El baile del Club Náutico

Desde que se anunció el baile no hablaban de otra cosa las señoras. Hasta Consuelo revolvía figurines y me pedía consejo para hacer de su vestido de novia, que había teñido de negro, un traje de noche.

—Yo no entiendo de eso… ya lo sabes.

—Si entiendes. Los pintores entendéis de trapos más que nadie…

Acerté a dibujarle un modelo gracioso y fácil de copiar que Consuelo llevó a la modista entusiasmada, y hasta me dijo que había tenido un gran éxito el tal modelo y que varias señoras le pidieron permiso para copiarle…

—Y tú, ¿no te vas a hacer un vestido? –me preguntó mi cuñada inquieta–. Mira que solo faltan dos semanas y no hay modista que se comprometa a hacer un traje en menos tiempo…

—Iré como estoy ahora…

—¡Mujer! ¿Pero vas a ir a un baile de chaqueta?

La verdad era que yo no tenía ningún interés en ir al baile… Más de cuatro meses que se fue Florinda a Inglaterra me habían entristecido y aislado del mundo exterior.

Durante el invierno, mientras ella estaba en la isla, había vivido como en sueños, aceptando dócilmente las normas de vida que Consuelo consideraba razonables, visitando a las esposas de los profesores, tomando el té en casa de algunas inglesas que había conocido ahora, dibujando monos para el periódico y… esperando los miércoles en que venía el coche de Florinda para llevarme a la Orotava.

—¿Ves? –decía Consuelo–. ¿Ves mujer como de esta amistad nadie tenemos nada que decir? Florinda es una mujer honrada… aunque no sé cómo puedes aguantarla con sus antigüedades y sus pujos de intelectual… ¡Es mucha cultura la suya! Este miércoles voy a ir contigo a verla… Así se te hará menos pesada la visita.

Esto solo ocurrió una vez, porque Florinda la tomó aquel día con el origen probable de las islas… Trozos de la Atlántida hundida en el fondo del mar… Y se empeñó en leernos todos los datos que sobre ello había reunido… Consuelo, en cuanto acabamos de tomar el té, dijo que tenía que volver a su casa porque Antoñete tosía mucho y temía que fueran anginas…

—¡M’hija no sabe lo que lo siento! No pueden irse ustedes aún, porque el chofer tiene permiso hasta las ocho, y no sé dónde está… Entreténgase con Milor, mientras nosotras jugamos al volante…

Consuelo se quedó con el perro y nos fuimos con las pequeñas raquetas y las pelotitas emplumadas a la pradera.

—¿Qué idea te ha dado de traerla, Marilú?

—Fue ella… comprenderás que yo…

—Sí, sí; pues el aburrimiento de la tardesita va a ser a medias…

Jugamos un rato y luego bajamos a sentarnos sobre las piedras tibias aún bajo el luminoso sol del invierno canario… Florinda apoyó mimosa su cabeza en mi hombro, yo pasé un brazo en torno a su cintura y contemplamos el mar en silencio, plenas de paz, saturadas de emoción, felices de sentirnos tan cerca que el corazón latía con un solo ritmo, sabiendo que no era preciso hablar para comprendernos…

Al volver encontramos a Consuelo paseando delante de la casa y completamente aburrida… Mi cuñada no quiso volver más.

—Si fuera ir y volver, pero estarse allí toda la tarde quieras o no… y vosotras jugáis, andáis de acá para allá porque las dos estáis delgadas, pero yo me canso…

Algunos días se presentaba Florinda en casa desde por la mañana, a pasarse el día con nosotros. Jorge torcía el gesto, pero acababa resignándose.

Después del almuerzo íbamos de compras, y al final, invariablemente al Club Náutico, a contemplar el puerto desde la terraza, y a tomar el té viendo salir y entrar los barcos…

—Pronto me iré yo –dijo una tarde Florinda.

—¿Tú?

—Sí… Ya están mis hermanos esperándome en Londres… Siempre pasamos juntos el mes de marzo que es cuando murieron mis padres… con diez años de diferencia pero en el mismo mes… No puedo faltar este año.

—¿Entonces…? Estamos a veinte de febrero…

—Sí… me voy el viernes…

—¡No me habías dicho nada!

—¿Para qué? Bastante es que yo lo esté pasando muy mal desde que he fijado la fecha… Te he ahorrado días de preocupación… ¡No hay más remedio! –suspiró–. Además conviene alejarnos una temporada… La gente comienza a vernos siempre juntas… y de mí nunca se ha dicho nada en la isla… Si ahora no me fuera, como siempre lo he hecho, habría comentarios… Es presiso guardar las apariensias

—¿Volverás pronto?

