Misticismo
Papá tenía entre la clientela de su tienda una familia de actores que, por cierto, siempre estaban entrampados con él.
Tal vez por esto apenas había una semana en que no mandaran, dentro de un sobre, tres papelitos verdes, que eran tres butacas para ver la función. Mis hermanos Ignacio y Juan se turnaban para ir, papá y yo íbamos siempre y mamá nunca porque no le gustaba salir de noche.
A mí el teatro me producía un feliz estado de exaltación que me duraba muchos días. La música, los trajes, el decorado con luz espectral de luna o luminosa de sol, las campanas de la ermita lejana, todo era una maravillosa realidad y ni por un momento admitía que lo que pasaba en el escenario no fuera verdad.
Al volver a casa muy pasada la media noche, iba del brazo de papá, sumida en un silencio emocionado, bañada aún en las armonías de la música que acababa de escuchar… Mi hermano y papá iban fumando y cambiaban pocas palabras en el camino. Nuestros pasos resonaban en las calles solitarias, por las que se paseaban los serenos con el farol y el chuzo…
Una noche, al pasar por una calleja un poco más iluminada que las otras calles, sentí un silencioso revuelo, sombras que se movían en los portales abiertos, bultos en los balcones, siseos, alguna risa ahogada… De un portal se destacó una mujer en bata quien vino hacia nosotros.
—¡Ven, rico! –dijo, y tiró a mi hermano de un brazo… Entonces Ignacio le dio un empellón y la mujer anduvo unos pasos vacilante…
—¡¡Z… !!
—¿Qué es? –pregunté asustada–. ¿Qué quería?
—¡A callar! –mandó papá, y luego a mi hermano–. No se puede pasar por aquí a estas horas.
—Ni a ninguna –continuó Ignacio–. ¡Todas las casas son de lo mismo!
Con el alma en los oídos comprendí confusamente y me horroricé… ¡Qué asco! Luego ¿había mujeres que hacían eso por ganar dinero? ¡Y los hombres venían a buscarlas como si fueran al café! ¡Dios, qué espanto! Y todos lo sabían… lo sabía mamá, papá, mis hermanos… todo el mundo, menos yo hasta aquel momento, y continuaban tan tranquilos, y reían felices… ¡No se morían de espanto y de horror…!
Casi no dormí. Daba vueltas y vueltas en la cama buscando la frescura de las sábanas… ¡Me quería morir! Sí, morirme para ir al cielo, que me imaginaba como la luz deslumbradora que se veía en los cuadros entre nubes algodonosas… Allí sonaría constantemente la música del teatro y los ángeles se turnarían para cantar…
Había empezado la cuaresma y mamá me llevaba algunas tardes a la iglesia. Casi siempre íbamos a la parroquia, pero un día mi madre y yo fuimos en tranvía a un convento de un barrio lejano.
La iglesia era moderna y dividida por una verja de hierro muy alta. Cuando llegamos estaba solitaria y solo había seis o siete personas en el lugar destinado al público, pero casi enseguida, por las puertecillas de los dos lados del altar salieron dos hermosas figuras vestidas de blanco y con la cara tapada por un velo… Llegaron hasta el centro del altar arrastrando detrás de ellas el gran manto de paño blanco de pliegues armoniosos, se arrodillaron juntas inclinándose hasta el suelo, y se levantaron para irse a sentar cada una en un extremo de dos bancos opuestos. Luego salieron otras dos haciendo la misma ceremonia, y luego otras dos y otras dos… hasta que las filas de bancos estuvieron llenas de monjas blancas.
—He contado ciento catorce –me dijo mamá, acercando su boca a mi oído.
Comenzó a sonar el órgano y, en medio de los bancos, se levantó una monja que, con voz cantarina, rezó en latín un rato, contestaron todas, y otra se levantó para hacer también su oración, y así todas, una por una…
Yo estaba absorta. ¡Esto era un convento! Todas de blanco, en precioso hábito teatral, todas con dulce voz hablando cara a cara con el Señor en la lengua de los cielos… y el mundo al otro lado de la alta verja con sus Rositinas hipócritas, sus Nievitas estúpidas, sus horribles mujeres que salen de noche para cogerse al brazo de los hombres, sus hombres odiosos de obscena risa… y hasta sus pajes… que siendo hermosos y buenos acaban casándose con los brutos capitanes…
No era preciso morirse para dejarlo todo, bastaba con entrar en un convento, vivir allí muchos años, como un fantasma, entre los acordes del órgano y nubes de incienso, y un día irse al cielo a continuar la misma vida… No podía esperar más tiempo para decírselo a mamá y se lo dije al salir de la iglesia.
