Revelación
Andaba Lolín aquellos días muy nerviosa. Su marido era insoportable y no la dejaba vivir… si al menos hubiera tenido algo en qué ocuparle.
—Es un gato asurado –repetía sin que nunca diera más explicaciones a mis preguntas.
Algunas veces venía por el estudio, siempre comiendo caramelos y restregándose las manos como si tuviera mucho frío. Era joven, pero estaba calvo y tan pálido y blanducho como un enfermo… y tal vez lo estaba.
—¿No podías irte a otro lado con tus caramelos? –le decía su mujer.
Y él se iba, silenciosamente y sin protestar.
—No puedes quejarte de su obediencia… No he visto un hombre más dócil.
—Sí, mucho –decía Lolín con desprecio–. Ahora se irá a pellizcar a la criada… ¡gorrino! Ninguna aguanta más de un mes… Yo no sé, estas estúpidas, por qué no se dejan… Viviríamos todos tan a gusto… Con los pingos que hay por ahí… pues nada… a mi casa solo vienen las honraditas…
Yo le reía estas salidas que suponía inexactas y que antes no tenía nunca… ¡Al contrario! La creía muy enamorada de su marido… Nunca habíamos hablado del amor, y, aunque ella debía sospechar los altibajos que sufrían mis poco cordiales relaciones con Jorge, no me preguntaba nada… Las cuestiones sentimentales no ocupaban ningún lugar en nuestra amistad.
Un día me habló de Rosita Aguilar, la recitadora.
—No sé quien es…
—¿Que no sabes? Pues se ha hecho en poco tiempo muy conocida… Ella nació aquí, porque su padre, que era teniente coronel, estaba de guarnición en la isla, y al retirarse no se fueron. Hasta el año pasado han vivido aquí, pero murió el padre y entonces, Rosita, que recitaba en todas las fiestas benéficas, hizo de esta afición su medio de vida… y ahora da recitales con un éxito enorme… Se va a América y pasa por aquí… ¿No has visto los carteles anunciando una fiesta en su honor en el teatro Principal?
Sí, ahora recordaba que los había visto, y que había leído aquella misma mañana una información al pie de su retrato en el periódico de Rafita… Y hasta podía repetir las palabras del cronista… «La hermosa canaria, que, alejada de nosotros por tristes circunstancias, va a ser nuestro huésped durante unos días».
Sin embargo, nadie sabía tanto de ella como Lolín ni la esperaba con tanta impaciencia.
—Ya ves, creen que viene en el «Ciudad de Cádiz» y llega mañana en el «Cap-Polonio». Hoy mismo he recibido este cable. Es que Rosita no puede soportar las exhibiciones, y aquí, son tan cursis, que serían capaces de esperarla con música… Iremos tú y yo al muelle ¿quieres?
Sí, sí; yo quería. Ya estaba interesada en conocerla.
Por eso al día siguiente, tomé el té con Lolín en su estudio, y luego nos fuimos al hotel Quisisana para elegir habitación fresca y lujosa, en la que hizo mi amiga poner grandes brazadas de retama florida. En el hotel nos dieron la noticia de la entrada del barco en el puerto.
—No será hasta el anochecer porque está la marea baja…
Bajamos al muelle en el coche del hotel, y llegamos en el preciso momento en que la gran mole del barco se acercaba lentamente a la punta del espolón… Yo sentía el brazo de Lolín en el mío cuando paseábamos esperando el desembarco, entre los grupos de gente que se apelotonaba mirando y queriendo reconocer a los que venían sobre cubierta… Mi amiga, nerviosa, se apartó de mí y la contemplé un momento, con su chaqueta ajustada, la camisa de seda blanca… y al aire su cabeza rizada de muchacho…
De pronto, volvió otra vez a mi lado.
