Bar Dublín

Mi exposición de retratos de niños se inauguró en los primeros días de noviembre en un saloncito de arte de la Carrera de San Gerónimo.

Algunos artistas recientemente conocidos por mí me ayudaron a colocar los cuadros y me dieron buenos consejos en cuanto a la luz y las invitaciones de lo que pude deducir que, o no hay tanta envidia en el mundo como se dice, o mis amigos eran excepcionales… Luego he comprobado que las dos cosas eran verdad aunque no en absoluto.

Media hora después de haberse abierto la exposición, luego de marcharse los invitados y los fotógrafos, quedaron dos muchachas delante de un cuadro, comunicándose en voz baja sus impresiones.

—¿Son pintoras? –pregunté.

—No… la más alta es violinista y la otra la acompaña al piano… Han dado conciertos en las principales cortes de Europa… Se dice que son… demasiado amigas.

—¿Sí?

—Pero la más alta la engaña… Me consta…, y las conozco bien –me dijo Carmenchu, una muchacha ya madura, hija de aristócratas y que había conocido en una de las casas visitadas recientemente con motivo del retrato de un niño.

Mientras mi amiga saludaba a las otras dos, yo las miré con interés. La alta era rubia, de ojos dorados y preciosos, boca pequeña y aspecto fuertemente viril. La otra morena, de ojos almendrados, delgada, fina, con pómulos abiertos y algo exótico en el tipo y las facciones. Luego supe que era hija de peruanos y tenía probablemente sangre india… ¡Ah! la guanche olvidada…

Mi corazón y mis labios no la recordaban, era mi cerebro quien la traía al pensamiento a la vista de la peruana… Hacía ya dos años que yo era absolutamente libre, ganaba bastante, lo que me permitía vivir sin apremios y pintar sin prisas, había hecho nuevas amistades, y hasta alguna vez el amor me guiñó los ojos desde un rincón del estudio… A Jorge le veía únicamente a la hora del almuerzo y de la comida, y nuestras relaciones se limitaban a algunas palabras cambiadas en la mesa.

A las siete nos fuimos Carmenchu y yo a tomar el té en el bar Dublín; mezcla de bar, brasserie, y salón de té, donde mi amiga tenía su peña todas las tardes.

—Te presentaré a mis amigos… Ya verás. Son todos tipos únicos…

Ya estaban en un rincón del bar, en torno de dos mesas cubiertas por un solo mantel y llenas de cacharros y ceniceros. Carmenchu me presentó, y en el primer momento no comprendí ningún nombre ni nadie llamó especialmente mi atención… La verdad es que me recibieron fríamente, con ligera inclinación de cabezas, y que enseguida continuaron hablando la comenzada conversación, como si yo no existiera.

En días sucesivos los fui catalogando y ordenando en el fichero de mi pensamiento, y vi que, efectivamente, Carmenchu tenía razón. Eran tipos únicos. El primero que se me hizo notar y resaltó entre todos a mis ojos fue Júpiter. Era este un hombre de cerca de sesenta años, con las sienes encanecidas, y aspecto de juventud sana y hasta agresiva. Se llamaba Hernán Cortés y decía descender del conquistador de América, pero como era crítico de arte y se firmaba Júpiter, todos le llamaban así. Como el dios mitológico lanzaba sus rayos a voleo y pobre del que atrajera sus iras porque lo dejaba partido… A mí, como artista, tuvo la deferencia de ignorarme, lo que silenciosamente le agradecí.

A veces llegué a creer que me ignoraba en realidad, pero no. Un día dijo sin mirarme y dirigiéndose al grupo en general:

—En España no hay pintores de niños… mi padre hizo alguna cosa, pero nadie más.

¡Ni una voz se elevó a defenderme! Es verdad que aquel día no estaba Carmenchu.

Al lado de Júpiter se sentaba Rosalía, una hermosísima señora, que pasaba bastante del medio siglo, y que no era artista ni sabía nada de arte, ni tenía más derecho a estar allí que su hermosura y su tontería, que corrían parejas.

—¿A qué no sabéis lo que me ha pasado en la calle? –entraba diciendo.

Júpiter le lanzaba una mirada de soslayo completamente despreciativa y contestaba violento:

—¿Cómo quieres que lo sepamos si no íbamos contigo? ¡Vaya una salida de pie de banco…!

—¡Lo podíais saber! –decía la hermosa un poco herida por el tono del otro.

—¡No sé cómo!

—Pues veréis –continuaba–. Venía yo por la calle y se me para un hombre delante y dice: «Vaya una señora guapa». ¡Ja, ja, ja!, y yo voy y le digo… Pero, hombre de Dios, déjeme usted pasar. «¡Quia, por aquí no pasa usted hasta que me de un beso!».

