Sinceridad
—Ahí está una mujer que dice que se llama Sole y que es amiga de la señorita –entró diciendo la criada.
Y detrás de ella vino una hermosota mujer de pueblo, gorda, alta y ordinaria, que me estrechó en sus brazos efusivamente.
—¡Qué delgada estás! ¡Ay, hija, lo que he tardado en dar contigo…! Ya sabes lo que yo te quise siempre… mucho más que tú a mí… ¡Conque te has casao! Pues yo también… El mío es sargento… un muchacho muy educado y muy fino… Quería venir conmigo, pero yo no le he dejao porque como no conozco a tu marido, y a lo mejor es un personaje…
—Es pintor –le dije.
—¿Pintor? ¡Mujer! Pues yo creí que habías hecho mejor boda… porque para un pintor a cualquier hora hubieras encontrado…
Tardó un rato en comprender que Jorge no pintaba puertas ni ponía los rótulos en las portadas de las tiendas…
—Ah, vamos, sí… Es de los que pintan cuadros… El mío conoce a uno que anda por los cafés vendiendo los cuadros que pinta… pero gana poco, el tuyo ganará más…
Me contó que me había buscado durante meses hasta dar conmigo, y, al fin, tía Manuelita le había dicho que me había casado y dónde vivía.
—Es una señora muy fina tu tía… Me ha contado muchas cosas de vuestra familia y, hay que ver, qué gente más por todo lo alto… Claro que eso no es óbice para que nos tratemos…
La palabreja, que Sole repitió cuatro o cinco veces dejándome asombrada, se la había enseñado seguramente su marido que era tan fino y tan educado…
Los dos eran muy felices. Vivían en un cuarto interior de la calle del Ave María, y tenían una criadita de treinta reales que fregaba los cacharros y lavaba mientras Sole bordaba tapetitos para todas las repisas… Esto de tener criada era un motivo de orgullo para mi amiga.
—Ya sabes tú como son las criadas… ¡Si no estuviera una en todo…! Porque el mío es muy bueno pero tiene su genio y no pasa por nada…
Me explicó detenidamente que al suyo no le gustaba el cocido y había que buscarle los gustos… que las botas le gustaban muy limpias y nunca le parecían bastante brillantes… Los pañuelos tenían que estar armaditos, con una pizca de almidón… las camisas que no le hicieran arrugas…
—Hija, para eso es muy chinche… Le he hecho tres camisas de seda y no puedes figurarte lo que he sudado para conseguir que le sentaran los cuellos… más de diez veces he quitado cada tirilla… ¡Es un figurín!
Me irritaba el tono con que lo decía como si, en lugar de molestarle las chinchorrerías de su marido, encontrara en ellas un íntimo placer, y un orgullo en servirle…
—Pues lo que es por mí, ya podía encargarse las camisas fuera…
—¡Qué cosas tienes! Después de todo una no tiene otra cosa que hacer más que darle gusto al marido, que para eso es él quien lo gana…
—A mí me gustaría ganarlo también yo…
Sole me miró estupefacta… ¿Qué estaba diciendo ahí? ¡Siempre había sido yo muy rara! Lo que me hacía falta era un canario de alcoba…
¿Qué? ¿Aún no había novedad? Ella ya estaba de cinco meses.
—Ayer compramos un gorrito y me lo puse en el puño cerrado… y casi llorábamos los dos… ¡Qué cosa son los hijos! Mi Alfonso no sabe qué hacerse conmigo desde que estoy así… Claro que eso no es óbice para que alguna vez riñamos… porque hasta los platos del vasar se golpean por estar juntos.
Yo tenía sospecha de estar, como decía Sole, de tres meses, pero no se lo quise decir, ni me gustaba hablar de ello…
Días después de esta visita fui yo a ver a Carmen, que se había casado durante mi ausencia, y mamá cumplió por nosotros regalándole uno de los inútiles cacharros que me habían regalado a mí.
Su marido era uno de esos hombres indeterminados, sin personalidad, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, ni joven ni viejo… calvo, con largos bigotes a la moda de entonces y expresión desdeñosamente burlona en la boca.
Carmen me hizo sentar en el frágil sofá de su salita moderna, y, mientras su marido paseaba con las manos en la espalda, delante de nosotras, hablamos del viaje de novios, de las fondas sucias y poco confortables, de la dificultad de encontrar buena criada, del precioso regalo que le habíamos hecho…
Pero apenas salió Rogelio de la estancia, Carmen pasó su brazo sobre mi hombro como otras veces, y haciéndome volver la cara hacia ella, me dijo:
—¿Qué te pasa mujer? A ti te pasa algo… ¿por qué estás tan delgada? ¡Tú sabes que todas las mujeres engordan al casarse…!
