Florinda
Había llegado el verano y la ciudad era como un baño de vapor enervante. Consuelo se fue de veraneo al campo con sus chicos y nosotros alquilamos una finca en la subida de la montaña, no lejos de ellos.
Ahora ya no pintaba. Jorge no salía de casa y rondaba siempre en torno mío, abstraído y de negro humor. Yo cosía, leía los viejos libros de los armarios, y algunas veces recordaba mis lecciones de música en el piano desvencijado del salón, de voces roncas y lejanas, como venidas de otras épocas… Había encontrado en un musiquero valses antiguos y serenatas románticas que estudiaba en las largas horas vacías, para no oír el siseo constante de las pimenteras, sacudidas día y noche por el viento del mar.
Consuelo venía algunas tardes con sus chicos.
—¿Ya no pintas?
—Solo me faltaría eso para no coger yo un pincel en todo el verano –contestaba Jorge de mal talante.
Un día me dijo mi cuñada:
—Ha llegado Florinda, y hemos de ir juntas a verla… Es una de las personas más notables y ricas de la isla. Soltera y descendiente de la última princesa guanche… Te interesará. Y siempre será mejor para ti su amistad que la de esas amigas a quienes querías tanto este invierno… A propósito, ¿qué ha sido de tu amiga Lolín?
—No sé… no la he vuelto a ver… Tuvimos una discusión…
—Me alegro… Yo no te quise decir nada de ella, porque no dijeras que me metía siempre en tus cosas, pero no creas que tampoco te favorecía nada su amistad… Allá se va con Fermina… Esta siquiera se ha casado, pero de todos modos es muy loca, y sobre todo, tiene unos aires de ponerse el mundo por montera… No es una mujer conveniente.
—Pues hija, ¿qué quieres? Da la pícara casualidad que siempre me han interesado esas personas que no son convenientes…
—Si que es una desgracia… Pues ya verás como Florinda te interesa, siendo como es una persona honorable… Se pasa la mayor parte del tiempo en Inglaterra, donde tiene casa, y cuatro o cinco meses al año aquí, en su finca de la Orotava… Ahora está aún en Santa Cruz en casa de un hermano de su padre, y aprovecharemos para visitarla… porque la Orotava está lejos y no teniendo coche… ¿Cuándo quieres que vayamos?
—Mañana.
—Mañana no, porque aún no me ha llevado el vestido la modista.
—Como me preguntabas que cuando quería ir… Ya sabes que yo estoy dispuesta y que los vestidos por entregar no influyen para nada en mis decisiones…
—Mira… de eso también quería hablarte… Aquí hay cierta prevención hacia las que se visten como tú… De ti no han de decir nada porque estás casada… pero no estaría de más que te mandaras hacer alguna blusa de fantasía…
—¿También en eso se meten? ¿Sabes que son una delicia estas provincias pequeñas…?
—Sí… en cambio tienen otras ventajas… Ya ves, en Madrid no hubieras tenido tantos encargos como aquí, y no te habrías hecho un nombre en menos de un año; –y, al ver mi gesto despectivo– no creas… los periódicos llegan a todas partes y Rafita ha publicado tu retrato…
Unos días después bajamos en un tranvía a la ciudad, y por una de las anchas avenidas llegamos a casa del tío de Florinda, casi un palacete, con un amplio patio de palmeras y un surtidor.
Una criada vestida de blanco nos hizo pasar a las habitaciones de «su mersé» que estaban en el piso alto, y nos dejó en una especie de inmenso mirador de cristales rodeado de persianas… Consuelo me hizo fijarme en la vitrina baja adosada a la pared.
—Todos esos cachivaches los ha traído Florinda de sus viajes… porque ha viajado mucho… y todos los años dedica una buena temporada a visitar sitios raros.
La interrumpieron dos perros, de pura raza, de bocas feroces, rojas y con las comisuras caídas, que luego de olernos se echaron sobre el mosaico brillante como un espejo, y estiraron las patas para sentir su frescura en todo el cuerpo.
Casi enseguida apareció Florinda que estrechó a Consuelo entre sus brazos:
—¿Su cuñada? Me han dicho que pinta muy bien –dijo mirándome fijamente con sus ojos largos, almendrados y un poco oblicuos.
