La novela de mi vida
La señorita Clara descubrió en mí una gran aptitud para el dibujo y la pintura y luego de enseñarme cuanto ella sabía, que era muy poco, se declaró honradamente inferior a la capacidad que en mí suponía.
—Deben ustedes buscar un profesor… Creo que María Luisa llegará a algo si aprende a conciencia la técnica del arte. Imaginación y sentido del color y la línea le sobran…
Pero papá se opuso resueltamente.
—No le hace ninguna falta saber pintar. ¿Qué tontería es esa? Con lo que sabe le basta y le sobra para hacer cuatro mamarrachadas en postales… que es lo que ahora hacen las señoritas…
Mamá fue de la misma opinión, y me vi reducida a copiar eternamente las hojas de hiedra, y las bocas y narices de los cuadernos que compraba la señorita Clara.
Tía Manuelita fue mi ayuda en este trance. Un día apareció con un precioso libro de dibujos.
—Le he comprado por nada… Tiene paisajes y figuras que tú podrás copiar en este papel que te traigo y que es de dibujo… Me lo ha vendido todo un chico pintor que vive en la casa de huéspedes del principal…
—Más valiera que se aplicara al piano –dijo mamá–, que Rositina ya sabe tocar tres piezas… ¡No sé cómo no le da vergüenza!
—¡Pero si no tengo oído! –me lamenté–. Si el profesor ha dicho que no tengo oído…
—Ni afición, ni buena voluntad, ni deseo de aprender –continuó mi madre–. ¡Esta criatura es un fracaso constante!
Lo que mamá no sabía, y, estoy segura de que no le hubiera gustado, era que yo hacía composiciones literarias y que la señorita Clara estaba encantada conmigo, aunque me riñera algunas veces…
«Tema» –escribía en mi cuaderno–: «La civilización griega».
Y al día siguiente yo había llenado varias páginas de descripciones minuciosas de los templos griegos, los peinados de antorcha, los pliegues maravillosos de las túnicas, las fuentes de mármol donde las palomas bajaban a beber, las plegarias de las vestales guardadoras del fuego sagrado…
—¿Dónde se ha documentado usted? –preguntaba la señorita Clara absorta ante conocimientos tan detallados.
—En ninguna parte…, me lo figuro yo… En el comedor tenemos un almanaque y hay unas griegas que bajan por una escalera hasta el mar…
—Más sintaxis y menos inspiración –decía la señorita Clara, rectificando aquí y allá el atropellado relato.
Pero yo era feliz de poder decir en palabras escritas todo cuanto se me pasaba por la cabeza… Era como si los posos de mi alma salieran a la superficie convertidos en diamantes… como si soltara de mis hombros un peso que toda la vida me había abrumado… como si hubiera descubierto la puerta misteriosa de la verdadera libertad… Podía decir todo lo que llenaba mis pensamientos sin que una voz prosaica contestara burlona a mis sueños…
A veces ilustraba las composiciones literarias con un dibujito.
«Tema»: «La nieve».
Y en una hoja de papel canson, pegada al cuaderno de composiciones, dibujé el balcón y el complicado dibujo de la barandilla subrayado por el festón de nieve… En el suelo un pobre gorrión muerto de frío con las patitas heladas y rígidas estiradas hacia el cielo…
—Tiene, tiene idea la chica –dijo papá al verlo–. ¡Lástima que sus hermanos sean tan zopencos! Porque a ella ninguna falta le hace tener facilidades para esto…
Tía Manuelita me pidió el dibujo y se lo llevó enrollado cuidadosamente…
—Ya lo volverás a poner en su sitio –me explicó al ver que me quedaba triste al despegarlo del cuaderno–. Es para que lo vea ese chico pintor…
Unos días después volvió a pedirme dibujos.
—Dice que me des todo lo que hayas hecho… y que es mucha lástima que tus padres no te pongan un buen profesor… ¡Son unos rutinarios!
Pero cuando yo quise, en vista de sus buenas disposiciones, leerle una composición literaria de la que estaba muy orgullosa, resultó tan rutinaria como mis papás.
