histerismos» y las «cosas de solteronas», eufemismo usado para las mujeres que son «demasiado amigas» y que hacen acto de presencia en la vida de María Luisa apenas pone el pie en Canarias, cuya exuberancia contrasta con el hecho de que la protagonista llegue a ellas en el otoño de su vida. Consuelo avisa a la protagonista de que abandone el vestir sobrio típico de las mujeres que tienen queridas. Incluso a las islas apartadas ha llegado la modernidad que en ese suelo calificado como lujurioso toca directamente al placer y la carne en forma tanto de maternidades intensas como de mujeres abiertamente andróginas que miran a María Luisa y la invitan a reconocerse en ellas. Consuelo da a entender que también en las islas opera el estado de vigilancia sobre la mujer a pesar de que, alejadas de la península, representen el florecimiento de las sexualidades y el exceso de la carnalidad y el placer en la cama y en la mesa, como le recuerda a la protagonista Fermina Monroy, escritora lesbiana que firma como Fermín, parece un muchacho y posee un «fuerte y sereno atractivo».
El encuentro entre la escritora y la mujer que pintará profesionalmente y que está acabando de salir del duelo por la muerte de su hija para entrar, aún no lo sabe, en la autoría y el descubrimiento de su sexualidad hace de esbozo de la Fortún que pierde a su hijito pequeño y renace del duelo escribiendo. En la isla nadie cose bien la ropa de las modernas: trajes, camisas y camiseros han de venir de fuera. Fermina, atraída por «el traje negro, camisa de seda gris y fieltro» de María Luisa, ve en ella una amiga e insiste cautelosamente en haber visto «lo que era usted», «[¡] una mujer como nosotras casada!», es decir, «un verdadero desastre…». En ese momento la narradora no puede entender la identificación entre ambas y, a pesar de que Fermina la introduzca en lo que Clemison ha llamado subcultura de invertidos, María Luisa aún tardará en entenderse. Esto no es extraño. Fermina, que escribe y trabaja duro para ser independiente, explica que ella no quiere ser hombre a pesar de que firme como Fermín y se vista con camisas que le mandan de Inglaterra, con escudo bordado en el pecho, como las de un correcto y refinado caballero, y como las de Stephen, la protagonista de El pozo de las soledades. Fermina no se ha casado, es poeta y periodista, se parece un poco a Ana Martínez Sagi y otro poco a María de la O Lejárraga pues tiene un editor que la explota como a ella la explotó su marido y también, como Lejárraga, ve la obra desde un prisma maternal, como hija del espíritu.
La aparente castidad del amor de los místicos tiene su sitio en esta novela, tras la peregrinación de la protagonista por los diferentes tipos de amor físico. Castilla, la tierra de Santa Teresa y San Juan es, para María Luisa, «ascética y casta… Como yo lo había sido siempre», es decir, como ella piensa que es su naturaleza antes de entender su identidad «invertida», en contraste con la lujuria de las islas donde cede a los apetitos del cuerpo y se acuesta con una mujer, atraída por su magnetismo racial y primitivo, de guanche, pero incapaz de amar como María Luisa necesita. Tras la primera «bochornosa experiencia del amor femenino» cree haberse acercado a los santos que Fortún lee incansablemente en los últimos años de su vida y en su penúltimo viaje trasatlántico, como se ha mencionado anteriormente, consciente de que ya no verá más a Inés. María Luisa regresará a Madrid «más casta que nunca, amputada de mi sensualidad, limpia de apetitos, sin sexo, como un ser casi divino…». El deseo sexual masculino se retrata, por el contrario, como irreprimible. Ellos no pueden aguantar las abstinencias de la carne. El hombre que no puede ser hombre y ser sexualmente activo acaba loco, como Jorge. Esta visión de la sexualidad, validada por la medicina de los años veinte, favorece el orden patriarcal y el papel del matrimonio como mecanismo regulador de la sociedad. Ya que el sexo con el hombre le asquea y enloquece y el sexo con la mujer es indigno, solamente queda la castidad, practicada por los santos de la mística que muestran en sus escritos la intensidad de un amor no socializado a través del cuerpo.