Parecía una mujer en la plenitud de la vida, pero me sería imposible calcularle su edad. Tenía el pelo, que de tan negro azuleaba, partido en bandós y recogido en rodetes sobre las orejas. Los pómulos muy altos, muy abiertos y muy pronunciados, la boca grande y de labios gruesos y sensuales, los dientes perfectos, el color de la piel era moreno pálido, de un tono igual, sin ningún afeite… Como Consuelo me había dicho, era una guanche de pura raza.
—Venga usted más serca de mí –dijo con el mimoso acento de las isleñas, haciéndome sitio a su lado en el sofá de rejilla–. Tenía deseo de conoserla… ¿Madrileña? No sé que tienen ustedes las madrileñas que llevan consigo el encanto de ese Madrid… ¡La siudad más simpática del mundo…!
Preguntó a mi cuñada por los niños, informándose detenidamente de la salud de cada uno y de los colegios a donde mandaba a los mayores. Luego Consuelo le preguntó por personas que estaban viajando y que yo no conocía.
—Jasinto en Estocolmo… Ha querido ver este verano el sol de media noche… Mi hermana María en Atenas, donde va a bailar la Duncan… Yo también me hubiera ido con ella pero hacía casi el año que no venía por Canarias… y ya oía las voses de la tierra… He viajado un poco esta primavera, y he traído algunos cacharros interesantes… Se los enseñaré después de tomar el té…
Este fue traído en un carrito que empujaba una criada inglesa. El té estaba en tetera de cristal, y sobre él nadaban rodajas de limón y pedazos de hielo.
—Té a la americana –nos aclaró–, ahora es imposible tomarlo caliente.
Florinda lo sirvió con distinción inglesa en la que se mezclaba un no sé qué de oriental, de ritmo pausado, como un rito.
Luego nos mostró porcelanas, una copa de cristal de bohemia que trajo la criada en un estuche, unas randas bordadas en Rumanía, y una tira transparente con letras árabes de oro…
—¡Es una sura del Corán! –dije al verle, recordando que tía Manuelita tenía otra lo mismo.
—Si, en piel de gasela. La compré en Turquía –dijo Florinda, y me miró interesada–. Si le gustan estas cosas podré mostrarle algunas muy interesantes, que aún están en el equipaje… y otras que tengo en mi casa de la Orotava.
Hablamos de hallazgos arqueológicos. Recordé unas monedas romanas halladas en la huerta de la Mancha… me contó de un diosecito pequeño encontrado en una finca suya, cerca de un enterramiento prehistórico… Florinda al hablar de esto tomaba el aspecto de una iluminada…
Consuelo, un poco aburrida, se levantó para ver una de las figuras de la vitrina, y Florinda me dijo, bajando la voz:
—Venga usted mañana sola y charlaremos… ¿Mañana?
Con el pretexto de hacer compras en la ciudad pude salir al día siguiente, dejando a Jorge malhumorado y aburrido.
—¿Por qué no empiezas otro cuadro? –le dije.
—Porque no quiero… Ya pintas tú, no hace falta que pinte nadie más en la casa.
—Ya ves que no, que ahora no hago nada…
—Pero lo volverás a hacer…, es igual… Yo he acabado ya de trabajar…
Al día siguiente tuve que inventar otro pretexto para salir, porque también Florinda se empeñaba en que tomara el té con ella… Era cultísima; tal vez demasiado. Hablaba cinco idiomas y sabía latín y sánscrito; pintaba y hacía poesías. Sus vestidos eran modelos de París, y su ropa interior debía de ser rica; porque todos sus movimientos estaban subrayados por un suave roce de sedas…
—Pero ¡cómo podía yo esperar encontrarme aquí con una perla fina, como tú, María Luisa! –exclamaba tuteándome a los dos días de conocerme–. ¡Si esto es un páramo de almas!
Su único defecto era ser absorbente. Quería que fuera a verla todas las tardes, me mandaba cartas todas las mañanas… y en cuanto faltaba dos días se plantaba en casa. El auto paraba en silencio en la puerta, ella entraba sin llamar y me buscaba en el bosque de pimenteras, donde yo leía en la sombra sin sentirla venir hasta que unas manos se posaban sobre mis ojos.
