Carnaval

Cuando me levanté de la cama, flaca y amarilla como un fideo, ya era cerca de Carnaval.

Casi al mismo tiempo que yo, había caído enferma mi madre, y fue tía Manuelita quien se instaló en mi cabecera, cuidándome de noche y de día en las dos semanas del sarampión y en todas las complicaciones que se me presentaron después.

Tía Manuelita era una señora anciana, tía de mamá, muy distinguida y moderna, según decía ella, y que había viajado mucho, lo que no le impedía decir teláfono y dientista.

Yo la quería poco porque solía acusarme a mi madre de faltas de finura y distinción, imperdonables en personas de nuestra familia. ¡Nuestro bisabuelo había sido virrey del Perú!

—Hoy he visto a tu hija que venía del colegio sin guantes y saltando en un pie por medio de la calle… tu hijastro iba hablando con un muchacho muy ordinario… Eso no me extrañó, porque el pobre no tiene por donde le venga la finura… su padre es un buen hombre, pero hijo de labrador y comerciante… su madre era modista…, ahora, lo de tu hija no tiene perdón de Dios… Ese colegio donde va no me gusta nada… ¡es que nada!

Durante mi enfermedad, larga y solitaria, porque todo lo que no fuera la gravedad del estado de mi madre había perdido importancia en aquellos días, tía Manuelita me cuidaba con ternura y buen sentido. Como era muy moderna, no cerraba el balcón, aunque la pobre pasaba mucho frío, y me daba agua fresca con zumo de naranja a escondidas del médico y de Casiana… También me hablaba de sus viajes, lo que me producía una felicidad incomparable.

—Una vez que estaba yo en París… –solía empezar.

Y aunque lo que le ocurría en París era poco interesante, yo veía las calles, los grandes almacenes, la Ópera, el Louvre, Versalles… y mis sueños eran luego magníficos, claros y felices.

Además tenía a raya a Casiana que la detestaba cordialmente.

—La señora está hoy mu malita, pero que mu malita… y, lo que yo digo, si se muere un chico ¡angelitos al cielo!, pero una persona mayor ya es otro cantar…

—¡Qué burra es usted, mujer! ¿A qué tiene que venir aquí con cuentos?

—¡Yo con cuentos! –saltaba la otra como una furia–. No creo que sean cuentos el decir la verdad… A más de que la chica ya está mejor y debe saber lo que le pasa a su madre… y no tener las patas fuera de la cama pa enfriarse… –porque yo sacaba los pies abrasados de fiebre, buscando un poco de frescura…

—¿Qué ha dicho usted? –preguntaba tía Manuelita indignada–. Mi sobrina no tiene patas… ¡Esas las tendrá usted, que es una ordinaria…! ¡Pero qué educación es esta!

Casiana se marchaba a la cocina dando un respingo, y tía Manuelita se quedaba comentando la grosería del pueblo, y la poca entereza de mis padres al consentir en su casa una furia semejante…

Papá entraba a verme dos o tres veces en el día, a Juan no le veía casi nunca y solo Ignacio se sentaba frente a mí cuando en los días de la convalecencia pasaba las horas en una butaca junto al balcón.

—Hoy te traigo un cuento –me dijo un día–, pero ¡no vayas a perder la chaveta como de costumbre! Se llama «El cantor del bosque» y es un ruiseñor que vive en el jardín del Emperador de la China… Te lo voy a empezar a leer yo. Verás.

Mi hermano leía despacio y de manera tan monótona que me aburrí enseguida y le dije que quería leerlo yo… Además no podía ser verdad eso de que el palacio del Emperador fuera de porcelana, tan frágil que no se podía tocar…

—¡Como que es un cuento! –decía Ignacio.

