Antonio

Durante el invierno las señoritingas del pueblo se reunían después de comer. Si el día era claro y soleado iban a la estación a ver pasar el tren de las tres, si llovía o el frío era excesivo, se quedaban en casa de una de ellas que tenía piano y sala espaciosa para bailar. Al reclamo de sus coqueterías y del baile acudían los pocos muchachos que quedaban en el pueblo durante el invierno.

Mamá detestaba todo lo que pudiera constituir una distracción para mí y durante mucho tiempo se opuso a que me reuniera con ellas con el pretexto del luto, pero tanto insistió la viuda del coronel que acabó por dejarme los domingos

—Los días de trabajo no, porque tiene que hacer en casa.

Fui contenta, pero enseguida comprendí que yo estaba fuera de ambiente y que era un desastre en esas reuniones. O hablaba sin tino contando trozos de novelas leídas por mí que a ninguna interesaban, o callaba con obstinado silencio haciéndolas desconfiar.

Era yo, tal vez, la más joven del grupo, donde había muchachas desde diecisiete años hasta treinta corridos, pero a todas, menos a mí, las unía un obsesionante pensamiento común: el matrimonio.

Cómo se iban a hacer, o cómo se estaban haciendo, las camisas para la boda, de qué color iban más a la carne, si el camisón debía ser descotado o con mangas cortas… y dónde sería mejor ir después de la ceremonia, si a un hotel o al nido que había sido arreglado durante muchos meses… Porque la primera noche era el tema inagotable de las conversaciones en cuanto las mamás las dejaban solas.

—Con un camisón de seda azul pálido, con encajes aquí y aquí… para que se transparente el pecho… ¡figuraos! Por poquito que se valga es una otro tanto.

—Mi hermana llevó el camisón rosa con lazos negros… pues hijas, al otro día estaba todo desgarrado…

—Eso ya se sabe… Ellos se ponen locos…

Pero cuando las conversaciones tomaban un tono cálido y los ojos de todas brillaban ardientes era cuando alguna traía un caso concreto, podía contar algo vivido…

—¡Ya ha llegado mi prima Rosa! ¡Ya ha vuelto del viaje de novios! Llegaron anoche y se han ido esta mañana ¡Me lo ha contado todo!

—¿Sí? Cuenta, chica, cuenta…

—Dinos, anda…

Juntaban las cabezas en el paseo o en el rincón de la sala y cuchicheaban atrocidades que ni siquiera tenían el pudor de ser dichas dignamente… Las medias palabras eran más sucias que el hecho mismo.

—Pero ¿tú no lo quieres escuchar? –me decía Sol, que andaba apoyada en dos bastones–. Anda, mujer, que te dejo sitio…

—¿Qué secretos os traéis entre vosotras? –preguntaban los muchachos maliciándose el caso–. La que quiera saber algo que me lo pregunte a mí… y hasta se lo explicaré prácticamente…

Lo que hacía doblarse de risa a las chicas excitadas con el relato de la prima de Merche… y que no habían quedado satisfechas del todo en su curiosidad.

—¿Y no te ha contado más? Pues hija, algo más pasaría…

—Mujer, ¡como era la primera vez!

—Claro, tu prima siempre fue una quejica… Pues en esa noche ya se sabe a lo que se va… y que todas tenemos que sufrir…

—Hija, ¡si solo fuera sufrir! –decía Paquita que era una de las jamonas–, pero luego…

—¡Claro! –decían todas a coro– ¡Claro!

Se contaban cosas atroces que a mí me dejaron aterrada.

Una cuñada de Paquita, fue desde la iglesia hasta la casa de campo donde iban a pasar la luna de miel… pues nadie sabe lo que pasó en el camino…

—…hijas, al bajar del coche iba dejando un rastro de sangre que las criadas recogían con esponjas…

Y todas escuchaban encandiladas y sin un estremecimiento de miedo.

Un día Albertina, la hija del boticario, que tenía dos años más que yo, trajo una noticia importantísima.

—Mañana llega Beatriz con su marido y van a pasar aquí ocho días… Me lo ha dicho la guardesa de su hotel… A ver quién de nosotras va a que se lo cuente porque a todas no va a querer contarlo… Que vaya Paquita que es con la que más confianza tiene.

De esa Beatriz a quien yo no conocía, me contaron muchas picardías, que entusiasmaban a todas.