—Mira, mira, déjame a mí de monsergas… Eso es lo que no debes aprender. Con esas literaturas os hacéis unas románticas y luego no servís para la vida… ¡Más valiera que vigilaran tus padres las tonterías que te enseña esta señorita cursi…!
Por lo cual, y temiendo que una indiscreción de su parte me privara del placer que acababa de descubrir, no volví a hablarle de mis progresos literarios y ella pareció que los había dado al olvido, porque no habló más de ello.
En cambio comenzó a marear a mis padres con lo del chico pintor.
—¡Es un talento ese chico! Yo creo que daría lecciones a María Luisa gratuitamente, porque está entusiasmado con sus dibujos…
—Pues ¡quién sabe! –dijo mamá siempre dispuesta a sacar partido de todo lo que no costara dinero–, ¡quién sabe! El dibujo es muy útil para bordar bien, y para aprender el corte… Y si no costaba nada…
Se habló bastante de esto y papá acabó por ceder ya que nada le iba a costar que yo aprendiera dibujo… De pintura no se habló nada, ni se pensó siquiera, ya que eso no tenía utilidad ninguna para mí.
Una tarde vino tía Manuelita con el pintor. Era un muchacho de más de veinte años, delgado, esbelto, con camisa floja y chalina negra… No se parecía a ninguno de los hombres que yo había visto en mi vida.
Saludó a mamá besándole una mano, lo que le halagó muchísimo, y a mí con un apretón de manos como si fuera una persona mayor… ¡Qué vergüenza cuando lo vi hojeando mis dibujos!
—No está mal, no está mal –decía en lugar de aquellas alabanzas que tía Manuelita nos había contado–, no está mal… demasiado difumino. La manía de todos los que no son dueños de la línea… Ahora sólo usarás lápiz… y las sombras a punta de lápiz… ¿Quién le enseña dibujo?
Vio las muestras que me hacía la señorita Clara y sonrió discreto. Yo la defendí.
—Ella ha dicho que no sabe más…
Desde el día siguiente vino Jorge Medina una hora todas las tardes. Además de enseñarme dibujo, me prestaba libros y hablaba conmigo… ¡esto era lo mejor de todo!
Su voz era de timbre claro y agradablemente juvenil, sus manos delicadas como las de una mujer, sus gestos aún de adolescente, parecidos a los míos… y aún, a veces, era yo la más enérgica y fuerte de los dos…
Me trajo una novela romántica que me encantó. Una hermosa judía robada por un árabe, vivía en un harén de Bagdad, entre pebeteros y perfumes.
—Jorge, ¿qué es un pebetero?
—Un cacharro así…, y así… –decía él, dibujándolo mientras hablaba–, aquí se ponen las ascuas y sobre ellas se echa el incienso o el estoraque…
—Y, ¿qué es un harén?
—Pues…, ¡chica qué preguntas! Pues la casa de un moro rico donde tiene sus mujeres…
Y yo, comprendiendo que había preguntado una inconveniencia, me ponía roja hasta la raíz del pelo.
Otras veces me hablaba de su aldea. El era gallego y cuando describía las rías y los valles de su región su rostro se iluminaba de una llama interior siempre encendida en cordial entusiasmo… ¡Al fin, había yo encontrado un alma sensible como la mía a la belleza del campo…! Con él no era tímida y constantemente quería saber más… ¿Cómo eran los hórreos? ¿Por qué iban descalzas las mujeres? ¿De qué color era el agua de las rías?