—Ya me dirás cuando la veas… Tú tienes buen gusto… ¡Es preciosa! Sobre todo interesante… En el escenario se crece… es una figura clásica… Ya me dirás…
—Mujer… yo qué he de decirte…
—Sí, tú puedes decir… A mí no me vengas tú haciéndote la inocente que no cuela…
No sé que hubo en su voz y en su mirada, que me dejó entrever algo inesperado, y totalmente desconocido hasta entonces.
Las luces del barco se habían encendido, y comenzaban a desembarcar los pasajeros… La gente me separó de Lolín, aturdiéndome un instante… cuando la busqué con los ojos la vi venir hacia mí con una hermosa muchacha del brazo.
También llevaba la cabeza de melena rizada al descubierto, un pañuelo de seda blanco anudado al cuello en forma de bufanda y un abrigo ligero de viaje… Sonreía con su boca roja mostrando la dentadura blanca y perfecta… Solo vi esto y sus maravillosos ojos negros.
—María Luisa Arroyo, pintora… Rosita Aguilar, recitadora y poetisa… el arte hecho mujer –dijo Lolín.
Recibí un enérgico apretón de manos, ayudé a llevar el equipaje hasta encontrar al mozo del hotel, y juntas subimos al coche donde ya había dos ingleses. A su lado se sentó Rosita y nosotras enfrente.
Entonces pude contemplar a la suave luz del crepúsculo la belleza inquietante de la recitadora. Tendría cerca de los treinta años, y era de un atractivo extraordinario… Con mi costumbre de no restar méritos en la hermosura femenina, su boca grande y su nariz de aletas muy abiertas en lugar de defectos me parecían encantos mayores… Solo dejé de mirarla al sentir un agudo dolor en el brazo… ¡Era un pellizco de Lolín!
La miré y estaba seria, con el ceño fruncido y tanta dureza en la cara que me pareció otra.
—¿Te gusta?
—Mucho… es muy bonita –dije, entre el ruido del auto.
Lolín acercó su boca a mi oído:
—Es mi amiga ¿sabes? Ya te lo he dicho antes… Siento que hayas venido, pero como no tiene remedio, debes saber que la defenderé como sea… ¡Y es preferible que esto quede aquí!
Su voz era ronca y sus ojos me miraron amenazadores… No supe qué contestar. Desvié la mirada de Rosita, que me contemplaba a su vez, miré por la ventanilla y vi que pasábamos por la plaza de Weyler… Yo me debía bajar…
Me despedí de las dos y salté al suelo. Luego me hundí en el laberinto de calles oscuras andando al azar, queriendo desviarme del camino de mi casa…
¡Señor! ¿Qué había pasado? ¿Qué había hecho yo para sentirme así lanzada de la serena amistad de Lolín? Sin embargo, el corazón me batía el pecho como una campana de gloria… Entonces era que Lolín y Rosita… Aquello que me había dicho Consuelo de aberraciones histéricas… Algo luminoso y dulce, esperado instintivamente toda la vida, inundaba mi pensamiento…
Lolín era una mujer inteligente, trabajadora… Mi marido protestaba de que yo me vistiera como ella… Era una repulsión de hombre normal.
—Ese marimacho –decía siempre al hablar de ella.
No, Lolín no era marimacho. En todo caso tenía algo de chiquillo, de adolescente gracioso, que aún no ha cambiado la voz y tiene la piel fina y la garganta como una mujer…
Me gustaba andar, andar, por las calles en sombra, perdiéndome en sus revueltas, lo mismo que me perdía en las revueltas de mi cerebro desequilibrado por la revelación del brutal amor masculino, y sacudido ahora por una nueva revelación.
Llegué tarde a casa y dije que me dolía la cabeza. Me acosté sin cenar… Había en mi frente y en mis ojos algo nuevo que no debía leer nadie.
Dormí mal y al otro día no me atreví a ir al estudio, ni al otro, ni al otro. Trabajaba toda la mañana, mientras Jorge estaba en el instituto. Por la tarde cosía y leía y a última hora bajaba al muelle… Allí, al final de los porches, había un montón de peñascos en el que me gustaba sentarme a fumar un cigarrillo ya que no podía hacerlo en casa porque mi marido lo juzgaba pecaminoso.