—Tú no la conoces, porque ella solo viene los veranos y como te quedabas en casa por el luto… Es guapísima y siempre ha tenido novio… No ha quedado ni un solo chico que no sea novio de ella… ¡Los tenía locos! Como se dejaba sobar…

Paquita lo sabía bien porque Beatriz fue novia de su hermano mayor.

—Y… ¡no puedes figurarte…! Cuando se sentaban juntos, siempre tenía ella la raja de la falda por el lado izquierdo… y la mano derecha de mi hermano nunca se sabía dónde estaba… Así se quedaron los dos de flacos ese verano… Por supuesto que la mamá nunca los dejaba solos… Luego por la reja se daban besos chupados… Se los ha dado con todos los del pueblo…

Paquita la disculpaba.

—Hijas, es que andaba ya cerca de los treinta cuando se casó, y, la verdad… ¡ya no puede una más!

Sol me contó en secreto que eso lo decía porque ella estaba como esas gatas que maúllan por los tejados en enero, y que se decía que se consolaba sola…

—¿Comprendes? Y que debe de ser verdad porque lo ha dicho la madre del curita de las monjas, que es quien la confiesa… ¡Ya ves tú si la madre lo sabrá!

Este cura joven y atildado, era el padre espiritual de casi todas las chicas aquellas que encontraban un voluptuoso placer en confesar a sus pies las flaquezas de la carne insatisfecha… La madre, una señora gorda y enlutada, tenía largas conversaciones con mamá a la salida de misa.

—Crea usted que tienen frito a mi hijo… ¡No se dan cuenta de que es un hombre! Tendremos que irnos de aquí por culpa de esas muchachas… La que más y la que menos está enamorada de él y disfruta con sacarle de quicio… ¡Qué mujeres, Señor, qué mujeres!

Mamá callaba reflexiva y luego decía en casa:

—Las mujeres y los hombres deben casarse jóvenes… Ya lo dijo un padre de la iglesia: «es mejor casarse que abrasarse».

Porque mi madre leía a los santos padres y a Santa Teresa y desde que murió papá eran estas sus únicas distracciones, con lo cual se había hecho más rígida y más intolerante con las faltas ajenas.

Algunas veces me preguntaba sobre las conversaciones de mis amigas. ¿Qué decían? ¿De qué hablaban?

—No sé… De los vestidos que van a hacerse para el verano… De la mamá de Enriqueta que está mala…

Pero la verdad es que todas las conversaciones que no se referían al acto amoroso, decaían enseguida sin interés para ninguna. A mí me producían una vergüenza terrible las tales confidencias, y poco a poco fui excluida de ellas y hasta se callaban cuando yo estaba delante, o cuchicheaban mirándome, con lo cual me abandonó la poca seguridad que tenía en las relaciones sociales y me hice un ser tímido y vacilante; sin embargo, no dejaba del todo estas reuniones que llenaban las tardes domingueras evitándome el aburrimiento casero con la visita de Antonio, al que desde la confidencia de Clara miraba con cierta prevención.

Una tarde paseaba con mis amigas y unos cuantos muchachos pretendientes de algunas de ellas. Yo tenía entre el grupo masculino pocas simpatías. Los hombres siempre vieron en mí un ser extraño, poco femenino, al que gustaban de humillar como si sospecharan en mí cierta rivalidad ridícula… ¡Yo sí que les envidiaba! ¡Su libertad, sus trajes sencillos, estrictos, sin ninguna fantasía, su derecho de comportarse naturalmente, sin afectación…!

Uno de aquellos muchachos, tal vez para dar achares a su novia, se emparejó conmigo, adelantándose a las otras.

—¿También sabes tú tocar el piano? –me preguntó por decir algo.

—No… sé poco… Hace mucho que no tengo profesor…

—¿Pues no era tu profesora esa señorita que pasó el verano en tu casa?

—Sí, pero de otras cosas…

El muchacho quería saber qué cosas aprendía: –¿Geometría del espacio no será?

—No… es literatura…, historia natural…

—¡Qué barbaridad! –me interrumpió burlón–. ¡Vaya unas cosas que aprendes tú! Y puede que hasta hayas leído las obras de Calderón de la Barca…

—No… Sé que escribió dramas de honor, pero no he leído ninguno…

—¡Camará contigo! Y, ¿el Quijote, lo has leído?

—Sí… Me lo trajo Clara este verano… y La Ilíada y La Odisea…

—¡Reventante! –dijo, y volviéndose a los otros gritó–: ¡Chicos lo que he descubierto! ¡La joya del grupo! ¡Ha leído el Quijote!