Me trajo novelas de buenos autores, que era preciso leer con cuidado, sin saltarse las descripciones…
—Ya verás en el capítulo segundo un amanecer en el valle del Pas… cuando las nubes se hacen rosadas y comienzan a tomar color las siluetas de los árboles dibujadas en tinta china… Un pintor debe leer mucho… El literato, a veces, ve en el paisaje lo que un pintor no vería… tiene una concepción distinta de la vida y del color que nos completa la nuestra…
Yo le oía admirada y sobrecogida. ¡Qué bien decía lo que yo solo sabía pensar sin concretarlo nunca…! Con él me atrevía a hablar de mis veraneos… Del mar al que yo adoraba con instinto primitivo, con reverencia y devoción inexplicable… Del parque de tía Teresa al que no había vuelto y del que guardaba un recuerdo exaltado…
—Pero ya ves…, aquí… Viendo siempre la plaza de Matute…
Jorge decía que había belleza en todas las cosas. En casa de su patrona tenían un autentico mueble Luis XV, que no se sabía cómo había ido a parar allí; pues él, se había consolado de muchas tristezas contemplando horas enteras la línea perfecta de las patas de aquel mueble…
Un día le dije:
—Tú eres el único amigo que he tenido nunca… ¡Qué gusto da tener un amigo!, ¿verdad?
—¡Verdad! –me dijo, oprimiéndome la mano.
Y yo sentía hasta qué punto había estado siempre sola mientras no lo había conocido, y qué sola me quedaba cuando se iba…
Algunas veces dejaba de venir dos o tres días, porque se iba a pintar a la sierra y al volver me contaba su viaje, los paisajes que había admirado, sus charlas con los pastores… Esas montañas de Castilla tienen todos los tonos del violeta, desde el malva pálido al morado nazareno… Alguna vez iríamos juntos, cuando yo fuera mayor… y si para eso era preciso casarse, nos casaríamos…
No, yo no me quería casar nunca… Yo quería viajar, leer mucho, pintar y no tener hijos…
Todo esto podía ser tratado sencillamente porque nunca un pensamiento turbio empañaba nuestra limpia amistad…
Sin embargo, Felipa nos espiaba y una vez la encontré escuchando detrás de la puerta. También aprovechaba todas las ocasiones de ponerme en ridículo delante de Jorge.
—¡Peste de chica! Yo no sé que hace en la cama, que rompe todos los camisones de arriba abajo… Criatura más extravagante…
Otra vez mamá dijo que había humo en el pasillo.
—Sale del cuarto de la niña –dijo Felipa, burlona–. Pero ¿es que no saben ustedes lo que tiene encima de la cómoda? Ahora se lo enseñaré…
Y vino trayendo una cajita de lata de la que yo había hecho un pebetero, llenándola de ceniza y ascuas sobre las que se quemaba un puñadito de espliego. Hasta que Jorge había llegado aquella tarde, mi cuarto había sido el del moro dueño del harén…
Todos se rieron, mamá se enfadó, y yo que sentí un timbre de burla en la risa de Jorge, me eché a llorar…
—¡Qué niña esta! –se lamentó mamá, dirigiéndose a Jorge–. ¡No tiene usted idea de lo que he sufrido con ella! Ha sido un chicazo desde que nació… Como yo estuve tan malita al dar a luz, pasó más de media hora después de nacer sin que pudieran atenderla y todos decían: ¡es un niño!, ¡es un niño! ¡Tales berridos daba…! Y luego eso mismo me he tenido yo que repetir muchísimas veces. ¡Es un chico! ¡Es un chico…! Sin embargo, luego tiene cosas de niña tonta… ¡Vamos que poner lumbre en su cuarto…!
Con la falta de proporción que hay en la niñez, creí que la vida se había acabado para mí con el ridículo que me habían obligado a hacer delante de Jorge… Además, yo había llorado por primera vez delante de él… ¡Por qué habría yo llorado, Dios mío! ¡Qué atroz vergüenza! Yo no quería volver a ver a Jorge… Las lecciones de dibujo se habían terminado…
Felipa, la odiosa Felipa, me observaba burlona al otro día… Pero llegó Jorge y salí a la lección. Él no me dijo nada. Al rectificar una línea me explicó.