—Eso sí… este año no hay viajes. Vuelvo en cuanto pase marzo… ¡Ah, tú no me despedirás en el muelle, ni nos veremos después del miércoles! ¿Sabes m’hijita? Y no me pongas esa cara de tragedia griega…

Nos despedimos al miércoles siguiente. Florinda lloró abrazada a mí, hundiendo su frente en mi pecho… Me escribiría todos los correos… que yo hiciera lo mismo, pero con discreción… una carta puede perderse.

Al volver a casa me encontré con Jorge. Yo le había olvidado completamente desde el otoño. No sé si él me observaba o no, si había tenido buen humor o malo mientras yo vivía a su lado como una sonámbula… pero, ahora, al encontrarme con él, me asombré… ¿Qué hacía aún aquí? ¿Por qué me preguntaba dónde iba y de dónde venía? ¿Qué era él en mi vida?

El primer día que apareció Consuelo a llevarme a una visita me indigné. Las visitas me cargaban y si había contemporizado antes, era porque… porque sí… pero ya no estaba dispuesta a continuar la misma vida…

Jorge me miraba asombrado:

—Se te ha puesto una expresión muy dura en la cara… Verdaderamente estás poco femenina…

Llegó la primera carta de Florinda. Era corta. Se limitaba a darme cuenta del viaje y se despedía afectuosamente… Contesté desesperada. La ciudad era de una tristeza inaguantable, la primavera sin brotes nuevos, sin hojas nuevas en los árboles que nunca las perdían, sin fresa y sin espárragos de Aranjuez, era odiosa… los días eran todos iguales como las estaciones… y ¡yo no podía vivir sin ella…! Vino la respuesta en el primer correo. Me rogaba que recordase nuestra última conversación… ella no podía hacer más de lo que estaba haciendo… Ya sabía yo cuanto quería ella a su isla y que la llevaba en su corazón, por eso volvería pronto, lo más pronto posible…

No fue verdad. Me escribió desde París, después desde Roma… Venecia, Nápoles… Era inútil contestar porque cuando llegaba la carta a mis manos ya había variado de lugar, y nunca estaba segura en un sitio…

Jorge no pintaba ni había vuelto a abrir la puerta del estudio. Se paseaba por la casa silencioso, como si tratara de atraer mi atención sobre él… Una noche, después de acostados, le sentí bajarse de la cama y buscar la mía en la oscuridad… Me incorporé:

—¿Dónde vas? ¡Déjame! ¡Déjame, te he dicho…!

Sin insistir se volvió a su cama, pero desde el día siguiente fue más irritable, más sarcástico conmigo, sobre todo delante de la gente, le daban verdaderos ataques de ira; por la menor contrariedad, lo tiraba todo, lo rompía todo…

Una vez trató de mala manera y con palabras descorteses a una familia que nos visitaba, y que dijo después, en todas partes, que estaba loco…

¡Y pasaron los meses y Florinda no venía!

El club daba su baile de fin de temporada, y todos los pintores de la isla decoraron las paredes del comedor y el salón de fiestas. Yo también fui llamada para contribuir al decorado del saloncito-tocador, y en los dos muros blancos frente al gran espejo, pinté millares de confetis… En un extremo hice una dama con miriñaque, envuelta en un velo de encaje negro que cubría el vestido rosa, y que coquetamente destapaba su rostro de maravillosa hermosura… En la otra pared, un caballero romántico, caía de rodillas con el sombrero en la mano al contemplarla…

Jorge se negó a verlo, pero mucha gente me felicitó y en el periódico de Rafita se hizo una información detalladísima del decorado de los salones en la que se me puso por las nubes. Yo estaba satisfecha. Sabía que no estaba mal, pero sabía también que podía estar mejor…

Según decía Consuelo por eso yo no podía faltar al baile. Me habían pagado bien y me habían regalado un magnífico ramo de flores… Mi ausencia sería un desaire a la directiva.

Fui con mi vestido de seda negro, estricto, sin ningún adorno, y el mantón de Manila al brazo como era ritual en tales bailes. Consuelo y José María estaban muy contentos de llevarme con ellos y bailaron como peonzas. Yo no bailaba. Me quedé en un rincón oyendo decir tonterías a una de las hijas del gobernador militar, y me volví de espaldas al baile porque me mareaba…

—A mí tampoco me gusta bailar –decía la chica, que era muy fea y aunque le gustara no había caso–. Nunca me ha gustado… Es una lástima que se maree usted de mirar, porque hay trajes que merecen verse… ¡Se ponen cada vestido estas inglesas! La mayor de Hernández va de blanco y encajes de marfil… La del doctor Juliá de azul pálido… que no le sienta porque es morena… y ya se sabe, «a las morenas, azul en ellas»… Pues, Paquita Gutiérrez se ha puesto el de gasa verde manzana que ya le conocemos del año pasado… ¡No sé por qué no los tiñen! Cuando se quiere aprovechar un vestido se debe teñir… La que va muy bien es Florinda… ¡siempre lleva modelos! Decían que estaba fuera…

—¿Qué Florinda? –dije volviéndome… y la vi.