Como bien sabían Lejárraga y Fortún, y también la inteligente Fermina, la corbata y la camisa de corte masculino eran al cabo prendas por las que las mujeres como ellas se reconocían, representación tanto de la mujer moderna y trabajadora como de la que siente necesidad de travestirse y desestabilizar las fronteras entre lo femenino y lo masculino para representar género y sexo de manera no convencional, expresando a través del atuendo un mayor o menor distanciamiento de la norma heterosexual en unos tiempos en los que se tendía a la identificación género-sexo. También la protagonista de Oculto sendero adora, sin saber muy bien por qué, los camiseros y las corbatas, siendo de natural sobrio en el vestir. Si en la infancia su sensibilidad se disparó al disfrazarse de niño holandés en carnaval, saliendo a la calle con un sexo que no era el suyo, sino el de un niño muerto cuyo disfraz ella heredaba constatando tragicómicamente que «por lo visto eran los niños fallecidos los que nos surtían de disfraces», en la adolescencia se mostró feliz por tener en su guardarropa de diario «tres blusitas camisero, con puños, gemelos y chalina negra». Ya adulta, cambiará la chalina o corbata de lazada por una moderna «corbata inarrugable», para llevarla, claro está, anudada «al cuello de la blusa-camisero» y partirá a un exilio cargado de incertidumbres y con buenos augurios profesionales, sola, abrigada con ropa de sastre, no de modista, y con una «blusa cómoda», ya para siempre desterradas las blusas de fantasía que detestaba tanto como grotesco le pareció su vestido de novia y antes los lazos y adornos con que se ataviaban las solteras.
María Luisa tardará en asociar su rechazo a la ropa femenina y la inseguridad que le produce con otras facetas de su identidad que debiera haber considerado síntomas de esa patología que según la medicina es su inversión: el temperamento artístico, el desvarío y tentaciones de suicidio que le causa el coito, la poca destreza en la administración del hogar, ocupación por la que siente una repulsión tan grande como lo son sus ganas de ir a la calle y ver gente. De su primera juventud rescata la narradora el recuerdo de la extrañeza que siempre produjo en los hombres, debida a su poca feminidad. Su no ortodoxia genérica le lleva a envidiar la libertad y los trajes sencillos y estrictos de los hombres así como «su derecho a comportarse naturalmente, sin afectación». Ella no ve en la feminidad que cree indisolublemente unida al cuerpo de la mujer más que artificio y ardid. Humillada por ser «bachillera» y «marisabidilla», se agita ante su imposibilidad de plegarse a la norma, que quedará expresada dramáticamente en la mencionada fobia al coito, con la que consolida definitivamente la expresión de un lesbianismo que se había ido perfilando a través de los juegos infantiles, la moda, la sensualidad, el arte, las ideas sobre la amistad, el misticismo, la necesidad de cultivar la mente y la facultad de apreciar la belleza femenina que ella, por otra parte, parece no tener: a menudo se nos recuerda que no es demasiado guapa.
Con todo, narrar a Jorge, homófobo a veces y anti-moderno en lo referente a la mujer, no es algo que interese a la mujer que se nos presenta en Oculto sendero. Es consciente de la complejidad del ser humano y no cae en el error de aplicar a su mediocre marido el baremo reduccionista que él usa con ella. Aunque le considere débil, sabe que en su interior discurre poderoso un «silencioso monólogo», «reconcentrado y hostil». Entiende que él mismo se irrita ante su falta de autocontrol y sus iras y siente que es ella, desconcertante producto de los tiempos en que viven, la que le hiere con sus facultades de «tercer sexo», pues es esa una de las hipótesis que circulan sobre inversión y arte: el natural orgullo creador masculino habita en ella, que tiene algo (o mucho) de hombre.
Clave para acercarse al punto máximo de conocimiento al que la protagonista ha de llegar para convertirse en narradora es el diagnóstico médico, con el que la narradora se mostrará crítica en la medida en que se lo permiten sus conocimientos y comprensión de sí misma pero al que acude para corregir «el desequilibrio de su naturaleza». Los silencios y los sobreentendidos jalonan la conversación con el doctor, quien la convierte en un caso clínico «frecuente» de una dolencia que no nombrará abiertamente a la mujer que le visita y confiesa su asco por el sexo que ve como un sucio «acto contra naturaleza» a pesar, por un lado, de que su marido ha conseguido a veces hacerle sentir placer «plenamente» y, por otro, de haberse acostado con una mujer, indignidad que en ese momento piensa que no volverá a repetir pero que acabará deseando. La tímida admisión del orgasmo ocasional con su marido ante el médico hace que insista en que ni así ha logrado erradicar su «horror al macho» y a su «muñón».