—No debes imitar a nadie, ¿sabes? No hay que imitar ni a personajes vivos ni novelescos, sino cada uno desenvolver su personalidad en todo lo que esta tenga de original dentro de las condiciones de su vida…
No comprendí muy bien, pero sí me di cuenta que se refería a lo sucedido el día anterior…, y que yo no debía imitar al moro del harén, o a la judía cautiva, sino ser yo, María Luisa misma, ser como era y serlo del todo…
Sí, pero yo no sabía muy bien cómo era, no me había mirado desde fuera, para eso era preciso considerarme como una heroína de un relato, y verlo escrito en un papel… Eso es. Yo escribiría mi novela…
En un cuaderno del que solo estaban escritas dos páginas, arranqué la hoja, y escribí en la primera: «La novela de mi vida». Y enseguida: «María Luisa, vivía en el castillo de sus padres…». Esto no era verdad, ¡claro es!, pero en nada cambiaba mi vida por vivir en un castillo en lugar de en la Plaza de Matute, y era más bonito…
Luego yo daba un paseo a caballo con Jorge que me hablaba de los árboles y las montañas de esa manera que él sabía, y yo procuraba recordar, lo más fielmente posible, sus palabras porque no las podría encontrar mejores. Enseguida, en un diálogo que me pareció precioso, yo le decía lo triste que había estado hasta conocerle, porque todas las niñas que había tratado eran tontas y solo pensaban en casarse y en ser madres de familia, pero yo no. Entonces Jorge quería saber lo que yo pensaba hacer cuando fuera mayor. «Correr en un bajel por los mares», era mi grandiosa respuesta.
Jorge me decía que para no separarnos nunca lo mejor sería que nos casáramos y yo accedía con la condición de no tener hijos, eso no, porque era una cochinada. Juntos correríamos en el bajel por los mares…
En dos o tres días llené medio cuaderno de letra menuda y apretada. Felipa, nuestra doncella, era muy mala y acusona, papá y mamá me querían poco porque mi madre tenía siete enfermedades al corazón… Yo era guapísima, porque tampoco cambiaba nada en mi vida con que fuera fea…
Estábamos cerca del verano y en casa comenzaron los preparativos de marcha. Mi madre hacía el complicadísimo baúl y protestaba siempre que yo traía un paquete de libros o papeles:
—Ya no cabe más… Esas cosas se ponen en el fondo y ya está lleno…
—Si no me he acordado…
—Pues que le vamos a hacer… te lo dejas aquí.
Sin embargo, aprovechando los momentos en que no me veían logré poner entre la ropa el cuaderno, algunos dibujos, y el cuento de Elisa… Mamá no se enteraría porque yo cuidé de estirar bien la ropa por encima…
Y nos fuimos al mar, y al deshacer el baúl no encontré el cuaderno, ni los dibujos, ni el libro por ninguna parte. ¿Es que los había sacado mi madre?
Muchos días pensé con terror en las consecuencias que podría traerme la pérdida del cuaderno, pero como pasaba el tiempo y ni papá decía nada en las cartas ni mi madre daba muestras de haber leído mi novela acabé por tranquilizarme y hasta olvidarlo… ¡Se habría quedado en Madrid!
Me di veinte baños en la playa, estuvimos en el balneario en donde no encontramos a ninguno de los bañistas del año anterior, pasamos casi dos meses en el pueblo de Ávila, y en octubre volvimos a Madrid.
Jorge alabó mucho los apuntes que yo traía. Una pala y un cubo sobre la arena, las rocas recortándose en el cielo, la fachada del balneario, el puente, el nogal…
—Muy bien chica. Has adelantado mucho, vas teniendo el rasgo más seguro… Tú vas a ser algo, no me cabe duda.
Volvió a casa la señorita Clara, el profesor de piano y la viejecita francesa. Jorge no faltaba ninguna noche y una hora antes de cenar corregía mis dibujos sobre la mesa del comedor… Luego hablaba con mis padres. Él nos traía noticias del último estreno del Apolo, del libro acabado de publicar, de la exposición que se preparaba…
—Me parece a mí –dijo mi padre–, que este es un chisgarabís… ¡Nunca habla de nada serio!
Felipa aún dijo otra cosa peor:
—Como ha visto que la niña es hija sola, como si dijéramos, viene a ver lo que se pesca…
Yo no entendí su intención pero mamá sí.