—Sí… pero yo no…
—¡Ay, María Luisa, qué disparate hemos hecho…!
—¡Tú también!
—¡Si vieras qué envidia les tengo a las monjas porque duermen solas y pueden dormir toda la noche…!
Hablamos largamente bajando la voz para que no nos oyera su marido que estaba en la habitación inmediata… ¡Pobre Carmen! Ella había tenido peor suerte que yo porque Rogelio, que era un hombre muy corrido, se conducía con ella en algunas ocasiones como con una mujer cualquiera…
—¡Qué palabras! ¡Qué gestos…! ¡Qué expresiones de prostíbulo…! Ha tenido unas fiebres que le han durado más de un mes, y no nos acostábamos juntos pero a media noche me hacía ir a su cama…
Sin embargo, y a pesar de todas sus quejas, comprendí enseguida que en Carmen no había la íntima desesperación que yo sentía.
—Lo que tenemos que hacer –me dijo– es adaptarnos… procurar sentir ese placer tan decantado… y, sobre todo, que ellos no se den cuenta de que no nos gusta… ¡Si vieras Paquita! Ha engordado, se ha esponjado, está colorada y radiante… Ahora se pasa la vida aconsejando a todas que se casen.
Teresita se había casado también y vivía en la casa del pueblo hasta que él acabara la carrera.
—Eso sí que me tiene desesperada –me dijo Carmen–. Él se las entiende ya con la hija del alcalde ¡y no hace dos meses que se han casado! Mi pobre hermana está sufriendo muchísimo… ¡Si las cosas se hicieran dos veces…!
Y aquí, la vis cómica de Carmen estalló.
—¡Como que es absurdo no ensayar…! Figúrate cómo saldría una comedia en que los actores no supieran su papel, y no hubieran ensayado lo que tuvieran que decir y hacer… ¡Pues un desastre! Tienen que estudiarla a fondo, reunirse muchas veces, marcar hasta el lugar del escenario en que ha de hacerse cada escena… En cambio en la vida no ensayamos nada… ¡Así sale ello…!
Acabó haciéndome reír y volví a casa más alegre y animosa que había salido.
Jorge me lo conoció enseguida.
—¿Qué te ha pasado que estás tan risueña?
—Esa Carmen… ¡tiene unas cosas! ¡Qué simpática es!
Y le conté lo que me había dicho… Naturalmente pasando por alto ciertas cosas que me hubiera dado vergüenza contar a mi marido… Jorge se quedó serio y comprendí que acababa de hacer un disparate.
—No volverás a casa de esa mujer –me dijo–. Tú eres una criatura y no puedes saber el daño que hacen esas conversaciones… ¿Tú crees que una mujer decente habla de ensayos matrimoniales?
—Hombre… ¡era en broma!
—Ni en broma se tocan ciertos asuntos… y si a su marido le parece bien y se lo consiente, a mí, no… y te prohíbo que continúes esa amistad… Es decir, tú puedes hacer lo que quieras, que eres muy dueña, pero atente a las consecuencias…
—Pues era la única amiga de verdad que me quedaba… –dije dolorida.
—Ya te he dicho que puedes continuar teniéndola, aunque yo creí que una mujer casada no necesitaba de otras amistades que la de su marido… Pero si tú eres de otra opinión, haces lo que quieras… Ahora que en mi casa no, en mi casa no entrará esa mujer… Mi casa será siempre una casa honrada…
No contesté y callamos los dos. En un fosco silencio se pasó la velada y nos acostamos… En fin, esta noche dormiría bien… Y de espaldas a Jorge, buscando la postura cómoda… con el pecho aún oprimido… cuando su brazo se enlazó a mi cuerpo.
—¡Nenita mía! ¿Estás enfadada? ¿Pero no comprendes que es porque te quiero? ¡Tengo envidia del aire que respiras! Si tú quieres seremos felices… ¡muy felices! Solitos, el uno con el otro…
Su voz se iba haciendo mimosa, su aliento precipitado, me oprimía fuertemente… Y ni el hijo, que ya ocupaba su sitio entre su cuerpo y el mío, ni mi pasividad triste, ni el recuerdo de la escena violenta, pudieron evitar el sacrificio…
Días después vino Carmen a verme, pero ya la criada estaba advertida de que dijera siempre que no había nadie en casa, y oí su voz defraudada, sin poder correr a ella…
Me quedé reducida a la amistad de Sole, con la que yo no tenía nada en común, y que me aburría a morir…
—Es una buena mujer sin complicaciones sentimentales de ningún género –decía Jorge–. Muy ordinaria, como dice tu tía Manuelita, pero honrada de verdad.
