El regalo

Eran las once y estábamos escribiendo al dictado en la clase de medianas cuando me llamaron.

—¡María Luisa Arroyo!

—Salga usted –dijo doña Margarita, la directora–, ha venido su papá a buscarla…

Guardé la cartera y la pluma en el pupitre y salí muy ufana ante la envidia de las compañeras a quienes quedaba todavía una hora de clase. Encontré a papá en el recibimiento.

—Vamos a comprar un regalo a mamá –me dijo mientras me ayudaba a poner el abrigo y la boina–. Tú sabrás mejor lo que quiere… ¿verdad?

—Yo no sé…

Por la calle papá insistía:

—Sí, hija… algo le habrás oído decir. A mí no ha querido indicarme nada… Recuerda tú a ver… ¿No te ha dicho de algo que le gustara?

Yo quería hacer memoria…

—¡Ah, sí! El día que comimos en el hotel, dijo luego: «¡Qué bien olían aquellas señoritas! ¿Qué esencia sería la que llevaban?». Podías comprarle un frasco de esencia.

Papá dudó.

—No sé, no sé… Me parece que a tu madre no le gustan esas cosas.

—Sí, sí le gustan…

Siempre de la mano y de prisa porque debíamos estar de vuelta en casa a la hora de salir del colegio, llegamos a una perfumería de la calle de Sevilla.

¡Qué bien olía dentro! Volví al mundo encantado del comedor del hotel… Había una señora comprando cremas y otra que tenía delante frascos de esencia… ¡Pero si era la secretaria de la que hacía versos!

—Mira, papá… fíjate… es ella…

—¿Quién?

—Aquella señorita que comía en la otra mesa.

—¿Qué dices hija? ¿Es un frasco de esos lo que quieres?

Porque papá nunca estaba en antecedentes de lo que yo decía, como si viviéramos en dos mundos distintos, o fuera ciego para lo que nos rodeaba…

Entonces se dirigió a los frasquitos que tenía delante la rubia y comenzó a mirarlos, cambiándolos de sitio…

—¿Quería el señor ver esencias? –preguntó un dependiente.

Yo solo podía atender a la preciosa señorita rubia… ¿Era ella? Ahora me parecía que no… Solo que era tan guapa como la otra y olía igual… Seguramente viviría en aquel hotel…, y también fumaría. ¡Qué guapísima era! Se había quitado un guante y cogía los frascos para mirarlos al trasluz, los acercaba a su nariz… No sabía cuál llevarse… Dudaba entre uno que tenía dentro una rosa blanca y otro, largo, en el que parecía estar enrollada una serpiente de cristal verde.

Al fin, se decidió por el de la rosa, y se lo pusieron dentro de una cajita, envolviéndolo luego…

—¡María Luisa, hija, atiende! –decía mi padre, que tal vez hacía un rato que me estaba hablando–. Digo que ¿cuál te gusta más?

—El de la serpiente…

La señorita pagó y se fue mientras papá me obligaba a atenderle… Ahora discutía el precio del frasco, porque resultó que era carísimo… pero a mí no me gustaba otro…

Como no podíamos perder tiempo, mi padre dejó de regatear y mandó que se lo envolvieran, lo que hicieron colocándolo antes con toda precaución en una cajita entre algodón en rama, y haciendo un bonito paquete después, con papel de seda muy fino y cordoncillo de oro… Pagó mi padre un montón de pesetas, y el dependiente sacó de un cajón un frasquito de esencia y me lo regaló…

Era muy chiquitín, pero la esencia trascendía a través de la cabritilla que cubría el corcho, y me producía un verdadero éxtasis… Salimos de la tienda y mi padre hablaba:

—Yo hubiera querido comprar a tu madre otra cosa… Esto es caro y no es práctico… ¿Y si le comprásemos unas medias? ¿Qué te parece?

A mí me parecía bien… ¡Oh, mi frasquito querido! Entramos en una tienda de lujo y pidió las mejores medias que tuvieran… Sacaron unas con incrustaciones de encaje… ¡En cuanto llegara a casa abriría el frasquito!

—¡No es esto lo que quiero! –decía papá–. Que sean buenas pero sin estos calados… ¿Verdad, hija?