Sí, ¡era Florinda! Bailaba con un hombre alto y desgarbado… extranjero.

—Y Araminta va de amarillo –continuaba la fea–, dicen que se casa con el chico de Bethancourt… No lo creo, porque él tiene mucho dinero y ella vale poco… Está fresquecita, eso sí, porque es muy joven, pero en cuanto se case y engorde como la mamá…

Aquella odiosa señorita me enloquecía con sus hipótesis, y dejé de oírla… Sin saber cómo me encontré en la terraza, frente al mar, que oía sin ver, y mirando la negrura del horizonte desde la terraza iluminada… ¡Qué tristeza! ¡Florinda había venido sin avisarme! ¡Florinda! Aquella guanche color de ámbar de la Orotava no tenía nada que ver con esta señora que bailaba con el inglés…

Había cesado la música y salieron varias parejas a la terraza; procuré escabullirme entre ellas y volver al salón sin ser detenida por nadie… pero en la puerta encontré a Consuelo y José María que me buscaban inquietos.

—Mujer, ¿dónde te habías metido? Ya pensábamos que te habrías vuelto sola a tu casa… ¿Has visto a Florinda? –me dijo Consuelo–. Se ha alegrado mucho al saber que estabas aquí… Nos ha presentado a su prometido… Se casa.

—No lo creo –dije sin saber lo que decía.

—No sé por qué… ¡Si nos lo ha dicho ella! Se casa enseguida… Él ha venido con su familia a conocer la isla y se vuelven a Londres a casarse… Es riquísimo. Eso no nos lo ha dicho ella sino Margot.

—¿Quién es Margot?

—Una chica muy amiga de Florinda que ha estado viajando más de dos años… Por eso no la conoces tú… Es noche de encuentros… ¡Yo no sé la de gente que habíamos perdido de vista y que hemos encontrado aquí!

Comenzó otra vez la música y todo el mundo se precipitó al salón… ¡Bailaban! ¡Bailaban! Hasta la fea pasó por delante de mí bailando con un señor otoñal… ¡No se acababa aquel baile nunca…! Por allí iba Florinda en los brazos de su inglés… Traté de acercarme y conseguí que me viera.

—¿No me dises nada, Marilú?

Tiró de su pareja y me presentó a él diciendo mi nombre. Yo no entendí el nombre estrafalario del desgarbado señor.

—¿Cuándo has venido?

—Esta mañana… Pero ¿qué te pasa? Yo creí que te ibas a poner loca de alegría al verme… No quise desirte nada para darte una sorpresa…

—Ya me la has dado… ¿Habla español este señor?

—Ni una palabra, m’hija.

—Entonces… tienes que explicarme… –y, como la cogí de un brazo violentamente, Florinda se apartó.

—Hija… ¡estás no sé cómo! –y mirando al inglés–. No habla español, pero la mímica es igual en todas partes. Ya hablaremos…

—No, ahora.

—Espera… Voy a dejarle con unos amigos… Espera, mujer…

La seguí temiendo que se me perdiera entre la gente y, al fin, conseguí llevármela al rincón en sombra de la terraza… Cuando salíamos del salón encontramos a mis cuñados.

—Dígale a María Luisa que se casa usted, Florinda –dijo Consuelo–. ¡No lo quiere creer!

—Es natural –contestó ella sin inmutarse–. Hase una semana tampoco lo hubiera creído yo… Son cosas extrañas del destino…

—Vamos a que me lo cuentes –dije con la voz tan cambiada que me pareció que no era la mía–. Vamos…

Llegamos sin hablar hasta la balaustrada, nos apoyamos en ella y habló Florinda.

—Pues… ya lo sabes m’hija… Yo no quería desírtelo así y ya lo sabes…

—Está bien… ¿Le quieres mucho?

—Sí… enamoradilla ando…

—Tus teorías sobre el interés de los hombres…

—Ahora han fallado, porque él es diez veses más rico que yo…

—Así que… has dejado de quererme…

—¿Quién te lo ha dicho? Pero si me parese que te quiero más desde que te he visto esta noche…

—Mira… ya no tienes por qué mentirme… No me quieres, ahora le quieres a él y ya está dicho…

—¡Jesús, María! ¡Os quiero a los dos! ¿Qué tiene que ver lo uno con lo otro? El será mi marido y tú mi amiga…

—¡Yo no era tu amiga…! Era más que eso…

—¡Cosas de solteras, m’hija! ¿A qué volver sobre lo mismo?