—¿Y qué, que sea un cuento? Lo del ruiseñor es verdad…

Lo leí de un tirón transportada al bosque chino donde la cocinerita de palacio oía los inefables trinos del ruiseñor… lo volví a leer al día siguiente, soñé con el Emperador y el pajarito de diamantes y esmeraldas que siendo solo una caja de música suplantaba al ruiseñor verdadero:

—Verás, tía Manuelita… ¡es un cuento precioso! Es un ruiseñor de verdad y otro de mentirijillas…

Pero la tía era poco imaginativa y se negó a admitir nada de lo que contaba el libro.

—Todas esas son paparruchadas para trastornar la cabeza de los ignorantes… Si eres buena y no te excitas y estás tranquila para que no te suba la fiebre, te disfrazaré de aldeano holandés con el traje que tengo de mi Julianito… ¿Quieres?

Sí, sí; yo quería. Quería tan apasionadamente que se me quitó el apetito y el sueño y de madrugada tuve calentura… Luego me quedé dormida con sueño intranquilo del que desperté cuando Casiana trajo y puso junto a la cama una gran caja de cartón que acababa de mandar tía Manuelita.

—Ya ties ahí el vestido de máscara… que no te lo vas a poner porque ya estás peor otra vez… y me alegro por esa tía loca, que te está engolondrando con simplezas… Más valiera que pensara en el rosario y la calavera y no en soliviantar de cascos a las criaturas… que de vestirse de máscara nunca salió na bueno…

Me tapé la cabeza para no oírla, y pensé en el disfraz… ¡Cuando me viera en el espejo vestida de holandés!

La caja estaba atada con bramante grueso que tenía muchos nudos… y tía Manuelita tardaba más que ningún día en venir… Al fin, llegó, sofocada y anhelante de haber subido deprisa la escalera:

—¡Qué tarde! ¿Verdad? Tú, ¿cómo te encuentras? He ido a buscar una cuarta de raso para la bolsa del confite –(quería decir confeti, pero nunca lo dijo bien)–, y no he encontrado lo que yo quería… ¡En este Madrid no se encuentra nada! Si estuviera en París ya sería otra cosa…

Mientras hablaba se iba quitando los alfileres del velo, y doblándolo cuidadosamente. Yo vibraba de impaciencia.

—¿Cómo es el traje tía Manuelita? Di.

—Ya lo verás… Y a todo esto, ¿cómo ha pasado la noche tu madre? ¿No sabes? Voy a verla un momento… ¡Si vengo enseguida! Ahora, ahora mismo abrimos la caja…

Volvió casi al instante porque estaba el médico y no quiso entrar en la alcoba y comenzó a desatar los complicados atadijos de la caja con mucha parsimonia. Cuando hubo quitado todo el bramante, aún dejó pasar un rato haciendo un ovillo…

—¿De qué color es, tía Manuelita?

—Ahora lo verás, hija… pero no te enfríes, que si te pones peor me van a echar a mí la culpa… Ya me ha dicho esa tarasca que has tenido fiebre esta noche…

Se abrió la caja, y por mi cuarto se extendió el olor característico del confeti perfumado de casa Thomas, mezclado a la fragancia de las telas nuevas y al alcanfor ya evaporado y tenue… ¡Olía a Carnaval!

Tía Manuelita ponía ante mis ojos las prendas de que el disfraz se componía.

—Este es el pantalón… de mucho vuelo, porque los aldeanos holandeses lo llevan así… Yo los he visto en los muelles de Holanda… Este es el chaleco… y el gorro… Esta es la pipa… Todo completamente nuevo, porque solo se lo puso una vez mi Julianito…

De este niño que había muerto, y era nieto de tía Manuelita, había un retrato en la sala.

No creo que pueda haber más emoción y encanto en los preparativos del Carnaval en Niza del que yo percibí en los días que siguieron a aquel, mientras tía Manuelita, descosía y volvía a coser el disfraz, adaptándole a mi pobre cuerpo desmirriado… Casiana entraba y salía a mi cuarto con varios pretextos y miraba de medio lado a mi tía torciendo el hocico… Una noche, después que se fue, me dijo:

—¡Buena está tu madre con el traje de máscara! Dice que paece mentira estando ella tan mala… Porque ya está mejor, pero se ha podido morir… ¡Tan poco sentido tiene tu tía como tú!