Todos me miraron burlones y las chicas aseguraron que ninguna lo había leído ni sabía lo que era…

—¿No es un periódico como el Jindama? –preguntó Merche.

—¡Arrea con lo que salta…! ¡Chica, eres de una ignorancia divina! Así me gustan a mí las mujeres… Eso no quiere decir que no esté derretido por esta María Luisa que ha leído La Odisea… ¡Chicos, La Odisea! –y luego volviendo a mi lado–. ¡Con lo qué me gustan a mí las chicas leídas y escribidas! Ya me habían contado a mí que eras muy sabia, pero nunca creí… ¡Es para troncharse…!

—¡Deja ya a la chica! –dijo Paquita acudiendo en mi auxilio no tanto por cortar la burla como por estar al lado del burlón–. ¡Y tú no seas bachillera…!

Todos se reían y en toda la tarde no se habló de otra cosa… Las mujeres a componerse y a ir a misa y a cuidar de su maridito… Esta era la opinión de todos… Y yo me sentía consciente de mi inferioridad ante aquel grupo de señoritas cursis, ignorantes, sin inteligencia ni imaginación, que me despreciaban y se burlaban de mí…

No quise volver a salir con ellas ningún domingo, aunque vinieron Sol y Paquita a buscarme.

—Mujer, ¡no lo tomes así! Tuviste tú la culpa de que se burlaran… A los hombres no les gusta que sepamos más que ellos… Para lo que nos quieren, ya sabemos bastante –dijo Paquita con malicia.

—Pero si me preguntó qué estudiaba…

—Es que digo yo que… ¿por qué estudias estas tonterías? Si tu madre quiere gastarse el dinero en tu educación, aprende a bailar sevillanas, que es muy bonito, o a cantar que hace muy buen papel la que sabe…

—No tengo oído. Además prefiero leer que es lo que más me gusta… y pintar…

Las dos se miraron sonriendo y me asaltó la sospecha de que se reían de mí…

—Es una lástima… –dijo Sol–. Si sigues así te quedarás para vestir santos… porque guapa no eres…

—Pero no es tan fea como Jesusa… –dijo Paquita para consolarme.

¡Jesusa era contrahecha y tenía la cara especial de esos enfermos!

Mamá se alegró muchísimo de que hubiera dejado de salir los domingos. Así los pasaba con Antonio y con ella, comiendo los bombones, y charlando en la camilla de la salita baja, que estaba inmediata a la alcoba de mamá y ella podía acostarse sin dejar la tertulia.

Una tarde muy fría en que mamá se acostó temprano, la sentimos dormir y Antonio me dijo sonriendo.

—Ronca… Ya se ha dormido… –y de pronto–. ¿Cuántos años tienes?

—Dieciséis.

—¡Qué despacio pasa el tiempo! Yo siempre esperando a que cumplas veinte años y nunca llega.

No dije nada, mirando los dibujos del tapete de terciopelo, y Antonio continuó:

—Como que ya no pasa de esta tarde… ¿Qué te parecería si te dijera que te quiero mucho? Di, ¿qué te parecería?

Y, como al mismo tiempo me había cogido de un brazo y se inclinaba hacia a mí echándome a la cara su aliento de fumador, me aparté con repugnancia.

—¡Quita!

—¡Chisss! Calla que se va a despertar tu madre… Contéstame tú… Di ¿me quieres tú a mí?

—¿Yo? No… –dije débilmente.

—¡Ah! Tú no… Pues yo creía… –dijo desconcertado. Y de pronto–. Bueno, eso es lo que decís todas siempre, de «ya te contestaré… lo pensaré…». Pero conmigo no cuelan esas monadas… Anda, guapa, di que me quieres, dilo… Pero ¡si es verdad…! Dilo.

—¿Por qué lo voy a decir si no lo siento? Yo no te quiero… Ya lo he dicho.

—Bueno… pasemos porque eso sea verdad…, pero me querrás… Mira no tienes más que decir sí o no… A mí me basta. Todo seguirá lo mismo, pero yo sabré ya a qué atenerme, Trabajaré, vendré los domingos y… como si no hubiera pasado nada… ¿Eh? ¿Qué dices? Contesta…

—Ya te he contestado. No.

—¡De modo que no… redondamente que no…! –dijo como si no pudiera creerlo.