Curiosamente, el médico la somete a un examen físico a pesar de que la paciente habla principalmente de su psyche, del impacto que lo específico de su fobia tiene en su salud mental. El médico no menciona ni la intersexualidad ni el hermafroditismo aunque la examine exhaustivamente. Ese «tercer sexo» del que María Luisa oye hablar es imaginario. Lógicamente por tanto, el médico dictamina que el caso no es de su competencia, refiriéndola a un psiquiatra, no sin antes recomendar a la «enferma» que deje de vestir «esos trajes masculinos», que pinte menos y que se ocupe de la casa, es decir, que ponga de su parte para hacer su género bien y se aleje de la autoría que la separa de la feminidad convencional que se supone esencial, eterna, correcta y natural. En lugar de nombrar el diagnóstico abiertamente lo que se nombra es la autoría y la identidad del artista así como el «deseo de perfección» que el médico alaba en la paciente, clave para curarse y que irremediablemente suena a Santa Teresa. La homosexualidad se oculta en un sobre dirigido al psiquiatra. Dentro, una tarjeta resume la identidad de la protagonista con la frase «[u]n caso típico de inversión del instinto en persona honrada, justo de lo que hablamos el otro día. Creo que te interesará». La inversión es principalmente, para él y su colega, mental. El tema de los cromosomas y la genética no parece interesarles, una vez constatado tras el examen que el cuerpo es, en apariencia, normal, sin intersexualidad manifiesta, idea también repetida por la protagonista que insiste que ella «está contenta» de ser mujer mientras limpia la casa y compra tartas y jerez.
El batiburrillo de síntomas que hacen llegar al médico a la conclusión de que está ante un caso psiquiátrico comprenden tanto la identidad artística de la paciente («su caso es más frecuente de lo que se supone, sobre todo tratándose de artistas… Casi diría que el artista no es completo si no…») como la infancia en la que ya aparece la falofobia que caracterizará sus posteriores relaciones matrimoniales y para la que él no da remedio alguno («desde muy niña sintió este horror al hombre, como hombre…»), la socialización («[j]ugaba como un chico… La familia la llamaba chicazo… Sentía disgusto por los adornos femeninos… alternativas, sin embargo, de feminidad y de violento masculinismo… Mucha timidez… Épocas de absoluta castidad coincidiendo con un trabajo artístico más intenso… Misticismo…»), la mala salud ginecológica y general («desarreglos ováricos, irregularidades… dolores sordos…») que contrasta con los «fuertes músculos en la espalda», que, como buena moderna aficionada al tenis, María Luisa tiene. No se le escapa detalle al avispado galeno; satisfecho, constata que se halla ante «[e]l cuadro completo», es decir, ante una patología considerada como tal, y, por tanto, con su sintomatología y sus métodos de curación. Esta remesa de síntomas físicos y psíquicos no son, sin embargo, competencia de la medicina tradicional, no equipada para esa enfermedad que no delito en que se ha convertido la homosexualidad tras el trabajo del psicoanálisis que llega a España en la década de 1920. La inversión, ese complejo mal, hijo de la modernidad, necesita del más moderno gestor de la salud: el psiquiatra, al que no irá.
Existe un significativo ejemplo literario que testimonia la llamada falofobia en mujer «invertida». Se halla en la obra de otra escritora asidua colaboradora de la prensa periódica como Fortún, deportista, poeta, exiliada tras la guerra y moderna entre las modernas: Ana Martínez Sagi, a quien Fortún probablemente conoció en la redacción de Crónica o en el Lyceum Club, cuyos programas de actividades Fortún ayudaba a preparar y donde Sagi, quien mantuvo un apasionado idilio con la novelista Elisabeth Mulder, fue invitada a recitar poemas. Y de Mulder a su vez es «El pulpo», publicado en 1929 cuando Fortún estaba ya muy activa en el mismo mundo cultural que Sagi:
Una noche soñé que un pulpo me quería.