En el limbo de la felicidad en que se mecía mi pensamiento en aquellos días de convalecencia, cayeron estas palabras como gotas amargas de un próximo aguacero… Pero, acostumbrada a callar sus palabras siempre molestas, no dije nada a la tía que seguía cosiendo sin preocuparse de nada.

—Hoy te voy a probar en el gabinete de tu madre, porque allí tenemos espejo.

Mamá dormitaba envuelta en mantas junto a la chimenea encendida, y apenas abrió los ojos al sentirnos entrar… El pantalón me estaba muy bien, y el chaleco…, la camisa no había que tocarla… Me puse encarnada de felicidad…

—¿Qué te parece tu hija? –preguntó la tía satisfecha–. Mira lo que ha crecido. Parece un holandesito de verdad… ¿Eh? ¿Qué tal?

Mamá, abrió, al fin, los ojos y se incorporó para mirarme. Dijo que no estaba mal, pero que mejor me caían mis vestidos de luto por el abuelo, que habían podido ser luto también por ella…

Tía Manuelita se volvió a mi cuarto conmigo sin decir nada. Al llegar, protestó:

—¡No he visto aguafiestas como tu madre! ¡Dios mío, qué mujer! Con ella no hay alegrías ni diversiones…

Yo no decía nada, pero tenía los ojos llenos de lágrimas y presentía que el Carnaval no iba a ser tan feliz como esperaba al principio… Sin embargo era tanta la ilusión que yo había acumulado en torno al traje de holandés, que ni la desaprobación de mi madre, ni los gruñidos de Casiana, ni la fiebre, que en cuanto me excitaba un poco me subía, bastaban a quitármela.

Una tarde en que tía Manuelita aún no había venido entró Casiana en mi cuarto con una niña. ¡Era Sole!

—Le he dicho que no entrara –dijo Casiana–, que has tenido el sarampión, pero dice que sí, y que sí… pues, hija ¡allá cuidados! que sarna con gusto no pica.

Sole y yo nos mirábamos sin saber qué decir. Cuando se fue Casiana, me habló en su castizo lenguaje de chica de la calle. A su madre le había dicho que se iba a jugar a la Plaza de Santa Ana…, como era jueves… ¡Qué flaca y qué escuchimizada me había puesto yo!

—En el colegio dijeron que te ibas a morir… y la única que lloró fui yo… ¡Para que veas!

—Me van a vestir de aldeano holandés –le dije–. Es un traje precioso de tía Manuelita.

También Sole cambiaba de sexo con el disfraz porque la iban a vestir de bandolero, con manta y trabuco…

—A mí más me gustaría vestirme de chula, pero es que mi madre tiene ese traje de un hermano que se murió…

Por lo visto eran los niños fallecidos los que nos surtían de disfraces…

Luego me dijo que María Aycart se vestiría de jardinera francesa y Encarna de señora antigua, con peluca y todo.

—¿De qué se viste Emilia?

—Ya no va al colegio… Se marchó con su mamá a vivir muy lejos, y cuando vino a despedirse lloró mucho… La María Aycart dijo que se iba a morir de pena si no venía la Emilia, pero no se ha muerto y ahora su primera amiga es la Rita y la segunda la Julia Maestre…

Me contó que doña Margarita había estado enferma muchos días y que en lugar de ella daba la lección la señorita María, que era su prima, y muy salada y mucho más buena que ella… Hasta cuentos les había contado una tarde…

—La Pilar Fernández está bordando unas zapatillas para su papá que es torero y gana mucho… La Rosario va a hacer un pañuelo calado, pero no se sabe la lección ningún día… ¡Hija, para eso no hay otra como tú!