—¿Quién soy? ¡A que no me conoses!
—¡Florinda!
—La misma que está furiosa contigo porque no vas a verla.
Y luego encarándose con mi marido decía:
—Usted es un feros tirano… ¿Por qué no deja usted salir a su mujersita? ¿No sabe usted que ella está hecha para brillar en sosiedad?
—Por mí que brille cuanto quiera… –contestaba Jorge–. Yo, en cambio, no puedo soportar a la gente… y cada día menos…
Cuando estábamos los dos solos rezongaba:
—¡Insoportable india salvaje! ¡Si que nos ha caído una buena con la visita que hicisteis tú y Consuelo!
—Yo lo paso bien con ella –me atreví a decir.
—Pues por mí no lo dejes… Puedes ir a verla cuando quieras… –añadió, sarcástico.
Se acabó el verano sin que Florinda se decidiera a marcharse a la Orotava a pesar del terrible calor de Santa Cruz. Ya habían comenzado las clases en el instituto y nosotros continuábamos en la casa de la montaña. Jorge bajaba a la carretera todos los días para tomar el tranvía, y hablaba de quedarnos a pasar el invierno en el campo.
El otoño es dulce y templado en la isla, pero las tardes se acortan, el viento silba con más fuerza, y una suave tristeza invade los campos agotados por el calor del verano. Consuelo y sus niños ya estaban en la ciudad, y yo hacía una semana que no salía de casa: con las ventanas abiertas, tocaba al piano la Serenata Vasca, de acordes graves y profundos, cuando sentí posarse en mi cuello unos labios ávidos…
Era Florinda, pálida y un poco turbada.
—Soy yo… ¿Por qué no vas a verme? Hase una semana que me dejas sola toda la tarde… Me había propuesto no venir… no quejarme… y, ¡ya ves!, no he podido… ¿Sabes que solo por ti no me he ido aún a la Orotava? –y sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—¡Mujer! –dije, apurada al verla así–. ¡Mujer, no lo tomes a mal! He tenido que ayudar a mi cuñada a preparar el equipaje… Rafita me escribió que necesitaba un mono enseguida, del baile de los marinos japoneses, y hasta ahora mismo he estado trabajando en él.
Florinda se fue tranquilizando y hablamos apaciblemente del nuevo curso escolar, de las fiestas que se anunciaban en el casino, del nuevo director del instituto y del banquete que se iba a dar al que se iba.
—¿Cuándo será?
—Pasado mañana.
—Entonces… ¿te quedarás sola todo el día? –preguntó Florinda.
—Sí… Consuelo me dirá que vaya a su casa pero yo no quiero… En cuanto almuerce me iré contigo… ¿Quieres?
—No, quiero algo mucho mejor… Vendré a buscarte a las once en el coche; pasaremos el día en la Orotava… verás la finca, la casa… almorsaremos, nos bañaremos en la playa, que es solo mía, y después de merendar volveré a dejarte aquí… ¿Qué dices a esto, m’hija?
—¡Que me gusta muchísimo el argumento! ¡Con tal de que Jorge no tenga nada que decir! Ya sé que no se opone, pero a veces una mala cara es para mí más que una orden… No se lo diré hasta mañana…
Florinda, desde este momento solo habló de su finca, en la que había nacido en una vieja casa que tiró un ciclón. Todos sus hermanos heredaron de sus padres una finca parecida, pero la suya era la más hermosa y la que tenía más tradiciones… Aún existía en ella el árbol bajo el cual uno de sus antepasados guanches administraba justicia para toda la isla.
Se asustó al ver la hora del reloj:
—¡Las ocho! Ya estará mi tío en la mesa… Adiós, Marilú… adiós… Hasta pasado mañana… ¿Qué es pasado mañana?
—Veinte de octubre.