—Esas son muy bonitas… –contesté, por decir algo.

—¡Tu madre no se pone esas cosas! Hija, ¡cuánto deseo que seas mayor para que te des cuenta de todo!

Al fin, mientras yo contemplaba el frasquito oculto en el hueco de mi mano, papá compró unas medias sin calados, recalcando mucho que eran para una señora… ¡Claro! ¿Para quién iban a ser?

Llegamos a casa, papá entró en el gabinete donde mamá cosía, Casiana ponía la mesa y Juan estaba leyendo el periódico junto al balcón del comedor…

—¿De dónde vienes, mona? ¿Por qué ha ido papá a buscarte?

—Porque sí… Mira lo que tengo…

—¿Qué es eso? ¿Esencia? Anda que lujo… Mucha esencia y las manos sucias…

Tenía los dedos llenos de tinta… ¡Como había escrito al dictado! Recordé las manos limpísimas de la señorita rubia, y fui a lavármelas, pero no se me quitaba…

—A comer, niña, que tengo prisa… –gritó papá.

Corrí al comedor sin haber podido abrir mi frasco… ¡Huy, qué fastidio! La sopa era de fideos finos y yo los detestaba… enseguida comenzó la lucha diaria.

—Pero niña, ¿no comes?

—No tengo gana…

—Esto no puede ser –decía mamá nerviosa–, a mí esta criatura me quita la vida. Pero ¿por qué no comes?

—No me gusta…

—¿No te gustan los fideos? –preguntó mi padre aunque había presenciado cien veces la misma escena–. Pues hija, que te hagan otra cosa.

—¡Eso! –dijo mamá enfadada–. Ahí tenemos el dinero para caprichos de la niña. Que coma fideos como los como yo y los comen sus hermanos… ¡Vamos con la mañosa! ¡A comer he dicho!

Yo me puse a llorar con la cabeza sobre la mesa decidida a no comer…

—¡No seas testaruda, niña! –dijo mi padre queriendo ser severo.

Casiana traía la fuente de garbanzos y mi plato de sopa estaba sin empezar… Mamá declaró que no podría seguir comiendo si me tenía delante…

Entonces papá hizo algo insospechado después de tratarme por la mañana como a una persona mayor… Vino a mí, me sacó de mi silla alta de brazos, en la que yo comía siempre, y me llevó en volandas al gabinete, soltándome en la alfombra, delante del balcón.

—¡Es usted una niña estúpida! –dijo y cerró la puerta de golpe, al salir. Nunca hubiera yo creído a papá capaz de esto y lloré perdidamente… ¡Dios mío, qué desgraciada era…!

Al sacar el pañuelo del bolsillo cayó al suelo el frasquito… Mirándolo lo olvidé todo ¡Qué bonito era! ¡Y cómo olía! Aquel perfume me transportaba a un mundo donde no había sopa de fideos, ni mamá nerviosa, ni padre inconsecuente… ¡Qué olor delicioso!

Se abrió la puerta y entró Casiana.

—Anda… vente conmigo a la cocina… a ver si comes algo… ¡Eres más mañosa! No sé lo que va a ser de ti cuando seas mayor… Hambre es lo que hacía falta, hambre y buenos palos… como me daba a mí mi madre…

Así, gruñendo y de malos modos, me hizo sentar a la mesa de la cocina, y puso delante de mí un plato con un huevo frito, lo único a lo que mi inapetencia constante no hacía ascos.

Yo agradecía a Casiana los ásperos consuelos que solía prodigarme en parecidas ocasiones, cuando todos me rechazaban o se burlaban de mí… Entonces, si mi corazón estaba unido a alguno de la casa era especialmente al de Casiana…

Ella había ya comido y entraba y salía de la cocina con platos y vasos… Luego dijo que iba a ayudar a vestir a mi madre mientras se calentaba el agua de fregar y me dejó sola. No me atrevía a moverme por miedo a que vinieran papá o mamá que debían estar muy enfadados… Tal vez hablaban de llevarme interna a un colegio al día siguiente y ya no volvería más a casa… ¡Qué desgracia más grande!