—¡Quiero ser monja!
—¿Qué dices? –preguntó mamá, que en la calle no oía bien.
—Que quiero ser monja… En cuanto sea mayor, me meteré monja.
—¡No sabes lo que dices! ¡Pues sí que eres tú apacible y obediente para ser monja! ¡Qué tontería! –y mamá, dando por terminada la conversación, se dirigió al otro lado de la plaza–. Me parece que allí venden albaricoques, y a tu padre le gustan mucho…
Por la noche, en la velada, leyó mamá el novelón estúpido que había substituido al del paje Luis y que hacía las delicias de Felipa, porque en él una criada quitaba el novio a la señorita que se metía monja…
—Hace muy bien… Yo me quiero ir a un convento como ella…
—¡No vuelvas a decir sandeces! –dijo mamá–. ¡Vaya una tontería que te ha entrado! No hace falta ser monja para ser buena, en el mundo se puede serlo también…
—¡Yo estoy cansada del mundo! –dije, con expresión tan dramática que mamá se echó a reír.
—¡Serás tonta! Vamos, con lo que sale ahora…
Y Felipa terció:
—Eso lo pueden decir los que están hartos de correrla por ahí y de divertirse, ¿verdad, señorita? –dirigiéndose a mi madre–, pero no una niña de trece años que solo ha visto la vida por un agujero.
—¿Y qué? Pero estoy harta del mundo ya…
Mamá me mandó callar y continuó leyendo sin que yo la oyera, encerrada en mis pensamientos. Si no me dejaban ser monja, viviría como si lo fuera, sin ir de visitas, ni de paseo, rezando, estudiando y yendo con mi padre al teatro, porque no dudé un momento que el teatro formaba parte integral del apartamiento del mundo… Ya no volvería a dar guerra a mi madre con vestirme de esta o de la otra manera… Y repetía los versos aprendidos en una estampa de Santa Teresa que mamá tenía en su cuarto: «Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero…».
Decidí comenzar desde el día siguiente mi vida monástica. Me levantaría con el alba, cosa que no era gran sacrificio para mí que siempre lo había hecho, rezaría media hora al pie del altar y andaría de rodillas en penitencia por el pasillo hasta que las rodillas me dolieran… hasta que vertieran sangre, y todo mi cuerpo se estremecía del placer doloroso que esto debía producirme…
No dejé de hacerlo como lo había pensado, añadiendo sobre mi cabeza la colcha blanca de mi cama que arrastraba detrás de mí, recordando vagamente el hermoso manto de las monjas… Pasé y volví a pasar por el pasillo silencioso y casi en tinieblas, detrás de cuyas puertas mis padres, mis hermanos y Felipa dormían aún…
De pronto, cuando llegaba por décima vez al extremo del pasillo, oí la voz de mi padre:
—¿Qué mojiganga es esa, María Luisa? –y me contemplaba estupefacto desde la puerta de su alcoba–. ¿Por qué estás levantada a estas horas? ¿Estás loca? ¡Anda a la cama, criatura, anda a la cama…!
Me había puesto de pie, azarada y asustada y con la colcha debajo del brazo volví a la cama y me tapé hasta los ojos… ¡Dios mío!, ¿Qué va a pasar ahora? ¿Qué me va a decir mamá? ¿Qué le diré yo?
No me dijeron nada, porque antes de que fuera hora de levantarse había llegado un cablegrama de América en el que daban cuenta de haber muerto un tío de mis hermanos que los dejaba por herederos.
La noticia era tan importante que nadie se acordó de averiguar lo que hacía yo por el pasillo a las cuatro de la mañana envuelta en la colcha. Papá, mamá y mis hermanos, reunidos para el desayuno, hablaban, proyectaban, discutían… a la noche ya estaba decidido que a la semana siguiente se fueran mis hermanos a América.
El tío que acababa de morir dejaba una editorial de la que iban a hacerse cargo mis hermanos, que probablemente tendrían que quedarse allí… Papá se resignaba… En América tenían los chicos su fortuna… Él no podía ofrecerles más que una vida mediocre como había sido la suya… En Madrid se habían abierto en poco tiempo muchos comercios modernos y lujosos con los que nuestra tienda no podía competir sin grandes sacrificios y aportación de un nuevo capital.