¡Oh, la indecible angustia de aquella aberración!
Nunca he sufrido tanto; cuando amaneció el día
Dijérase que había perdido la razón.
¿Alguien ha visto a un pulpo acercársele quedo,
asqueroso y lascivo, monstruoso y feroz?
Por primera vez supe qué es ser presa del miedo,
qué es hundirse en la sima de una demencia atroz 10.
Idéntico asco, angustia y demencia figuran en la experiencia del sexo matrimonial de María Luisa Arroyo, desde la misma noche de bodas hasta su último encuentro sexual con Jorge. La vida de las recién casadas aparece dedicada a saciar los apetitos que el hombre, si es bueno, ha reprimido en el noviazgo. Resulta de una impactante crueldad para la protagonista que adelgaza y se desequilibra entonces, recurriendo a la disciplina del silencio y el encierro en sí misma ante una realidad que la insatisface pero de la que aún no puede escapar. No llegará a ser una de esas casadas que paren un hijo al año simplemente porque «están en plena producción», sin saber cómo controlar la natalidad y sin saber nada de sí mismas fuera del hogar. Sus infrecuentes relaciones sexuales bastan para que solamente se quede embarazada una vez.
Oculto sendero pasa revista a muchas identidades femeninas de mujeres homosexuales y heterosexuales, estas últimas vistas a menudo como genéricamente correctas: la heterosexualidad implica la negación de la individualidad de la mujer. Las mujeres y hombres homosexuales, invertidos, son otra cosa, no se sabe muy bien qué: tercer sexo, seres aparte, seres destinados a crear; en última instancia, son controversia y debate: no hay conclusión. Sin embargo, en diversas ocasiones en la novela, las relaciones entre mujeres se presentan como prolegómenos de la norma heterosexual, desde las niñas que se besan delante del balcón para excitar a sus pretendientes, a las mujeres como la pintora Lolín y la millonaria guanche Florinda que se casan para callar rumores, pasando por las divorciadas como Julieta que dejan a sus maridos al descubrir sus preferencias por una mujer que las complete «en la vida y en el arte» y se protegen contra la homofobia porque «los que son normales nos desprecian» y no se ha de esperar compasión. El poder del matrimonio y el heterosexismo en la regulación social es fuerte e inescapable alrededor de todas las mujeres del libro. Como la protagonista de su novela, Elena Fortún quiso dejar de compartir cama con su marido. También como ella, pierde un hijo y es esa maternidad rota la que catapulta a su yo hacia la autoría y la realización intelectual. Al regresar a Madrid tras pasar unos años en Tenerife recuperándose del duelo por la muerte de Bolín y empezando a colaborar en prensa, prepara un nuevo hogar para ella y Eusebio como si de un matrimonio separado se tratara, reservándose para ella una habitación en la que dormir y trabajar. También la protagonista de Oculto sendero intenta vivir con su marido en castidad, como si fuesen hermanos, estadio preliminar a la separación total entre ambos y que, por otra parte, Fortún y otras modernas vivieron, entre ellas María de la O Lejárraga quien se casó solamente para que naciesen legítimamente los hijos de su unión con Gregorio: los libros. De novios ya habían tenido cinco «bastardos» literarios, firmados por él.
En el momento de escribir el texto, las sienes de la protagonista comienzan a encanecer: puede que ya haya pasado la mitad de su vida. Cuenta entonces con 38 años, edad que hoy se considera joven pero que no lo es tanto en la década de 1930, cuando el porcentaje de hombres y mujeres que pasaban de los 70 años de edad no llegaba al 20%. Elena Fortún tenía 38 años, la edad de la narradora de este libro secreto, en 1924. Era un momento importante de su vida en lo personal y en lo profesional. Acababa de dar comienzo entonces su caminar literario e intelectual y había contemplado la posibilidad de divorciarse. Por su parte, María Luisa Arroyo decide ejercer su derecho a disolver el vínculo matrimonial justo cuando acaba de proclamarse la ley de divorcio de la Segunda República. Entonces, el debate sobre los estados intersexuales, muy influido por el trabajo de Gregorio Marañón y reflejado en esta novela en la forma de recordar la narradora su infancia como niña-niño, es amplio dentro de la boyante endocrinología española. Esta disciplina se halla en un buen momento científico gracias no solamente a Ramón y Cajal y Marañón sino también a la joven Hildegart Rodríguez y a la doctora Amparo Poch, colaboradoras de los sabios que ellos jamás mencionarán en sus escritos, como también lo fue Belén Marañón, hija de don Gregorio y amiga íntima o más bien última compañera de la pintora homosexual Marisa Roësset, quien sí logró en su infancia vestirse de niño y como tal se autorretrató. Vivió su sexualidad muy discretamente pero con más libertad de la que tuvo Fortún11.