—¡Ya estoy deseando volver al colegio! En cuanto pase Carnaval voy a ir…

¿Por qué no me llevaban a la Plaza de Santa Ana? Allí iba mucho señorío, no me fuera yo a creer… –decía Sole.

—Y que hay muchas flores amarillas… a ti que te gustan tanto porque eres hija de señores… a mí no me llaman la atención esas cosas…

Hablamos del jardín del palacio de la tía Teresa, de los rosales pálidos, de las hortensias de la terraza, del tigre…

—Porque había un tigre y jabalíes en las jaulas, y un lobo…

—¡Ahí va… el tío del gabán! –saltó Sole que siempre sabía el timo de moda–. ¡Un tigre! ¿Y los criaban para comérselos o para qué?

Se marchó prometiendo volver otro día y tía Manuelita, que ya había llegado, la acompañó hasta la puerta. Luego me dijo:

—¡Qué chica más ordinaria! ¡Claro, así aprendes tú a decir esas cosas!

Y tenía razón porque ya estaba yo pereciendo porque hubiera motivo para decir «Ahí va… el tío del gabán»… y en cuanto pude se lo dije a Casiana que se rió encantada:

—¡Huy, hija! ¡Que en cuanto sale un dicho nuevo ya te lo sabes…! ¡Qué risa! ¡Mia que tiene eso la gracia de Dios!

Y un rato fuimos amigas, porque únicamente la parte más vulgar de mi espíritu encontraba fácilmente eco en las personas que me rodeaban…

El domingo de Carnaval amaneció nublado y yo miraba inquieta al cielo a través de los cristales del balcón… Si hacía mal tiempo no me pondría el traje de holandés…

Cerca de medio día vino tía Manuelita, muy recompuesta de mantilla de blonda y guantes amarillos.

—¿Vamos a salir? –le pregunté nerviosa.

—Sí, saldremos… Está nublado, pero se sostiene sin llover y frío no hace… ¿Cómo está tu madre?

—¿Sabe mamá que voy a salir?

—Sí, hija, sí lo sabe… y no le gusta mucho pero se calla, porque conmigo no se atreve… No hay que hacer caso de esas manías, porque son manías… A tu padre no le parece mal… Mira, ¿ves? –y me enseñaba un paquete–, él mismo ha mandado por un retal para hacer la bolsa del confite.

Era un trozo de raso marrón con flores de terciopelo y me pareció precioso. ¡Qué suavecito! Las yemas de mis dedos, con la sensibilidad agudizada por los meses de inacción, llevaban a mis nervios a un placer nuevo, inédito, fuertemente sensual…

Aún no comía en la mesa y la tía Manuelita me sirvió un huevo pasado por agua y una taza de café con leche, que yo no podía terminarme…

—Anda, hija, anda… Mira que si no comes no podrás disfrazarte y salir de paseo esta tarde…

La bolsa estuvo hecha en un momento, y luego se procedió a peinarme para reunir los cabellos en una trenza que debía esconderse en el gorro sin dejar fuera más que el flequillo, que la tía recortó con las tijeras… Mi ropa interior fue reforzada con otra de mucho abrigo, y, por fin, metí mis piernas en los anchos calzones de holandés…

El perfume del traje me envolvió como un alma nueva que se abrazaba a la mía… Me contemplé en el espejo… Yo era un holandés, con su pipa… ¡un holandés de verdad! Puse las manos a la espalda y crucé por delante del espejo dando zancadas… Pero tía Manuelita no acababa de retocarme aquí y allá…

—¡Estate quieta hija! Te asoma poco pelo por el gorro… ¡como eres tan rubia conviene que se te vea! Los holandeses son rubios… Lástima que no tengas los ojos azules… Estás muy pálida, pero yo he traído… verás. ¿Es que no puedes estarte quieta?

Con unos algodoncitos que sacó del bolso me puso color en las mejillas y en los labios, oscureció de azul mis párpados y empolvó ligeramente la frente y nariz… ¡Era yo un holandés guapísimo!