Y desde el día siguiente se instaló en casa una costurera, que ayudada por mamá hacía camisas y ropa interior para mis hermanos. La máquina de coser sonaba constantemente, el chico de la tienda entraba y salía con encargos, Ignacio y Juan se probaban los trajes nuevos delante del espejo del gabinete, y mamá protestaba contra mí.
—¡Esta niña que no sabe hacer nada! Ya tienes edad para ayudarnos…
Era más de sentir porque yo estaba completamente desocupada. Doña Sacramento se había ido a Valencia a vivir con unos parientes, y yo leía y hacía pajaritas de papel vagando de acá para allá sin saber dónde estar para no ser demasiado visible…
—¡Parece mentira! –decía la costurera–. En otras casas las niñas de esta edad me ayudan siempre, y esta, tan alta y tan formalita, podría ir poniendo botones.
En el despacho de papá había una librería con puertas de cristales. Papá no leía nunca, y mamá era la que abría y cerraba para sacar los novelones que nutrían su fantasía y la de Felipa… Una vez encontré las llaves colgando de la cerradura, y pude contemplar a mi gusto las filas de libros y leer sus títulos «El Criterio», «El mártir del Gólgota», «María o la reina enamorada», «Historia de España», «Biblia»… En otra tabla más alta estaban los libros pequeños sin encuadernar, que a saber cómo y cuándo habrían llegado a mi casa… «Historia de las Religiones»…
El título me asombró. ¿Religiones? Pero ¿había más de una? Saqué el libro del estante y quise hojearlo… ¡estaban aún sin abrir las hojas! En mi casa nadie, ni mis padres, ni mis hermanos, habían sentido curiosidad jamás por saber lo que decía este libro…
Con el libro en la mano me volví a mi cuarto y me senté bajo la ventana que daba al patio… La lectura me lanzó a un mar de inquietud… Claramente se exponían los orígenes de la idea religiosa en el hombre, las leyendas y relatos históricos que forman la base y fundamentos comunes a todas las religiones, los símbolos pasando de una religión a otra, modificando el simbolismo hasta quedar solo la forma… Delante de mí acababa de encenderse un faro luminoso y mis ojos no podían resistir aquella luz que me mostraba el cielo y la tierra vacíos de personajes divinos…
—Mamá –le pregunté al anochecido cuando recogía los hilos en el cesto de costura después de marcharse la costurera–. Dime mamá, ¿hay otras religiones además de la nuestra?
—Sí –dijo mi madre–, pero todas son mentiras…
—Los que creen en ellas… –comencé a decir.
—Los que creen en ellas se condenan… van al infierno de cabeza.
—Pero, di mamá, ¿y si no saben que ha venido Jesucristo?
—Pues se condenan –insistió ferozmente mi madre.
—Eso no está bien… porque ellos no tienen la culpa… ¡Es una atrocidad! Yo no puedo creer que Dios…
—Mira, hija, a mí déjame de tonterías, que tengo cosas más serias en qué pensar…
Porque mamá creía que eran mucho más importantes los calzoncillos de mis hermanos que la inmortalidad del alma…
Durante muchos días, hasta que mis hermanos se fueron y aún después, leí y releí el libro que iba haciendo un profundo surco en mi espíritu… No había santos, ni Virgen María, ni ángeles, ni demonios… Pero, en fin, había un Dios. En esto yo no dudaba aunque el libro lo pusiera en duda… Yo sentía sus ojos encima de mí y su mano todopoderosa apoyada en mi hombro… Yo no tenía a nadie, ¡a nadie, Dios mío!, a quien contarle mis inquietudes, un alma hermana de la mía que se estremeciera conmigo, una voz querida que fuera el eco de la mía, una mano amable… «Quien a Dios tiene nada le falta. Solo Dios basta».