El frasquito fue otra vez mi consuelo, y me propuse quitarle el tapón… Era muy difícil, porque estaba sujeto con una pielecita blanca muy tirante y atado al gollete con un hilo de oro…

Sentí pasos en el pasillo… Era Ignacio que venía por mí:

—Anda, vamos al colegio que son cerca de las dos… ¿Al final has comido, lameruza?1 ¡Das tú más guerra que un regimiento! Vámonos…

Salimos de la mano sin que encontráramos a nadie de la familia en el pasillo, con gran alivio de mi pecho oprimido, y llegamos al colegio donde me dejó mi hermano en el portal como hacía siempre.

—¡Que seas buena!

Entre las chicas y con el precioso frasquito en el bolsillo olvidé enseguida el disgusto de casa… Hasta creo que la tarde se pasó en un momento y que las niñas admiraron el frasco de esencia, que yo no permití tocar a ninguna, sino solo contemplarlo en mi mano, y puse por las nubes la maravilla que mi padre había comprado a mamá…

A las cinco vino a buscarme el chico de la tienda y me dejó en la portería de mi casa. Yo había ya olvidado que mamá estaba enfadada conmigo cuando Casiana abrió la puerta y pregunté como de costumbre:

—¿Está mamá? ¿Dónde está mamá?

—¡Yo que sé! Andará por ahí pintando la mona…

¡No estaba en casa! Aún me quedaba la esperanza de que Casiana me engañara como hacía algunas veces… porque yo quería que mamá estuviera siempre al anochecer cuando las habitaciones se llenaban de formas confusas…

—¡Mamá! –grité desde el pasillo.

—Sí, llama, llama, que te va a contestar corriendo –gruñó Casiana camino de la cocina.

No estaba en el gabinete, ni en la sala… ni en el comedor… ¡No estaba!

—Ha dicho que meriendes, y que no des guerra –dijo Casiana entregándome un pedazo de pan y una onza de chocolate.

Luego se sentó en una silla baja, junto al balcón del comedor, y se puso a coser calcetines, cantando entre dientes.

Yo me comí el chocolate sin probar el pan y busqué en el cajón de mis juguetes el precioso libro de cuentos que me regaló mamá cuando aún era muy pequeñita… Tenía en la portada a la princesa Elisa, con túnica blanca y aro dorado para sujetar la cabellera extendida sobre la espalda, y miraba una pluma de cisne a la orilla de un lago azul…

Sentada en mi sillita frente a Casiana, me sumí en las páginas de este libro que fue el único de mi infancia, y que dio forma a los sueños inconcretos de mi imaginación desbordada, como cauce de limpia arena al manantial recién brotado…

«Si el viento agitaba los grandes setos de rosas plantados delante de la casa, les preguntaba: “¿Qué hay en el mundo más bonito que vosotras?” y las rosas sacudían la cabeza y respondían: “la niña Elisa”. Los domingos, cuando la vieja aldeana sentada delante de la puerta leía su libro de oraciones, el viento le volvía las hojas y decía al libro: “¿Qué puede haber más piadoso que tú?” Y el libro respondía: “la niña Elisa”. Y tanto el libro como las rosas decían la verdad».

Mi alma en capullo bebía la auténtica poesía del libro genial de Andersen, que transía para siempre de belleza y emoción mi pensamiento…

—¿Dónde te ha llevado tu padre esta mañana?

Era la áspera voz de Casiana que de un tirón me arrancaba del cuento para traerme a la realidad del sórdido salón de mi casa…

—¿Esta mañana? ¡Ah, sí! Fuimos a comprar… ¡Mira que frasquito! –dije recordando de pronto que lo tenía en el bolsillo.

Casiana lo tomó en sus manos torpes y lo olió, porque ya había yo conseguido abrirlo en el colegio, con la punta afilada de unas tijeras. ¡Qué bien olía! Y dijo, según su costumbre:

—¡Mejor era mío!

—No quiero –protesté–. No te lo quiero dar que me lo han regalado a mí…

—Pues te lo guardas donde te quepa –dijo brutalmente–, que a mí no me hace ninguna falta.

Me sentí inundada de amargura… Al fin le daría el frasquito, bien lo sabía. Así le había dado la Virgencita que papá me trajo de Lourdes, y la cajita de conchas que me regaló mi madrina, y el alfiletero que tenía un cristalito por donde se veía la playa de San Sebastián…

—Adónde has estado esta mañana con tu padre, te he preguntado –insistió.