El sábado llegué más tarde a mi cita con el mar. Ya no lo veía y apenas lo adivinaba en el golpeteo lento y pesado contra las rocas… Mi cigarrillo debía ser un punto de luz en la oscuridad… Sentí pasos, y me puse de pie.
—¿Eres tú, María Luisa? –preguntó una sombra, deteniéndose.
—Sí… Rosita –la reconocí viendo relucir el marfil de sus dientes en la oscuridad.
—¿Te molesto? –dijo, tuteándome.
—¡Al contrario! Estaba pensando en ti –no era verdad pero me salió solo.
—¿De veras? Yo también he pensado en ti todos estos días… ¿Por qué no has ido a verme?
No supe qué decir y callé.
—Mañana es la fiesta que dan en mi honor… Recitaré alguna cosa, y he querido verte antes… ¡No sabes lo que me ha costado averiguar dónde vives! Tu criada me ha dicho que venías al muelle todas las tardes… Ya había perdido la esperanza de encontrarte cuando vi la luz de tu cigarro… y, lo mismo que Pulgarcito en el bosque, me vine derecha, temiendo que en lugar de ser tú, fuera el ogro…
—¡Que era lo más natural, porque las mujeres no fuman generalmente!
—Yo sabía que tu sí.
—¿Por qué?
—Hija… esas cosas se conocen… Tu traje, ese aire que tienes… la manera de mirar.
—¿Sí? A ver, a ver, explícame eso…
Rosita se rió como hacen siempre las mujeres cuando no quieren contestar.
—¿Y Lolín? –pregunté.
—No sé de ella. Nos peleamos al día siguiente de llegar y no la he vuelto a ver aunque sé que me espía y va todos los días al jardín del hotel… ¡Tiene gracia! ¡Vamos! Hacía más de un año que no nos veíamos… Desde que se casó, ¡claro! Aquello fue una puñalada para mí… Ya te habrá contado ella…
Yo, lealmente debí decir que no, que Lolín nunca me había hecho ninguna confidencia, pero me sentí canalla y dije:
—Sí… ya sé.
—Entonces comprenderás que toda la razón estaba de mi parte… Cinco años duraba lo nuestro… ¡Cinco años! Yo la saqué de las garras de la hija del cónsul de América, que era una lagarta, y la ayudé, cuando yo podía hacerlo… ¡La he querido con locura! Y luego, me lo pagó así… Casándose de la noche a la mañana con ese mequetrefe… que era novio mío para despistar…
—Pero antes había sido su novio…
—¿Te ha dicho eso? Te aseguro que no… Fue ella la que me propuso que aceptara sus relaciones para que no hablaran de nosotras… y yo salí con él todas las tardes hasta un mes antes del casorio… Te aseguro que no lo he comprendido nunca…
Yo sí, yo sí lo comprendía… Lolín se había casado con él por celos de su amiga… así no se casaría con ella: pero me guardé muy bien de decirlo.
—¡Y ahora viene pidiéndome cuentas! –continuaba Rosita–. ¿Crees tú que hay derecho? ¡Tendría que ver! Aquello se acabó. Yo ahora soy una mujer libre… He firmado un contrato de un año para América… ¡Si quieres venirte…!
—¿Yo? –sentí que tenía la boca seca–. ¿Yo? ¿No sabes que soy casada?
—¡Bah! Nominalmente.
—Sí… pero tengo un hogar y estoy atada aquí…
—¡Pobre María Luisa! Qué tonterías se hacen en la juventud, ¿verdad? Solo yo he sido bastante equilibrada para no meterme por un camino que no es el mío…
Me habló largamente de su vida en Madrid donde vivía su madre, de sus ilusiones de América… Volvería con unos miles de duros para descansar un poco de tiempo y comprar a su madre una casita con jardín en la costa levantina. Su madre era murciana… De pronto, se puso en pie y dijo:
—Hace fresco. No se puede estar de noche a la orilla del mar… ¿vamos?