Los hermanos de Jorge que vivían en Galicia habían venido ya dos o tres veces a Madrid. Eran algo mayores que mi marido y los dos estaban solteros. El mayor se llamaba José María, y también pintaba aunque sin hacer del arte su medio de vida. Quedándose, siempre, en la superficie de las cosas, nos contemplaba a Jorge y a mí, y confesaba su envidia, diciendo a todas horas que se quería casar.
El segundo se llamaba Antonio, era muy alto y esbelto, y ni moralmente ni en lo físico se parecía a su tocayo el tendero. Antonio era de amena conversación, de fantasía desbordante y desbordada y tan extraordinariamente observador que a veces llegaba a equivocarse y ver lo que no existía más que en su imaginación.
Pronto hizo de mí su confidente sentimental y supe de sus amores fracasados y de los que comenzaban a iniciarse… Me trataba con mucho cariño, de igual a igual, reconociendo un valor en mí que no estaba acostumbrada a que nadie reconociera…
—¿Por qué no te lanzas a pintar? Estoy seguro que lo harías mejor que mi hermano… sin esa rigidez académica de estos científicos del arte… Tú eres otra madame Lebrum y no deberías cruzarte de brazos.
Yo, a escondidas de Jorge, le enseñaba mis apuntes y los ensayos de color que hacía cuando mi marido no estaba en casa, y siempre los ponía por las nubes.
—¡Que están muy bien, chica! ¡Que están estupendos! ¿Por qué no pintas en serio?
También me alababa como ama de casa y en esto no tenía razón…
—Tienes una casa deliciosa… ¡Vaya una suerte que ha tenido mi hermano!
Jorge le oía algunas veces estas lisonjas y no decía nada delante de él, pero luego protestaba.
—¡Supongo que no te creerás nada de eso! En cuanto ama de casa es posible que vayas aprendiendo, pero a pintar, no… Como mi hermano jamás se ha sujetado a una disciplina y tiene la ciencia infusa de los que no han estudiado y les sobra imaginación, habla así… La técnica de un arte no se aprende en cuatro días… hacen falta años de estudio y muchos malos ratos que tú no tienes por qué pasar… Las mujeres sois otra cosa y es otro vuestro camino… El hogar y la maternidad llena los principales años de vuestra vida y no hay lugar para estudios lentos y concienzudos, que os apartarían de la verdadera finalidad de vuestra naturaleza femenina… Y, sobre todo, que ya es bastante con que pinte yo en casa…
Algo de esto le dije a Antonio que le hizo reír.
—¡Es formidable mi hermano! ¡Este hombre que era el más feminista, tolerante y revolucionario de los hombres…! Le veremos con panza en el partido maurista…
Fuimos Jorge y yo dos veces al Museo del Prado y no quedé con gana de volver. Mi marido se paraba durante horas delante de un cuadro y me hacía admirar detenidamente la pincelada segura, el color difundido, la armonía de las líneas, pero cuando yo me paraba ante algo que no era de su gusto tiraba de mí, enfadado.
—¡No dirás que esto te gusta! Es una idiotez, una birria… deberían quemarlo.
—Pues sí… me gustaba… –me atreví a decir alguna vez.
—¡Eso me prueba que no sabes ni una palabra de pintura! ¡No sabes nada! ¿Y tú eres la que quieres pintar? ¡Vamos…!
Tampoco en literatura coincidíamos. Algunas veces sí, en la forma de apreciar, en la claridad, precisión y belleza del lenguaje, pero casi nunca en la simpatía o antipatía que nos inspiraban los héroes novelescos, sobre todo si estos eran femeninos. Para mi marido todas las que no eran dóciles, sumisas y dulcísimas, habían nacido en el cerebro del autor sin vida propia.
—En fin, si a ti te gusta no tengo que decir nada –y se ponía serio y agresivo–. Ahora, que si yo en la vida encuentro una mujer de personalidad tan acusada y masculina no me casaría con ella…
¡Y yo me sentía más cerca de esa clase de mujeres que de las otras!
Una tarde vino tía Manuelita a buscarme para ir al cine.
—Vamos, hija, que te vas a pudrir aquí encerrada con este oso… ¡Vamos a ver una película preciosa…! Es la vida de Nuestro Señor.