—Pues que no se haga ilusiones que no estoy yo criando a mi hija para un perdulario… ¡No faltaría más!
—No le quepa a usted duda que le está haciendo la rosca a la niña –insistió Felipa–. ¡Si tuviera yo el cielo tan seguro!
Yo asistí a esta conversación aterrada. Si Jorge dejaba de venir a casa me quedaría otra vez sin amigo.
—Pero mamá…, si eso no es verdad, si no es perdulario… Yo te aseguro…
—¡Cállese usted mocosa! ¡Vamos! No habría más que ver si a los catorce años nos saliera con un noviajo…
Felipa me miraba con ojos malvados y vi en ellos algo que me espantó. ¿Qué estaba pensando esta mala mujer?
Al otro día, al anochecer, me llamó mamá a su gabinete cuando yo estudiaba en mi cuarto.
—María Luisa, ven aquí…
Mi madre, sentada junto a la chimenea, estaba apoyada en un velador y sobre él tenía un cuaderno. Me miró severa, sin hablar, y luego dijo:
—¿Has escrito tú esto?
Era «La novela de mi vida». ¡Creí que el mundo se tambaleaba…!
—De modo que ese tunante te ha dicho que se quiere casar contigo… ¡Muy bonito! ¡A los catorce años! ¡Y con un bohemio sin oficio ni beneficio! ¡Está bien! De este modo nos pagas los sacrificios que hacemos por ti, educándote y gastando lo que no podemos, para que encuentres un marido como es debido y no tengas que pasar apuros en tu vida… ¡Críe usted hijos para esto…! Y, tú, desvergonzada, ¿por qué te metes a tratar si quieres tener o no hijos…? ¡Me matarás a disgustos! En uno de estos me muero…
Yo sollozaba muerta de vergüenza sin contestar, pero recordando claramente todo lo que la novela decía… ¡Era espantoso lo que me pasaba! ¿Cómo no habían encontrado el cuaderno hasta entonces? Lo supe enseguida. Le tenía Felipa desde el verano y no había querido dar ese disgusto a mis padres hasta ver si el pintamonas se cansaba de venir en busca de los cuartos de mi padre…
Se había hecho de noche y no tardaría Jorge en venir a darme lección… Mamá encendió la luz para ver el reloj.
—Ese hombre está ya al llegar. Te voy a dejar sola con él y le dirás que no vuelva, que no le quieres y que se han concluido las lecciones. ¿Has oído? Yo estaré en el cuartito y lo oiré todo…
¡Dios mío! El corazón me dolía por la injusticia que íbamos a cometer, y de lástima por mí que perdía al único amigo que había tenido en mi corta vida…
Sonó el timbre dos veces y pasamos al comedor. Mamá antes de entrar en el cuarto inmediato me dijo:
—Ya sabes lo que tienes que decir… ¡Que no le encuentre tu padre cuando venga porque es capaz de tirarle por la escalera abajo!
Me quedé sola en la habitación, temblando, aterrada… Jorge, al entrar, notó inmediatamente mi extraña actitud.
—Y tu madre, ¿ha salido?
—No… sí… Yo no quiero dar lección… Ya no quiero dar lecciones…
—¿Por qué?
—Porque no…
—¿Ha pasado algo?
—No…, es que ya no quiero ser tu amiga…, ni quiero casarme contigo porque soy pequeña…
Jorge se echó a reír.
—¡Claro, mujer! Cómo nos vamos a casar ahora…
—Ni nunca porque no te quiero… Ya no te quiero nada, nada… Vete.
Jorge comprendió que había pasado algo extraordinario, y sus ojos se volvieron a la puerta de donde yo no apartaba los míos… Se puso pálido y dijo:
—¿Es que me echan? Pero ¿qué ha pasado?
—No sé… –y miré angustiada a la puerta del cuarto.
—Te han dicho que me digas eso, ¿verdad…? Bueno…, pues adiós…
Salió sin darme la mano… y cuando la puerta se cerró sentí que me mareaba y pensé que me iba a morir… Pero no me pasó nada, y seguí viviendo sin Jorge como antes de conocerle…