De la mano de tía Manuelita fui presentada a mis padres y hermanos que aún no habían acabado de comer y estaban en torno de la mesa del comedor.

—¡Jesús! pero ¿qué te han puesto? –dijo mi madre fosca.

—¡Está pintada! –exclamó Juan–. Le han dado colorete.

—Habrás visto al diablo en el espejo, ¿verdad?, porque eso es lo que les ocurre a las que se pintan –siguió mi madre mientras mondaba una naranja.

En cambio, mi padre me atrajo hacia él.

—¡Está guapa la chica! Además, como no va a salir a la calle, qué más da…

Tía Manuelita dijo que sí, que íbamos a ir al Prado de paseo y que volveríamos enseguida… que me había abrigado mucho…

—No, no; no puede salir… Hoy, la primera salida después de dos meses con el día nublado y sin abrigo… Eso no se le puede ocurrir a nadie.

—Pero se me ocurre a mí, que he criado más hijos que tú –dijo tía Manuelita.

Yo asistía a la discusión con las lágrimas próximas a brotar y la sangre parada en las venas…

Mis hermanos también eran de opinión contraria a mi gusto y hasta Casiana terció en la contienda.

—¡Mia que va a pintar la chica en el Prado en un día como este!

—Y a usted, ¿quién le ha dado permiso para hablar? –dijo la tía echando chispas–. Un poco más de respeto y educación es lo que hace falta…

Papá falló al fin.

—Si han de volver pronto que se vayan… La niña está ya ilusionada y no es cosa de darle un disgusto por una tontería…

—¡Ya se ha salido la mona con la suya!

Tía Manuelita no se quería ir aún y siguió a mi madre al gabinete.

—Digo que si tuvieras unos guantes blancos… porque la niña no puede ir así.

Mamá dijo que tenía guardados los guantes de la Primera Comunión, pero que además de que me estarían chicos, no le parecía prudente que me pusiera lo que había servido para un acto tan transcendental…

Otra discusión con motivo de los guantes que volvió a poner en un tris nuestra salida… porque, naturalmente, sin guantes no podía salir con tía Manuelita…

—Bueno, toma los guantes –dijo mamá furiosa–, y diviértete mucho, que cuando vuelvas tal vez encuentres muerta a tu madre…

En la escalera me temblaban las piernas y latía mi corazón descompasado, no solo por los meses de enfermedad, sino principalmente por la violenta escena que había enturbiado la dicha tan soñada de aquel día…

Hacía frío en la calle, y tía Manuelita, preocupada por lo que pudiera sucederme, decidió que en lugar de ir al Prado nos quedáramos en un café de la carrera de San Gerónimo a tomar chocolate…

Dentro hacía calor y había muchas niñas disfrazadas como yo… ¡Todas creían que yo era un niño! Esto me entusiasmaba de tal manera, que hacía lo posible por imitar los gestos de los chicos, estirando los brazos y poniéndome a horcajadas sobre la silla…

—¡No seas ordinaria! –me advirtió la tía, y al ver que trataba de quitarme los guantes–: ¡No! ¡No te los quites!

—Pero si es para tomar el chocolate…

—¿Y quién te ha dicho a ti que para tomar el chocolate hay que quitarse los guantes? En los grandes hoteles de París y Londres las señoritas distinguidas comen con guantes… ¡Ya lo creo! Lo he visto yo muchas veces… Tienes que acostumbrarte a ser una niña fina…

Hacía calor; los guantes, que me estaban pequeños, me apretaban las manos y me molestaban atrozmente… Era casi imposible partir con las manos dentro de ellos la ensaimada y mojarla en la jícara… Pero como la tía, en cuestiones de finura era inexorable, merendé con los guantes de cabritilla blancos, pringosos de azúcar y manchados de chocolate…

Volvimos a casa. Casiana nos dijo que mamá se había tenido que acostar enseguida porque le dio un ataque de nervios, y tía Manuelita y yo entramos en la alcoba.