—Vamos… Me da igual –dije, sintiéndome de pronto infinitamente desgraciada–. Ni aquí ni allí hay nada que me importe…
—¡Gracias hija!
—Mujer… he querido decir –y traté de arreglar mi tontería–. Como tú estás de paso… Si tú te quedaras… pues yo… todos los días me vengo aquí porque no tengo nada que me interese en otra parte…
—Con azúcar está peor –dijo guasona Rosita–. No lo quieras arreglar porque no tiene remedio. Vamos.
Andábamos juntas en la oscuridad. Yo, conocedora de los lugares donde estaban apiladas las mercancías, la guiaba tomando su brazo suavemente con mi mano. A través de la tela del vestido, sentía la seda tersa de su piel y esto me turbaba… Íbamos calladas, yo hubiera querido encontrar algo que decir y no se me ocurría… Ya veíamos próximos los arcos voltaicos de la gran plaza…
Rosita me cogió de mi brazo y una sacudida violenta me estremeció:
—¿Qué te pasa? ¿Te molesto?
—¡Al contrario! Es que tengo frío… –dije, y seguimos andando enlazadas, acortando el paso según nos acercábamos al final del muelle.
—¡Ah! ¡Qué tonta…! Pues no se me olvidaba darte la butaca para mañana… Si he venido solo para eso.
Abrió su bolsillo, y tanteando entre los papeles encontró un sobre con la entrada… Estábamos paradas debajo del último porche, y la luz de los faros de la plaza llegaba hasta nosotras débilmente… Yo veía relucir sus ojos brillantes y su boca húmeda. Las dos nos miramos en silencio.
—Pasado mañana ya no estaré aquí –dijo despacio–. ¿Lo sentirás?
—Ya ves –suspiré–. Estoy sola –y lo dije con la misma convicción que si nos uniera una amistad de largos años–. A Lolín ya no la veo…
—Está celosa –dijo felina Rosita–. ¡Me ha hecho unas escenas desde que he llegado…! Vamos, ¡como si tuviera yo algo que ver con ella!
—¿Celosa de ti? –pregunté.
—Y de ti, rica… no te hagas de nuevas…
Me cubrí los ojos con las manos… Por primera vez en la vida me encontraba en una situación que todo el mundo consideraría absurda, y que para mí era azarante y embarazosa… y no supe qué decir.
Rosita, parada delante de mí, debía mirarme asombrada porque dijo:
—¡Qué sensibilidad tienes, criatura…!
Sus manos apartaron las mías de los ojos, se aproximó más hasta sentir su aliento en la cara y echándome los brazos al cuello apretó su boca contra la mía… sentí la pulpa húmeda de sus labios carnosos en los que se hundieron los míos… y el mundo dejó de existir…
De pronto me faltó el apoyo donde mi cuerpo se sostenía y oí los pasos de Rosita que se alejaba corriendo… quise seguirla, pero las piernas eran de algodón y tuve que sentarme en una caja de naranjas… Toda la miel de su fruto se me había vertido en el corazón, y las lágrimas me corrían por la cara…
Era preciso serenarme… debía ser tarde y en casa estarían con cuidado…
Me levanté, y anduve despacio hasta salir de la oscuridad, ya en la plaza me erguí, tratando de recobrar mi aspecto y mi paso tranquilo y ligero. Crucé bajo los faroles, y al dar la vuelta a los jardinillos de la iglesia de San Francisco, para subir por una de las calles sombrías, vi una sombra que se despegaba de la pared, y cayó sobre mi cara la bofetada más rotunda que había recibido en mi vida, al mismo tiempo que una palabra inmunda, oída otras veces sin comprender su significado, me abofeteaba en mi humana dignidad…
¡Era Lolín!