La única referencia histórica concreta que aparece en Oculto sendero es, como se ha mencionado, la ley de divorcio promulgada por la Segunda República el 2 de marzo de 1932 que permitía la disolución del vínculo matrimonial mediante el acuerdo entre ambas partes. Así lo recoge la conversación de la narradora con Rosarito, la amiga abogada, también lesbiana, que asesora a la protagonista sobre los trámites a seguir. La ley de divorcio formó parte de la nueva y abundante legislación promulgada el primer año del régimen republicano. Fue aquella una ley avanzada para la época que provocó grandes recelos entre la población tanto masculina como femenina. Tanto el marido de la protagonista como otros personajes masculinos y femeninos se refieren a las divorciadas como mujeres indecentes, quedando así recogido el sentir popular respecto a la indisolubilidad del vínculo matrimonial.
Casi al final del libro, aparece en el texto, además de la realizada por el médico, otra versión-retrato del yo protagónico, esta vez realizada por Rosarito. Probable trasunto de Clara Campoamor, exiliada como Fortún, Rosa Chacel y Victorina Durán en Buenos Aires, Rosarito queda retratada como una mujer muy observadora, buena «atando cabos», es decir, entendiendo lo que se esconde en el armario, a lo que parece interpretando las fisuras del matrimonio heterosexual correcto y conjeturando infidelidades y conductas sexuales consideradas atípicas. A través de ella, la narradora aprende que la estructura del armario no está tan cerrada como ella quisiera, requisito imprescindible para narrarlo. El aspecto, la observación continuada a lo largo de los cinco años en que las dos mujeres han frecuentado los mismos círculos, las compañías, los lugares como la Cuesta de las Perdices que ambas visitan conduciendo sus nuevos coches acompañadas de amigas constituyen una serie de actos citacionales que comunican la existencia de una identidad armarizada a pesar de que la narradora esté convencida de no haber hecho nunca «ostentación» ni «dado motivos» para que se sospeche si le ha «sonreído el amor». Sin embargo, ya han pasado por su vida diversas mujeres por las que ha sentido atracción o que han visto su homosexualidad antes que ella misma (Fermina, Lolín, Rosita, Florinda, Lupe); personajes como Leonarda, Júpiter y el resto de la tertulia gay del Bar Dublín; y amigas como Carmenchu y Rosarito, la primera médica que la espera en América, mundo nuevo para la mujer nueva y la nueva sexualidad, y la segunda, brazo que ejecuta la nueva legislación sobre mujer y divorcio.