—No…, ni te quiero ni te querré… Yo no tengo la culpa…

—No, claro que no la tienes… Bueno… me voy a dar una vuelta por ahí –dijo levantándose de la silla de mal talante, se puso el abrigo y el sombrero y se fue.

Al cerrarse de golpe la puerta de la calle se despertó mamá.

—¿Quién ha salido? ¿Antonio? ¿Dónde ha ido?

—No sé…

—¿Cómo que no sabes? –dijo incorporándose en la cama–. Algo ha pasado… ¿Te ha dicho algo? Di…

—No…

—No mientas… ¿De qué hablabais? Di la verdad… Ven aquí, que te vea yo la cara.

Delante de mamá no pude negarlo y dije angustiada:

—Es que me dice que me quiere… y yo no le quiero a él… ¡Que me deje en paz! Eso es… ¡Que me deje…!

—Bien dejada estás –dijo mi madre volviendo la cabeza a la almohada–. Bien dejada estás de la mano de Dios… Pues si desprecias esta proposición no cuentes con otras, que no están los tiempos para casorios…

—Mejor… Así no me casaré.

—Por mí puedes hacer lo que quieras, que no pienso meterme, ni que luego digan si he querido casarte a mi gusto o no…, pero mira bien lo que perdemos al perder a Antonio… Porque puedes estar segura de que le perdemos… Se acabó el venir todos los domingos a traer bombones y pasteles a la niña y encargos y libritos… y eso de «Antonio, búscame esta novela que la quiero leer…» y, «Antonio que no me gusta el papel de cartas que tengo y quiero otro para escribir a mis hermanos», y Antonio a recorrer todas las papelerías para traer el papel más moderno… Y yo, ¡pobre de mí, tan enferma como estoy! Y que desde que murió tu padre no he sabido lo que era pagar una letra, contestar una carta de negocios o hablar con un acreedor, porque todo me lo ha resuelto él, me quedo sin brazo que me ampare en mi vejez, sin ayuda y sin consuelo…

Mamá lloraba limpiándose con el pañuelo, mientras yo con los ojos secos y una decidida decisión de no ceder miraba al suelo apretando los dientes…

—Nunca has hecho más que darme disgustos –continuaba mi madre–, desde que naciste, que a poco más me muero, y siempre con juegos de chico, y sin querer comer, y sin estudiar el piano, y pegando a las chicas, que llegaron hasta echarte del colegio… y luego aquella historia del pintor… y ahora esto… ¡Dios mío! ¿Qué he hecho yo para que me castigues así?

A mamá no se le ocurría que esos mismos disgustos me los había llevado yo en mayor proporción que ella, ni yo me hubiera atrevido a decírselo…

—Vete –dijo rabiosa mi madre–. Vete, que ya me estás irritando de verte ahí… Cuando venga Antonio que entre para hablar conmigo… y cierra la puerta.

Cerré detrás de mí la puerta de cristales y volví a ocupar mi puesto en la camilla con una novela en la mano… Mientras hubiera libros podía escapar de esta vida que antes era gris y ahora iba a hacerse dolorosa…

Volvió Antonio media hora antes de salir el tren, y entró, sin mirarme, a despedirse de mamá.

—¡Hijo! –la oí decir–. ¡Hijo! ¿Estás disgustado? Es una chiquilla sin juicio… Pero no te preocupes… Todo es cuestión de tiempo… Espera y yo te prometo…

Bajó la voz y hablaron sin que pudiera entender lo que decían…

Mi imaginación novelesca nutrida de fábulas literarias me hacía tener una idea desproporcionada y trágica de los acontecimientos… ¡Pensarían encerrarme en una habitación oscura hasta que dijera que sí! En el periódico hablaban aquellos días de una mujer secuestrada por su familia… y en la fotografía la mostraba como un esqueleto… ¡Qué horror!

Aunque el miedo me ponía carne de gallina decidí no dejarme convencer… Antes de casarme con Antonio prefería morir… ¡Sí, morir! Y esto aunque satisfacía mi instinto novelesco me hacía estremecer de áspera realidad…

En los días siguientes no volvió mi madre a decirme nada. Al contrario, estaba amable conmigo, me consultaba asuntos de la casa y se lamentaba de Felipa:

—Esa mujer es una ordinaria y cada día lo es más… No quiero que te siga tuteando… Tú eres ya una señorita y no sé por qué ha de decir la María Luisa.