—Pues pienso hasérmelo grabar en oro…
Yo también esperé con ansiedad el día anunciado y me desperté muy temprano para que Jorge, que iba al banquete, tuviera su camisa bien planchada, el pantalón con el doblez bien hecho, los gemelos de oro, la corbata azul, la chaqueta sin arrugas, los zapatos brillantes…
Pero, como siempre, este cuidado no me sirvió de nada, porque a última hora encontró que su sombrero estaba viejo, que todos los pañuelos tenían algún zurcido y que los tacones de los zapatos se habían desgastado… Por todo lo cual se dejó caer desesperado en su butaca, dijo que era un desgraciado, que no podía presentarse donde hubiera gentes bien vestidas y que no iba al banquete.
—Prefiero quedarme en casa… Todos son unos idiotas que podían estar en su casa y no reunirse para comer como los burros en el pesebre… ¡Imbéciles!
Después de desnudarse y volverse a vestir, de echar pestes contra el mundo en general y los profesores del instituto en particular, acabó por marcharse, dejándome con los nervios deshechos, agotada y triste… ¡Las once! Me quedaba el tiempo justo para vestirme antes de que llegara Florinda.
Anudaba mi corbata inarrugable al cuello de la blusa-camisero, cuando oí el claxon del auto en la puerta…
Florinda, vestida de cretona y con ancha pamela adornada de acianos, parecía casi una niña…
—¡M’hija, tú siempre de etiqueta! –me dijo al verme subir al auto.
—Yo no tengo vestidos como los tuyos…
—¡Ni a mí me gustaría que te vistieras de otro modo!
Pasaba el paisaje extraño, verde y volcánico, ante nuestros ojos… No hablábamos. Florinda había cogido una de mis manos y alguna vez hacía un pequeño comentario a lo que veíamos. Aquellas cuevas, aún habitadas, eran las habitaciones de los primeros pobladores… En aquella llanura había en tiempos un lago que producía fiebres… En estos desmontes se halló un cementerio guanche… Al llegar a una altura, mandó parar el auto.
—¡La Orotava! Mira allá abajo. El Jardín Botánico…, las plataneras…, el mar… Mis antepasados, los egipcios, cuando vinieron a la isla, al llegar aquí se arrodillaron, besaron el suelo bendisiendo al Dios Creador… Creo que luego lo ha hecho igual un inglés… pero nosotras no lo haremos porque el chófer se reiría mucho…
Brillaba el mar como plata líquida, entre los brazos verdes de la costa y el auto descendía hacia ella por la carretera en zig zag, bordeada de huertas y árboles siempre verdes.
—¿Ves aquella tapia con la puerta de hierro? Es mi finca…
Pero antes de que pudiera contemplarla, ya había desaparecido, reapareciendo después mucho más cerca, y volviendo a desaparecer…
Nos recibieron una docena de criados en fila, de color tierra y como ella resecos y agrietados, que entonaban una salmodia de la que nada pude entender sino «su mersé… su mersé».
—Su mersé, ¿eres tú?
—Yo misma… Aquí se está aún en pleno siglo dieciocho… Buenas gentes, honradas y con alma de siervos… gracias a los españoles que los trataron como a esclavos… Bueno… tú no tienes la culpa.
En la finca de plátanos había grandes espacios libres cubiertos de hierba de Australia, como elástica y mullida alfombra. La casa era un bungalow indio, de madera, traído de los Estados Unidos, y armado sobre cimientos de piedra. Estaba pintada de blanco y con las persianas verde brillante tenía el aspecto más limpio y vistoso que es posible imaginar. ¿A qué olía?
Por dentro la casa tenía algo de barco, y estaba perfectamente distribuida. El comedor con el suelo de linoleum, la amplia chimenea entre estanterías de libros preciosamente encuadernados, los muebles de laca y la gran mesa… El cuarto de baño, entonado en verde manzana, con vidrios emplomados que simulaban el fondo del mar, con sus peces y corales…, los dormitorios… Conté dieciocho…
—Es que casi siempre tengo invitados –me aclaró Florinda–. El año pasado estuve en un castillo en Escocia y luego me traje cinco amigos.
¿A qué olía toda la casa?
En su dormitorio, que Florinda me enseñó el último, el perfume se hizo tan intenso que pregunté la causa.
—Huele a esto… mira –y abrió una ventana a espaldas de la fachada–. Un heliotropo que trepa hasta aquí… Esta planta en Europa suele ser pequeña, aquí cubre media casa… y está en flor todo el año…
En la habitación de Florinda hasta la cama, ancha y baja, era de médula de junco. Había espejos ovalados, sillones de cretonas blancas y moradas, un cuarto de aseo y otro para vestirse.