—Y se lo has dado, ¿no? –pregunta Júpiter.

—¡Claro! Allí me iba a poner yo a darle un beso… Voy y le digo muy seria «O se quita usted o llamo a un guardia… ¿Usted sabe con quién está hablando? Pues soy la señora de don Juan Manuel Hernández Pérez… y no tiene usted más que preguntar por él en la Biblioteca Nacional y allí le dirán quien es ese señor… por la mañana, porque por la tarde no está…».

—¡Naturalmente! El hombre irá mañana corriendo a preguntar por tu marido –dice Júpiter sarcásticamente mirando a los demás.

A Rosalía se le concluye enseguida la conversación, porque en cuanto no se trata del tema de su hermosura ella se limita a sonreír para enseñar sus preciosos dientes…

Junto a Rosalía está mi amiga Carmenchu, romántica, un poco pintora, un poco poetisa y en realidad doctora en medicina. Observo que todos quieren a Carmenchu a quien todos deben algún favor, pero a la que Júpiter dirige de cuando en cuando sus dardos enconados.

Al lado de mi amiga toma asiento Leonarda, la violinista que conocí en la exposición y dirige el sexteto que ameniza las tardes del bar Dublín. Junto a ella Lupe, la morena india, callada, borrosa, sin relieve al parecer, pero inteligente, observadora, oportuna, sus palabras dan siempre la nota ingeniosa, justa y definitiva.

Como los dos puestos de estas muchachas quedan vacíos durante su actuación en el sexteto es preciso defenderlos de las intromisiones de los no habituales a la peña. Es el más insistente en ocupar uno de estos sitios Jaimito, un crítico de teatro de edad indefinida, flaco, encanijado, envidioso, y escurridizo, que solo viene dos o tres veces a la semana y siempre tarde.

—¡Ay, hijos, qué tontos os ponéis con tanto defender el sitio… Aquí nadie ha pagado la silla! –dice sentándose; y luego, mientras revuelve el té pausadamente, comenta con indiferencia–: Mi padre se ha tirado ayer por un balcón, en Palencia, y se ha matado…

Carmenchu da un salto en su silla.

—¡Qué atrocidad! ¡Y lo dices así…!

—¿Cómo voy a decirlo? –dice Jaimito entre sorbo y sorbo de té–. A veces los que parecemos más fríos somos más sensibles…

Júpiter le mira de reojo y hace un gesto de no creerlo.

Al lado de Lupe se sienta un joven rubio, de ojos pequeños, azules, alemán o escandinavo, anarquista revolucionario, lo que no impide que viva casi con lujo y se abrigue con un magnífico abrigo de piel… Es muy inteligente, muy culto, ha leído muchísimo, no se sabe de qué vive, y se irrita contra todo el que escribe:

—¡Oh, hijos míos! –dice con fuerte acento alemán–. Hase falta mucha cultura para tener derecho a coger una pluma en la mano… Aquí en España no sabéis nada… no se estudia nada…

Y, cosa rara, Júpiter no le destroza con uno de sus rayos… Tampoco Leonarda tiene nada que temer de Júpiter, y, hasta algunas veces, es este quien aguanta sus verdades.

Carmenchu me pone en antecedentes de lo que no está a la vista, aunque advirtiéndome que guarde el secreto más profundo, porque aunque es del dominio de todos, fuera de la peña jamás sale nada. Júpiter está enamorado de Leonarda, que es su compañera de teatros y cines, aunque nunca le dirá nada porque conoce las aficiones anormales de la chica… Sin embargo, él, que se las echa siempre de hombre normal, y por eso ha tenido más de una vez cuestiones con Leonarda, siente cierta debilidad por el joven alemán…

Pocos días después averiguo que la hermosa Rosalía no es todo lo buena esposa que parece… Muchas noches la espera un coche en la puerta del bar, y dentro hay un señor con botines que no es su marido… Lupe sufre muchísimo ahora –me cuenta Carmenchu a quien pregunto para acabar de conocer a la peña–. ¿No he observado ese gesto amargo que estira las comisuras de su boca? Ha estado unida muchos años a Leonarda sabiendo sus infidelidades.

Juana es esa muchacha alta, fina, mitad francesa, mitad vasca, divorciada de un pintor, coqueta hasta con el sereno… Esa es el capricho de Leonarda desde hace más de tres años. ¡Pobre Lupe!