—Yo no soy soltera –dije bajando la voz de rabia y de pena–. Yo tengo marido… pero te prefería a ti… cuando tú me querías…

—No te enfades… Tu caso, yo no lo he comprendido… Eres muy anormal, Marilú… Yo en cambio soy una mujer primitiva, de una rasa primitiva… sin complicasiones decadentes… Pero ¿por qué vamos a hablar más de esto? El miércoles te mandaré el coche y vendrás a tomar el té con nosotros… Conoserás a mi futura cuñada… Habla fransés

—No quiero verte más –dije, y me volví de espaldas, de cara al horizonte negro, tempestuoso, sin una sola estrella… y sentí los pasos de Florinda que se alejaba…

De pronto, de un solo golpe, volvía a quedarme sola, frente a frente de mi vida sin rumbo, perdida en un camino extraño, que era preciso seguir de la mano de Jorge… siempre nervioso, irritable, negándome personalidad… y buscando mis caricias cuando las necesitaba, aunque estuviera enfadado contra mí… buscándome como buscan los hombres a una mujer que pagan…

—¡Es una vida bien miserable la mía! –dije, como en un día lejano a tía Manuelita… Pero ya no tenía quien oyera mis quejas… estaba sola. ¡Sola! Y sobre la balaustrada de piedra lloré en sollozos que me desgarraban el pecho… ¡Había sido el juguete de una soltera viciosa! ¡Qué vergüenza y qué bochorno…! ¡Qué vergüenza…! ¡Señor, Señor! Quisiera ser creyente para echarme a los pies del confesor y regar el suelo con mis lágrimas… ¡Dios mío! ¿Qué había sido esto?

Traté de tranquilizarme… Nadie lo sabría nunca… Me iría de allí, me volvería a la península, a Madrid, donde la vida es sobria, el clima es duro, y la meseta de Castilla ascética y casta… Como yo lo había sido siempre. ¡Yo, que era un pedazo de la tierra castellana llevada al suelo volcánico y lujurioso de esta isla de África!

Al volver a casa encontré a Jorge levantado aún.

—¿Te has divertido mucho?

—Me he aburrido a morir… No me va a mí esto… Además, no me encuentro bien… Este clima me debilita… si sigo aquí me muero…

—Pues yo creí que estabas muy contenta con tu trabajo… con todas esas amistades…

—Sí, al principio sí… pero ya no puedo más…

—Por mi parte –dijo Jorge muy contento al ver con qué facilidad me desprendía de todo lo que el detestaba–, por mi parte mañana mismo nos vamos… Si a ti no te duele dejar el periódico de ese Rafita, que es un idiota, y los tés de la terraza… y tus amigas, mejor. En Madrid volveremos a nuestra vida… Una casita con estudio para pintar yo… y hasta puede que me lance a una nueva vida de trabajo y dentro de dos años haga una exposición… porque allí le olvidan a uno enseguida… ¡No estaría mal que hiciera una exposición…! Voy a lanzarme al retrato, al retrato artístico, naturalmente…

Fue perfilando lleno de entusiasmo la vida que se preparaba y que me preparaba… Pintaría él… solo él, no lo decía, claro, pero estaba comprendido en sus palabras, y yo le vería pintar, arrostraría sus malos humores, cuidaría del estudio, le animaría cuando tirara los pinceles en los momentos de incapacidad… sabría alabarle con justeza, ya que conocía el oficio… y él, él, él, siempre él y yo una prolongación de él, sin más ideales que los suyos, sin otras esperanzas que las suyas, sin más alegrías que las escasas que le deparaba su carácter melancólico… Llorar cuando él quisiera, hacer escenas dramáticas… Volver, en fin, a los primeros años de nuestra unión…

Yo le oía sin protestar. Lo importante era salir de allí…

Hasta el amanecer estuvimos trazando un plan de viaje. Pediría una permuta a un compañero, que no sería difícil encontrar hasta en Madrid, porque el sueldo era mucho mayor en la isla… Yo me iría antes a buscar una casa para tenerla arreglada a la llegada del invierno. La mejor época de encontrar cuartos desalquilados es al final del verano, cuando en septiembre ha pasado el calor más fuerte y aún no ha vuelto la gente del veraneo…

Al día siguiente comunicamos a José María y a Consuelo nuestra decisión y se quedaron atónitos y disgustados.

—¡Tan feliz como eras tú aquí, María Luisa! –se lamentó mi cuñada.

Oculto sendero
titlepage.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-1.xhtml
Section0001.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-2.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-4.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-5_split_000.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-5_split_001.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-6.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-12.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-13_split_000.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-13_split_001.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-14.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-15.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-16.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-17.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-18.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-19.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-20.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-21.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-22.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-23.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-24.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-25.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-26.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-27.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-28.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-33.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-34.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-35.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-36.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-37.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-38.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-39.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-40.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-41.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-42.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-43.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-48.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-49.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-50.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-51.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-52.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-53.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-54.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-55.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-56.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-57.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-63.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-64.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-65.xhtml
OCULTO_SENDERO_epub-66.xhtml