—Pues, hemos ido a comprar a mamá un frasco de esencia muy bonito que ha costado carísimo.

—¿Qué era hoy?

—No sé… no era nada.

—Algo será para que le hagan a tu madre esos regalos… ¡Poco me los hacen a mí! –dijo fosca–, y ese paquete que traía tu padre, ¿era el frasco?

—No, eran medias… muy buenísimas, que también le hemos comprado a mamá… Este frasquito me lo dieron en la perfumería y no nos costó nada… Había allí una señorita muy elegante que se llevó otro con una rosa dentro…

Casiana se quedó silenciosa y, después de un momento, se levantó, tiró la silla de un puntapié y se fue a la cocina. No volvió hasta que empezaba a anochecer… Entonces recogió sus hilos y se marchó otra vez, cerrando la puerta de un golpe violento.

Aún apuré la luz del día leyendo, y cuando los faroles de la calle se encendieron y la sombra invadió los rincones me fui a la cocina. Sentada a la mesa, debajo del quinqué de petróleo colgado de la pared continuaba cosiendo calcetines Casiana.

—¿A qué vienes aquí, se puede saber? ¡Que siempre tiene una que estar con la mocosa de la chica al rabo…! Vete al comedor… En la cocina no están más que las criadas…

—¡Está oscuro!

Pa lo que ties que hacer te sobra luz… Si no te vas me voy yo a mi cuarto y me llevo el quinqué… ¡Te vas ya! ¡Mia que te va a pesar…!

La creía capaz de todas las maldades y salí al pasillo sin atreverme a dar un paso más hacia ninguna parte… En la cocina me estaba prohibida la entrada y en el fondo obscuro del recibimiento presentía no sé qué horrores… No era la primera vez que me veía arrojada de la luz al negro pasillo, y, como otras veces, lloré desconsolada… ¡Cuándo vendría mamá!

Casiana me oía llorar y callaba… Lloré más fuerte pero era inútil…

—Casiana… ¡Déjame entrar!

Silencio. No se oía nada en la cocina, pero no me atrevía a asomar la cabeza por miedo a que me tirara algo…

—Déjame entrar, Casianita, que voy a ser muy buena…

¡Dios mío! ¡Qué horrible existencia y que distinta a la del cuento de la princesa Elisa! Allí hasta los malos estaban rodeados de algo magnífico… Era mala la reina que echaba en el baño de la princesa los tres sapos que se convertían en adormideras… ¡Pero qué distinta a Casiana con su manto de armiño…!

Volvió el miedo a adueñarse de mí y pensé en el frasquito de esencia… Si se lo diera me dejaría entrar… pero era tan bonito… ¡Me gustaba tanto!

—Casiana, déjame entrar que tengo mucho miedo…

La sentí remover cacharros, levantar las arandelas de la hornilla… y me acerqué a la puerta… Tal vez estaba de espaldas y no podría verme aunque me asomara… Ya iba a hacerlo y… ¡pum…! la puerta se cerró de golpe contra mi cara y quedé en la más completa obscuridad… ¡Qué horror!

Me tapé los ojos para no ver y lloré hasta cansarme… Pensé que una mano se posaba en mi hombro y la sentí… Loca de espanto, grité ronca:

—Casiana… tómalo… te doy el frasquito pero déjame entrar…

Aún tardó un instante en abrirse la puerta, pero se abrió.

—Entra, idiota, entra de una vez…

Dejé la preciosa ofrenda sobre el hule de la mesa y con el corazón partido lloré todas las lágrimas de mis ojos, mientras Casiana hacía desaparecer el frasco en las profundidades de su faltriquera y luchaba a porrazo limpio con los pucheros gruñendo maldiciones.

—¡Ojalá me muera ahora mismo!

Y yo hubiera querido morirme también.


1 «Lameruza» es un adjetivo procedente del habla popular que equivale a «zalamera» o «picarona». Elena Fortún lo usaba a menudo, como también el de «trazotas» que equivale a decir «patosa» o «descuidada» (N. Eds.).

Oculto sendero
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