Observo que, sabiéndolo, no hay nada que Juana pueda necesitar para ella o para los suyos que Lupe no esté a punto para facilitárselo. El amor de la peruana es digno de ser escrito en bronces…

Entre los no habituales a la peña está José Juan, caricaturista amigo de Leonarda, invertido que no lo niega y hasta anuncia que va a ponerlo en las tarjetas, la gorda María Pilar, fondona, chulapona, graciosa, y llena de ambición y vanidad; la pequeña Lolita, con canas y cara de persona mayor, y gestos y tamaño de niña que va al colegio, imitando el andar de su papá…

Todos, de cerca o de lejos, tienen algo que ver con el arte, son artistas, literatos, críticos, bibliotecarios, pero fuera de Leonarda, Lupe y yo, nadie vive del arte… Sin embargo, todos me ignoran.

Al principio esto me divierte y no digo nada, ni intervengo en las discusiones que se arman alrededor de una obra literaria o artística, donde el chico alemán es siempre quien lleva la palabra con aquiescencia absoluta de Júpiter.

Después de pasados varios días, me siento herida por este desprecio y comienzo a desconfiar de mi obra. Seguramente todos ellos han pasado por mi exposición y se han hecho comentarios antes de llegar yo al bar, considerándola francamente mala… Sin embargo, yo sigo ganando dinero y algunos críticos, a quienes ni siquiera conozco, han hecho grandes alabanzas… La exposición ya se ha cerrado hace quince días sin que ninguno de la peña me haya dicho nada… Soy, en el grupo de artistas o semi-artistas, la persona borrosa a la que se acepta casi por compromiso.

—¿Quiere usted pasar por mi casa para hacer el retrato de un nietecito mío? –me pregunta Júpiter una tarde.

Esta proposición me deja asombrada, y desde el día siguiente trabajo en el retrato de un chiquitín desmirriado y pálido. No cobro el retrato. Se lo regalo. Júpiter se limita a decir:

—Tiene usted mucho éxito entre el público.

Y cambia de conversación. Ya es bastante, y le quedo agradecida.

Por aquellos días me dice Carmenchu:

—No digas nada… yo contigo tengo mucha confianza, pero no digas nada… ¿No te has fijado en Juana?

—No.

—Pues hay algo nuevo. Sé que a Leonarda le trae de cabeza una chica que no es de la peña… Creo que es también pianista… Bueno, yo no sé lo que es, pero Juana tiene disgustos… y creo que Lupe se alegra…

Leonarda es conmigo afectuosa, pero tampoco me ha dicho casi nada de la exposición. Otra cosa le importa más de mí y lo comprendo en sus ojos interrogadores.

—Ayer te vi en la calle con una señora delgada…

—Sí… una antigua amiga.

—¿Nada más?

Mi vida le intriga un poco, querría saber algo de mí… con ese deseo que sienten los anormales por encontrar a sus semejantes.

Lupe no me mira casi nunca. ¿Por qué? Su fina percepción no le avisa que sus pómulos altos y abiertos, sus ojos largos y el color de uva madura de su piel tienen para mí un extraño atractivo… En amor, somos fieles casi siempre a un mismo tipo… y Lupe tiene mucho y aún muchos de Florinda, pero hay además una ventaja sobre ella: no es arqueóloga.

Leonarda sigue queriendo saber algo de la señora delgada.

—¿Has salido hoy con ella? Por eso vienes tarde, ¿no?

—Sí…

—Hija… estoy muy molesta sin saber… No me vas a negar a mí…

—A ti no te niego nada.

Confidencia por confidencia, a fuer de buenos camaradas, acabo por saber mucho más de Leonarda que Carmenchu. Leonarda está que bebe los vientos por una pianista…

—Y Lupe, ¿qué dice a eso?

—¿Lupe? Pero si no hay nada, te aseguro que no hay nada… Un compañerismo de muchos años… más de quince hemos trabajado juntas… Eso es todo.

—¿Y Juana?

—Juana… se me ha gastado ya. Hija, el amor no es eterno, se acaba al fin… A mí ninguno me ha durado más de dos años… Precisamente ahora estoy en el final de este que se junta con el principio del otro…

No podemos hacer muchos apartes, porque Carmenchu protesta, y Júpiter se pone de mal talante. Además, los descansos del sexteto duran poco y Lupe y Leonarda vuelven enseguida a ocupar su sitio en la plataforma, con las otras señoritas…

Por cierto que todas son rubias. Las hay desde el rubio platino al rubio bronceado de Leonarda… Solo Lupe es morena… La veo de perfil, con la crencha rizada que cae sobre sus ojos, y el gesto trágico de su boca… No sé por qué me enternece mirarla…

Una noche sueño con ella. Lupe, sentada a mi lado oye mis palabras cariñosas y mira a otra parte… yo siento una pena inmensa viéndome despreciada… Al otro día se lo cuento a Leonarda, que luego de mirarme con curiosidad se queda perpleja.