De entre todo este mundo sáfico que se presenta en la tercera parte de Oculto sendero (Otoño), calco del que Fortún conoció gracias a Victorina alias «Víctor» y en el que estaban, entre otras, Matilde Ras, Victoria Kent y Gloria Laguna, cabe mencionar a Julieta Galiano, poeta, divorciada que vive discretamente, sin marido pero a la sombra de su padre, el maestro Galiano que la protege de quienes, como Jorge, la considerarían indecente. Para Jorge, esa otra mujer vestida de negro trastornará aún más e irremediablemente el ya trastornado seso de su esposa. Él ha observado que la soledad por él esperada en la casada queda definitivamente rota por este personaje. Ella se encarga de delimitar para María Luisa las dimensiones del armario en el que ha de vivir para protegerse. Explica a la protagonista en qué consiste el oculto sendero del título, resumiendo la vida que se nos ha narrado con palabras que podrían aplicarse a Elena Fortún:
En tu vida sentimental, has seguido, o te han hecho seguir, caminos equivocados, pero en el arte, has comenzado tú sola en una edad en que ya se sabe lo que se quiere… Entra ya en el sendero que hasta ahora ha estado oculto… y pisa con pie firme, aparta los obstáculos que te impiden continuar… y si de tu vida sentimental y de tu vida artística puedes hacer una sola, verás cómo no fracasas…
La narradora queda a su suerte en el comienzo de este oculto sendero de autoría y amor, invitada imperiosamente a avanzar por ese claroscuro que ha permanecido oculto a sus ojos hasta el presente desde el que emana el relato. Unido a la verdad incontestable e ineludible de ese nuevo caminar, sin la cual no tendría sentido reconstruir el pasado y reinterpretar la propia vida, está el imperativo de pisar firme, que le recuerda Julieta, muy inteligente y homosexual. Su padre, el maestro Galiano, está inspirado en la figura del pintor Álvaro Alcalá Galiano, fusilado en 1936 en Paracuellos del Jarama por pertenecer a Acción Católica, hombre culto y espiritual, divorciado y que provenía de una familia de mujeres ilustradas, precursoras de las modernas. Será este personaje, única representación positiva del pater familias y artista a la vez, quien animará a la protagonista no solamente a pintar sino también a vivir de la pintura, material y seriamente.
El relato se cierra justo cuando se consolida el conocimiento de la existencia de ese caminar a escondidas uniendo arte y sentimiento pero lejos de la luz. Ese caminar no impide el miedo a la soledad y a lo desconocido, a la misma negrura del pánico sentido al comienzo de la adolescencia. Si el armario homosexual está y rige la evolución de la identidad de María Luisa Arroyo, el pánico homosexual también permanecerá a pesar del conocimiento que otorga, como le otorgó a Fortún y contó por carta desde el mar a su amada Inés, una relación más armónica con el yo, por fin comprendido, al menos en parte. El amor masculino, físico y «brutal», no forma parte de la vida de la pintora María Luisa Arroyo pero aún le queda pendiente aprender a amar al otro sexo. En uno de sus cuadernos Elena Fortún pedía a Dios que ninguna amiga lo fuese más que otra en su corazón. A ella también le costó amar como revela la reciente investigación de María Jesús Fraga sobre la correspondencia entre Fortún y Carmen Conde. La dependencia, los celos, el querer poseer a quien se ama, el miedo a la libertad de la mujer amada no dejan vivir a la narradora, de nuevo haciendo que el amor no físico se le presente como el más auténtico o saludable a pesar de que Julieta le haya explicado que «a veces el sexo contrario al del artista toma la revancha sobre él y le convierte en un invertido, porque, ¡ay!, el placer es necesario, y el amor carnal no puede substituirse por todos los castos amores de la tierra».
Casto es en apariencia el amor entre Elena Fortún y Matilde Ras y, sin embargo, sus cartas nos indican que entre ellas hubo una atracción erótica. Las cartas con Ras son decimonónicas y discretas; contrastan con el análisis sobre sexo y sexualidad que contienen las páginas de Oculto sendero, la novela que Ras le invitó a escribir pero no llegó a entregarle. Fortún es una mujer a caballo entre dos siglos, llega a la modernidad y a la autoría tarde en la vida y también llega tarde al conocimiento de la propia sexualidad. Muy tardíamente tiene las herramientas intelectuales necesarias para entender quién es. El lesbianismo queda retratado como algo que se reconoce por la indumentaria, los hábitos, los ademanes, es decir, lo que hoy entendemos como actos citacionales de género con los que jugamos y que subvertimos, desestabilizado en nuestros días su poder definitorio. En la época vanguardista a la que esta novela se asoma, de la inversión no ha de hablarse. Se observa y se rumorea sobre ella. Está regida por esa doble dimensión de ser espectáculo y ser a la vez silencio.