Mi madre, que estaba sentada en la cama, con un montón de almohadas en la espalda, y cogida a una mano de mi padre, dijo mirándome:

—¡Me has podido encontrar muerta! Eso tiene el ser mala hija y el irse de diversiones teniendo la madre enferma… Pero no has tenido tú la culpa, sino quien te mete pajaritos en la cabeza… No me mires así, no… ¡Si te figuras que estás muy guapa…! Eres muy fea hija mía, y por mucho que te compongas lo serás siempre…

Tía Manuelita, que hasta aquel momento había callado, saltó de pronto:

—A mí no me vengas con historias… Lo que eres tú es una grandísima egoísta que quieres tener el mundo al retortero, y que nadie lo pase bien cuando tú te aburres…

Mamá comenzó a llorar diciendo que ella estaba muy enferma y no podía llevarse disgustos, y todos se habían puesto de acuerdo para dárselos. Papá intervino:

—Mujer, no te sofoques… y usted, tía Manuelita, cállese, no vayamos a ponerla peor, que hace un rato me ha dado un buen susto…

—Eso, eso es lo que hará, darte sustos… Y tú, como un calzonazos, te lo crees todo… Pues no le pasa nada, hijo, que lo sé yo, pero es lo de todas las mujeres mimadas, que no quieren más que se las contemple… y los idiotas de los hombres… que sois todos unos idiotas…

—¡Ay! –se lamentó mi madre–. ¡Ay, que me pongo muy mala…! Que me ahogo, me ahogo –y se daba aire con el embozo de la sábana.

—¡Cállese ya, señora! –gritó mi padre a tía Manuelita– ¡cállese ya, que sus años no le dan derecho a molestar así…!

La tía se puso la mantilla muy deprisa en el espejo y luego dijo:

—Está bien… Ahí os quedáis, que yo no tengo por qué molestar a nadie… y cuando estéis enfermos, y os haga falta alguien para pasar malas noches, buscáis a otra persona más joven que yo… y os vais todos al infierno…

Se fue sin mirarme. Papá atendía a mamá, que hacía que se ahogaba, Casiana trajo una jofaina de agua caliente, y yo me fui a mi cuarto, me quité el traje de holandés y me puse mis vestidos de luto…

No volví a ver el precioso disfraz, que fue devuelto a tía Manuelita al día siguiente, y el Carnaval transcurrió para mí detrás de los cristales del balcón, mientras mi madre dormitaba junto a la chimenea.

En la tarde del martes vi subir en un coche abierto a los niños de la casa de enfrente…

—Mamá –dije sin poderme contener–, mamá… De esa casa salen unos niños vestidos de máscara y se suben al coche… ¡Una va vestida toda de blanco y con una cosa blanca en la cabeza…! Es un hada… no, no; es una morita…

Mi madre no me dijo nada.

La más rubia llevaba mantilla de madroños, y la más pequeña, corpiño de raso negro y mangas muy huecas de batista… El chico iba vestido de pierrot… Todos se reían, y la mamá subió también al coche, y se sentó entre ellos…

—¡Hay un pierrot, mamá, todo de negro con los botones blancos…!

—Valdría más que pensaras en tu madre –dijo mamá enfadada–, que pensaras que tu madre está muy enferma… ¡Dichoso Carnaval!

Aún no arrancaba el coche. Faltaba otra niña, la mayor, que vino vestida de gitana con la falda llena de volantes con lunares encarnados…

—¡Lleva un traje precioso! –insistí entusiasmada–. Mira, mamá, es de…

—¡Cállate! –gritó mi madre– ¿Te crees que a mí me importa lo que llevan esas chicas? ¿Es que no te haces cargo de que tu madre está muy enferma y puede morirse cualquier día…?

Miré a través de los cristales y lloré… lloré por mí, sola, aislada de todos, sin una palabra que contestara directamente a las mías… En cuanto a mi madre, podía morirse… –Me alegraré– pensé, rabiosa.

Oculto sendero
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