—Pues… ya sabes lo que dice Freud que en los sueños ponemos en práctica o realizamos lo que aún no han formulado nuestros pensamientos en la vigilia, pero que está latente en ellos…

Las dos callamos. Sentadas en el sofá de terciopelo del café miramos hacia una mesa donde un viejo tripón y horrible contempla con ojos de sapo a una muchachita… De pronto, Leonarda, como respondiendo a sus pensamientos dice:

—Lupe es mucho más inteligente de lo que parece… tiene preciosos ojos y una belleza original… y es buena… Tú también lo eres…

—¿Yo?

—Tú, yo te conozco ya mucho mejor que lo que tú te puedes figurar y creo que si ella y tú fuerais por el mundo de la mano seríais felices… Ella te completa en muchas cosas… Es más práctica que tú, más razonable…

Desde ese día, al mirar a Lupe veo que ella se azara, mira a otra parte, pierde la apacibilidad silenciosa que es su característica…

Yo estoy preocupada por la compra de un cochecito. Desde que tengo unos miles de pesetas en el bolsillo, solo pienso en un auto pequeño, en el que pueda ir todos los días a ver ponerse el sol, entre las encinas del Pardo… pero no quiero ir sola, esto sería una continuación de la triste vida pasada…

A los dos días tengo el coche y no sé conducir… ¡Feliz casualidad! Lupe si sabe. También ellas dos tenían un coche y lo han vendido hace dos meses. Por eso, al día siguiente de la compra, Lupe y yo damos nuestro primer paseo por Rosales, bajamos a la Moncloa, luego Puerta de Hierro… y al Pardo.

La fría tarde invernal se ilumina con los últimos resplandores del sol poniente… Lupe para el coche en un paseo de árboles pelados y contemplamos las encinas retorcidas sobre la franja violeta del cielo crepuscular. Hemos bajado el cristal de una ventanilla y hasta nosotras llega el perfume del tomillo y las heladas y puras bocanadas de aire serrano…

Encuentro en mis manos una de Lupe, pequeñita, suave… de uñas pálidas y cuadradas como las de un niño.

—¿Me quieres? –pregunto.

Lupe mira lejos y no contesta.

—¿Quieres mucho a Leonarda?

—Mucho.

—Pero… Leonarda tiene otros amores.

—Ya lo sé… –y la voz tiembla–, ya lo sé… Lo nuestro se ha acabado, pero yo la sigo queriendo…

Callamos un momento para tragar las dos el acíbar de estas palabras.

—Yo te querré como tú quieres a Leonarda… aunque tú no me quieras… Me basta por ahora con que te dejes querer…

—Bueno.

Y todo está dicho por mi parte. Le aprieto una mano y ella corresponde afectuosamente al apretón.

—¿Volvemos? Van a ser las cinco y media.

Sí, sí; hay que volver, porque a las seis comienza el concierto.

Al entrar al bar ya están todos los habituales en torno a la mesa. Júpiter no nos hace caso como de costumbre, Rosalía cuenta riendo una de sus aventuras callejeras, Leonarda nos mira, queriendo saber…

—¿Qué? –me pregunta al pasar por mi lado.

—Nada… Solo te quiere a ti…

—¡Bah! Acabará por quererte, estoy segura… Vuelve a insistir…

Al llegar a casa por la noche encuentro a mi cuñado Antonio hablando con Jorge. Los dos se callan al verme entrar en el despacho. Cenamos hablando de María y los niños… Ya están muy altos y se acuerdan mucho de nosotros… Él ha venido a Madrid solo por veinticuatro horas… Antes de irnos a acostar, Antonio me hace una seña.

—Tengo que hablarte…

—Ahora mismo… Di.

—No, mañana. Me has dicho que tienes el estudio en esta misma calle… ¿A qué hora puedo ir?

—Cuando quieras, desde las nueve estoy allí trabajando.

—Pues hasta mañana.

Al otro día aparece en mi estudio con aire solemne.

—Tenía que decirte… ¿Tú sabes el disparate que hace una mujer que abandona sus deberes?

—Sí; una mujer sí, yo no. Tengo otros.

—Mira… –dice Antonio dispuesto a todo–. Mira… tú y yo siempre nos hemos entendido bien.

—Muy bien.

—Pues ahora te digo que es preciso para ti reconquistar a tu marido… ¿Te das cuenta de la hermosa labor que te propongo? Piénsalo… Le has dejado solo con su dolor en los linderos de la vejez… ¡Vuelve a él los ojos, María Luisa…! Conquístale, cae en sus brazos…

La preciosa literatura varonil no me hace efecto alguno, pero ante estas últimas palabras, me revuelvo furiosa.

—¡Caer en sus brazos! ¿Has dicho eso?

—Sí… mujer…

—¡Antes me tiro por el balcón! Se lo puedes decir…

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