—Ya ves que frívolo y frágil parece todo…, pues cuando estoy en mi casa de Londres lo echo de menos…
Me dejó en el hall, fumando un cigarrillo mientras ella hablaba con sus servidores en la puerta de la casa… Tenían todos voces de pájaro, hablaban rápidamente y se entendían sin apenas pronunciar las palabras… Se fueron todos y a poco vino un muchachito a traerme unos zapatos de tenis y una raqueta.
—Vamos a jugar al volante –me dijo Florinda–, mientras preparan el almuerso. ¡Oh, un almuerso guanche!
Me quité la chaqueta y jugamos corriendo sobre la pradera australiana, hasta que Florinda pidió gracia.
—¡Me canso! ¡Ah, los años! –y se dejó caer sobre la hierba–. ¡Los años…!
Almorzamos potaje de bubango, pescado salado con papas negras, jamón y plátanos… pero plátanos que eran como la esencia de los plátanos conocidos… Pequeñitos, dorados, perfumados y dulcísimos…
—Nadie más que yo tiene esta clase… Se llama «Príncipe de Gales» y para él se cultivan en mi finca desde hace doscientos años.
Nos sirvió el café, en la habitación de Florinda, cha María, una vieja guanche con sombrero microscópico, y manos sarmentosas. Y mientras yo terminaba de beberme el café, Florinda desapareció en el cuarto de vestirse y volvió envuelta en una bata blanca, con las trenzas negras de sus rodetes colgando a los lados de la cara… Luego la vieja se fue, después de besar las manos de Florinda.
—Ponte cómoda –me dijo mi amiga–. A las cinco iremos al baño, y hemos de bajar a la playa con el maillot… En el cuarto de vestir encontrarás batas a tu gusto.
Me resistí un poco, pero insistió y acabé cediendo. Escogí una bata rayada y colgué la ropa que acababa de quitarme junto a la de Florinda, que era primorosa y despedía un suave olor a canela…
—Ya estoy… mírame que facha –dije volviendo al dormitorio donde mi amiga se había echado en la cama–. Esto se lo debe haber dejado aquí alguno de tus hermanos…
—No, es del sobrino de una miss de ochenta años que fue mi huéspeda el año pasado… Tenía el chico doce años y era más alto que tú… ¡ya lo creo! Tú, m’hija, eres de la raza menuda de los latinos… siéntate en la cama… y perdona que me haya acostado… es una antigua costumbre de la que no puedo prescindir.
Mirada desde arriba era Florinda más bonita que de frente, tenía los ojos más oblicuos, los pómulos más señalados, y la boca más fresca… El perfume turbador del heliotropo, el opio del cigarrillo egipcio, le semi-obscuridad verde nos llevó a un tono confidencial.
¿Nunca había tenido novio Florinda? Nunca… no le dio por ahí. Todos pensaban en su fortuna lo primero… y ella era muy independiente, muy acostumbrada a hacer siempre su gusto… además, ¡no se había enamorado!
—Y tú… ¿nunca has tenido ningún devaneo?
—¡Nunca! Yo… soy una desdichada… No siento el amor carnal… no lo he sentido nunca…
—¿Por nadie?
Apoyé la cabeza en su misma almohada y la contemplé de cerca… ¡Qué carnosos eran sus labios! ¡Qué abiertos sus pómulos! ¡Qué brillantes sus ojos…! Me aturdí un poco y cerré los míos.
—No te hagas la boba… Oye… ¿Nunca has sentido amor? ¿Nunca?
—¡Eres una egipcia! –dije yo, sin contestar–. ¡Qué extraña criatura eres! Tienes la piel pálida de los indios…
—Pero dime –insistía ella–. ¿Nunca te has enamorado?
Las sienes me latieron violentamente y dije con voz que me salió ronca:
—Sí… me he enamorado… de ti… ¡de ti, hermosa…!
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Cuando me despedí de ella a la puerta de mi casa pude glosar al rey poeta diciendo: «Toda tú eres hermosa, amada mía» pero no lo hice…