Cuando Antonio vino el domingo me trajo tres libros.

—Chica, yo no entiendo de lecturas… Al librero le he dicho que me diera lo mejor y lo más nuevo, que era para una persona muy instruída, ¿no se dice así? Ahí los tienes, tú dirás.

Yo estaba contenta. Se habían disipado mis temores y me dejaba querer y mimar, esponjándome al calor de la cordialidad inesperada… Además de los libros traía Antonio bombones, pasteles, un tintero y una cartera que le había encargado mi madre para mí…

El día se pasó apaciblemente, sin hacer referencia a nada de lo ocurrido el domingo anterior. Paseamos al sol por la carretera, y al anochecer volvimos a merendar a casa. Antonio hablaba toscamente de las compradoras y contaba casos chistosos, que yo reía por congraciarme con los dos, temerosa de perder su aprecio, y por conservar el ambiente cordial todo el día.

Solo Felipa estaba de peor talante que de ordinario y andaba gruñendo y dando portazos. Algunas veces la sorprendí mirándome como si quisiera saber lo que yo pensaba.

—Esta mujer se pasa la vida escuchando –dijo mi madre–. Menos mal que aquí no hay secretos que si no…

Después de marcharse Antonio estalló la tempestad que durante todo el día se estuvo concentrando en la cocina.

—¡Tenga usted cuidado con lo que hace! –dijo mamá a Felipa–, que parece usted loca golpeando las puertas… ¡Válgame Dios, qué falta hace un hombre en una casa!

—¡Eso digo yo! –gruñó Felipa–. ¡Eso mismo digo yo…! ¡Qué falta hacía que viviera el señor…! No estaría pasando aquí lo que pasa…

—¿Qué es lo que pasa aquí? –preguntó mi madre, picada–. Diga usted ahora mismo a qué se refiere.

—¿Para qué lo voy a decir si lo sabe usted mejor que yo?

—¡He dicho que lo diga ahora mismo! –gritó mamá, exacerbada–. ¡Ahora mismo! ¡No quiero calumnias en mi casa…!

—¿Calumnias? ¡Vamos! ¿Conque son calumnias que están mimando a la criatura para casarla con ese piojo puesto en limpio…? ¡Vamos!

—¿Qué dice usted? ¿Qué dice usted, mujer?

—Digo la verdad, y nada más que la verdad… Que ese hombre es un pobre como yo, que ha sido soldao… y que no tiene iducación, ni principios, ni nada… pero que como más vale caer en gracia que ser gracioso, se le quiere casar con la niña, que no le quiere… porque, ¡a ver!, cada oveja con su pareja… y ella está iducada de otra manera por aquél santo que se murió…

—¡Y que no tiene usted por qué mentar! –chilló mamá, roja de indignación–. Y que si no se pasara usted la vida escuchando detrás de las puertas no sabría lo que no le importa…

—Sí que me importa, que llevo muchos años comiendo el pan de esta casa y me importa que no se cometan injusticias… –y se volvió contra la pared y contra mí–, aunque lleva usted razón que le sobra… que bastante me echo yo al bolsillo con que la chica, que nunca me ha podido ver, se case o se la lleven los demonios… Por mí se acabó…

—Pero por mí no –dijo mi madre–. Por mí no. Mañana mismo, en cuanto amanezca, se irá usted de mi casa… y no le digo que ahora mismo porque no tengo costumbre de poner en la calle a nadie a estas horas…

Volvimos a nuestro cuarto y mamá, sin hacer comentarios, me mandó a acostar. Luego en la cama la oí suspirando decir:

—¡Entre todos me matarán a disgustos!

Pero yo había visto concretado en las palabras de Felipa un vago presentimiento, al que no había querido dejar paso… ¡El amable trato de aquellos días tenía por finalidad casarme con Antonio…!

Oculto sendero
titlepage.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-1.xhtml
Section0001.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-2.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-4.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-5_split_000.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-5_split_001.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-6.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-12.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-13_split_000.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-13_split_001.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-14.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-15.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-16.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-17.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-18.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-19.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-20.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-21.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-22.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-23.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-24.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-25.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-26.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-27.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-28.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-33.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-34.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-35.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-36.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-37.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-38.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-39.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-40.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-41.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-42.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-43.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-48.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-49.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-50.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-51.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-52.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-53.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-54.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-55.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-56.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-57.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-63.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-64.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-65.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-66.xhtml