Ocultación y muestra rodean este libro tanto como rodearon la vida de los Gorbea-Aragoneses. Están presentes desde su título, seguido de la declaración de procedencia de la novela, «original» de Rosa María Castaños, pseudónimo adoptado por «la autora», quien firma así y no con nombre y apellido la dedicatoria del texto «a todos los que equivocaron su camino… y aún están a tiempo de rectificar». Hay en Oculto sendero una sola referencia a la escritura que tanto amó Fortún y que practicó a diario hasta casi el día de su muerte. Está hecha por la narradora adolescente, amante de los libros y del estudio, a la que no dejan pintar. En la temprana adolescencia cuenta que llenando su cuaderno, como Celia y Martín Gaite hicieron, de escritura y dibujo «era feliz de poder decir en palabras escritas todo cuanto se me pasaba por la cabeza… Era como si los posos de mi alma salieran a la superficie convertidos en diamantes… como si soltara de mis hombros un peso que toda la vida me había abrumado… como si hubiera descubierto la puerta misteriosa de la verdadera libertad…». El valor terapéutico que la joven protagonista siente en la escritura desembocará años más tarde en la visión de la propia autoría como «felicidad nueva, callada y recogida, mía únicamente, […] firme» y también en otro resentimiento que añadir al de la vida sexual que ella ve como ultraje. En contraste, el placer de ser besada por los labios rojos de otra mujer que la invita a no engañarse y a entender la naturaleza de su deseo es tan intenso como la llegada del trabajo emancipatorio: «[…] el corazón me batía el pecho como una campana de gloria… […] Algo luminoso y dulce, esperado instintivamente toda la vida, inundaba mi pensamiento…». El instinto de amar y el de crear comparten el ideal de belleza y plenitud de la protagonista quien, al menos, intentará vivir para el segundo, consciente y temerosa de lo que ha aprendido sobre el primero en la primavera, verano y otoño de su vida. Fuerte y débil a la vez, cansada y decidida a ser libre, la protagonista cierra su relato dispuesta a empezar una nueva vida en el exilio al que llegará en barco, tras días de travesía en los que quizás, eso no lo narrará, deseará hacer desaparecer el doloroso relato de su vida, como Fortún deseó hacer desaparecer Oculto sendero, a cuyo contenido jamás se refirió en su correspondencia, dejando constancia únicamente del miedo a que el libro regresase con ella del exilio. Sería finalmente la enfermedad su sola compañera de viaje. Oculto sendero merece salir a la luz ahora para ser entendido desde el respeto y la admiración hacia una escritora de vida desdichada, que siempre puso lo mejor y más importante de sí misma en la palabra escrita.
Nuria Capdevila-Argüelles
1. Como hizo su entorno y especialmente sus amigas, usaré indistintamente sus dos nombres en mi análisis.
2. Cabe mencionar la novela Zezé de Ángeles Vicente (1909), re-editada por Ángela Ena Bordonada (2005). En cuanto a la investigación sobre la vida íntima de «las lesbianas mayores» destaca el trabajo de Matilde Albarracín (en Platero 2008 y Osborne 2013) y también el de Luz Sanfeliú (1996).
3. Nací de pie puede leerse en la antología de Elena Fortún y Matilde Ras El camino nuestro (Capdevila-Argüelles y Fraga, coords., 2014). Mi introducción crítica a este volumen puede leerse en http://www.slideshare.net/FundacionBancoSantander/principios-fortun-ras. La relación entre las dos escritoras está ampliamente documentada y analizada en este volumen.
4. Resulta reveladoramente rica esta entrevista a la hermana de la desaparecida Carmen Martín Gaite, https://www.youtube.com/watch?v=n8sv6TZx1Q0.
5. Consultar especialmente los prólogos de la literatura de exilio de Fortún, en esta misma colección, escritos por María Jesús Fraga y por mí misma.
6. Para una completa comprensión del impacto del suicidio de Eusebio en la escritura de Elena Fortún, consultar, en esta misma colección, la introducción crítica de María Jesús Fraga al volumen Mila y Piolín.
7. La antología de Elena Fortún y Matilde Ras El camino nuestro, (Capdevila-Argüelles y Fraga, coords., 2014) contiene diversos ejemplos de las colaboraciones de Fortún en este medio.
8. En relación a este tema ver mi introducción a Celia institutriz, en esta misma colección.
9. En mayúsculas en el original.
10. Este poema aparece en Sinfonía en rojo, Barcelona: Editorial Cervantes, 1929.
11. Para más información sobre la pintora Marisa Roësset (1904-1976), consultar Artistas y precursoras. Un siglo de autoras Roësset (Capdevila-Argüelles 2013).