Los paisajes, simulados o no, de Bethania, los caminos de Nazaret bordeados de lirios en flor, la figura apasionada de María Magdalena… y, sobre todo, las orquestas que llenaban el salón con sus notas solemnes me emocionó tanto que estaba deseando llegar a casa para contárselo a mi marido.
—¡No puedes figurarte nada más hermoso! Vengo saturada de poesía… Tenemos que ir a ver juntos esa película.
—No tengo yo que ir a ver nada ni me importan esas idioteces –me contestó violento–. Acabarás por ir a misa y confesar…
—Pero hombre… ¿qué tiene que ver la religión con una obra de arte?
—Te he dicho que no quiero saber nada y puedes guardarte tus impresiones que me tienen sin cuidado… Empiezo a observar que no estamos nunca de acuerdo ni en arte ni en nada… ¡Vete a paseo!
Contesté indignada con la injusticia y Jorge nervioso y muy literario hizo una terrible escena y pronunció dramáticas palabras…
—¡Nos hemos equivocado tú y yo! Has debido casarte con el tendero que era tu complemento… ¡Qué inmensa desgracia la nuestra! Toda la vida tendremos entre nosotros el cadáver de nuestro amor…
Luego vino una reconciliación llena de lágrimas que acabó en un abrazo demasiado vehemente y apasionado…
No, no era el cadáver del amor lo que iba a quedar trágicamente entre nosotros sino el de mi sinceridad… mi ingenua sinceridad que fue muriéndose poco a poco por lenta consunción…
Estaba firmemente decidida a no provocar una escena como la pasada que me dejó rendida y definitivamente desilusionada y triste… Adoptaría un tipo literario de los que a mi marido le gustaban y le representaría con el mismo primor que una primera actriz… Este sport llenó mi vida varios años… Tantos, ¡ay!, que llegué a no saber quién era yo…
Y como Jorge tenía la condición de olvidarlo todo enseguida y vivir de las emociones del momento dándolas como permanentes y cotidianas, no había pasado un mes cuando proclamó delante de sus hermanos:
—María Luisa y yo pensamos lo mismo en todo…
—¡Qué aburrido! –dijo Antonio, burlón.
—¡Tú qué sabes! –le contestó.
Por aquellos días entró un nuevo elemento en nuestra vida. Con motivo de una exposición Jorge trajo a casa a Joaquinito, un muchacho pintor, delgado, esbelto, rubio y fino, que se hizo enseguida amigo mío, porque coincidíamos en gustos y aficiones.
—Es la única amiga que ahora tengo –le dije a tía Manuelita–. Entiende de modas mucho más que yo y me aconseja las reformas que debo hacer en mis vestidos. También sabe mucho del arreglo de la mesa, y qué flores están de moda y cómo se colocan en los floreros… ¡Y recita más bien! Te gustaría oírle.
—¡Ten cuidado! –me dijo la tía–. Toda amistad entre hombre y mujer es peligrosa.
Yo me eché a reír. Joaquinito no era un hombre, a mí no me lo había parecido nunca, y lo más extraño es que él me dijo:
—Chica, María Luisa… ¡no sabes lo que te quiero! Exteriormente pareces una mujer… tan dulce, tan femenina… Pero, mira, yo he descubierto que no lo eres.
—Pues, ¿qué soy?
—¡Qué sé yo! Sé que tú y yo coincidimos en algún punto… y que ni tú podrás tener una amiga que te comprenda como yo, ni yo un amigo tan a tono como tú… Pero no se lo digas a Jorge… Él es demasiado hombre…
—¡Es verdad!
Ya lo creo que lo era para mi desgracia… Ocho días después de esta conversación me dijo mi marido:
—Acabo de dar orden a la muchacha de que cuando venga Joaquinito, le diga que te has ido con tu madre por una larga temporada… Como a mí no me tiene mucha simpatía espero que no vuelva…
—¿Por qué has hecho eso?
—Me he enterado que el tal Joaquinito es un invertido… ¡un cochino repugnante…!
—¿Qué es un invertido? Yo no sé…
—Ni te importa saberlo… Y hemos concluido… Que no se vuelva a hablar en casa de semejante individuo… Me parece que en lo sucesivo vamos a cerrar la puerta a todo el mundo. ¿Verdad María Luisa que estamos mejor solos?
—Sí, tienes razón… Lo que tú quieras…
Y mi alma solitaria vertió amargas lágrimas en el jardín interior que yo estaba plantando…