Lo repetía muchas veces. Lo había aprendido en un nuevo libro de oraciones que me regaló mamá el día de mi santo, y del que solo había podido leer unas poesías de santa Teresa y otras de San Juan de la Cruz… Y mi alma mística, que un instante se había visto perdida en la luz deslumbradora de la verdad histórica, volvía a orientarse hacia un Dios concreto, pero atento a mí, como un padre comprensivo y vigilante…
Se fueron mis hermanos en aquellos días de inquietud religiosa y no me importó nada. Al contrario. Eran cuatro ojos menos a observarme equivocando siempre los móviles de mi vida… Sentí más libertad, como si se hubieran roto dos fuertes y ásperas ligaduras que me inmovilizaban por completo…
Una profesora joven, la señorita Clara, vino a ocupar el sitio de doña Sacramento. El profesor de piano de Rositina fue mi profesor, y una viejecita francesa venía a darme lecciones de francés dos veces por semana.
La señorita Clara se quedó muy sorprendida a las cuestiones que yo le propuse en cuanto tuve un poco de confianza.
—Pero ¿quién le ha dicho a usted que no hay infierno? En todo caso, puesto que lo dice la Santa Madre Iglesia hay que creerlo a ojos cerrados.
—¿Por qué?
—Porque somos católicos…
Sin embargo, esta señorita era mucho más inteligente que doña Sacramento y procuraba llevar mi atención hacia otros temas que no fueran los religiosos. Estudié literatura, gramática, historia del arte, historia natural…
—Ya que siente esa devoción por la naturaleza, por las plantas y las flores, debe aprender a conocerlas…
Los libros fueron para mí lo único interesante de la vida, y la señorita Clara se admiraba de la facilidad con que asimilaba todo lo que estudiaba o casi todo, porque, ¡ay!, para la aritmética y la geometría mostraba la misma incomprensión que en los primeros años de mi infancia.
En cuanto a las labores y al piano continuaban siendo regiones abstrusas e incomprensibles para mí.
—¿No se da usted cuenta de que son precisamente esas cosas las que necesita saber más que las de su gusto? –decía la señorita Clara–. En sociedad luce mucho más una señorita que sabe tocar el piano, que hace laborcitas… Es la única manera de sacar novio una chica de buena familia…
—Yo no quiero sacar novio…
—Pero querrá usted casarse –insistía la señorita–. Para la mujer no hay más camino que el matrimonio, –y aquí lanzaba un profundo suspiro–. Pues en el matrimonio tendrá usted que llevar las cuentas de la casa, administrar el dinero que le entregue su marido, coser la ropa usada para que dure más y la nueva para que salga más barata, entretener a su marido tocando una piececita al piano…
—¡Que se entretenga solo! –decía yo de mal humor–. ¡No me pienso casar nunca!
—¡Ay, hija mía!, no sabe usted lo amarga que es la vida de la mujer soltera… Es el tropiezo de todo el mundo… todos se ríen de ella…
—Eso, eso le digo yo –terciaba mamá que solía entrar al final de las lecciones–. El camino de la mujer es el matrimonio y todo lo que aprenda y estudie debe ser con miras al día de mañana, para hacer feliz al hombre que la escoja por compañera, y ser una buena madre de familia…
Todo esto me pesaba sobre el corazón, como si todos estuvieran empeñados en enterrarlo bajo una losa… Algunas noches tardaba en dormirme y daba vueltas y vueltas en la cama contemplando las sombras que se estiraban y encogían en las paredes de la alcoba.
Desde que mis hermanos se habían ido a América, mamá tenía siempre una lamparilla luciendo delante del Niño Jesús, y su luz vacilante irritaba mis nervios en tensión, sin dejarme dormir…
¡Dios, Dios! –me lamentaba yo dentro de mí–. ¡Si yo no quiero ser una madre de familia! ¡Si no me quiero casar, ni estudiar piano, ni coser, ni hacer cuentas…! Solo quiero leer, leer todos los libros que hay en el mundo… Pero no se lo puedo decir a nadie porque todos se enfadan, y me riñen…
Una noche que me lamentaba en mi triste monólogo, oí en mi cabeza una voz conocida que me hablaba a veces en la vigilia.
—¿Quieres ver cómo descorro la cortina? Mira la puerta… Atiende…
Abrí los ojos espantados y sentí el roce de las anillas de metal contra la barra de hierro, mientras la cortina era descorrida por una mano invisible, dejando al descubierto la negrura del pasillo…
El terror me dejó inmóvil, sudorosa, y con el corazón desbocado dentro del pecho… ¡Tengo miedo! ¡Tengo mucho miedo, Dios mío…! ¡Ampárame! –y, al fin, me quedé dormida.