Luna de miel…

Tía Manuelita fue mi madrina y de su casa salí para la iglesia, vestida de novia con volantes de gasa, velo de tul y azahar…

Todo ello es un recuerdo bochornoso que aún después de pasados muchos años hace subir el rubor a mi frente… Los coches en hilera a la puerta de la iglesia, Jorge, sus hermanos y testigos con levita y sombrero de copa, y yo del brazo del padre de Jorge cruzando la acera entre dos filas de curiosos…

Mamá lloró y me bendijo al salir de casa, y yo no me emocioné porque en el fondo todo me parecía una farsa que estábamos representando y de la que quería inhibirme lo más posible.

Antonio fue uno de los testigos, aunque de americana y hongo, y se permitió darme alguna broma durante la comida.

—Hoy tienes que comer más de lo que acostumbras, porque vas a dormir poco…

No era vergüenza sino horror lo que me producían las alusiones a algo misterioso y terrible en lo que no quería pensar… Dos días antes había estado a punto de renunciar a la boda…

Soñé que esa voz amiga, que tantas veces razonaba en mi cabeza durante el sueño, decía: «… y se pasarán diez años, veinte años… y tú no sentirás deseo y él seguirá buscándote para saciar el suyo.».

Por la mañana hablé con tía Manuelita.

—No me quiero casar, tía, no quiero.

—¿Estás loca? ¿Por qué? ¿Te han dicho algo de Jorge? ¿Te has figurado que esto es un juego de niños?

—No… es que…

—¿Qué?

—Pues… que a mí me no me gustan los hombres…

—¡Me alegro! Con que te guste tu marido te basta y te sobra.

—Es que tampoco…

—¿Qué? ¿Me vas a decir a mí que no te gusta tu novio? ¡Vamos, no me vengas a mí con embustes! Otra cosa será ello… Pues, hija, no hagas caso de habladurías… ¡Hay que ver cómo está Jorge contigo…!

Y era verdad. Ya lo había yo notado y eso era precisamente lo que me aterraba. Más de una vez vi cruzar por su cara ese gesto que crispa las comisuras de la boca… ¡Me deseaba y por eso se casaba conmigo!

—Claro, mujer, claro –decía tía Manuelita–. Si los hombres no desearan a las mujeres no se casarían nunca… y todas lo saben y se hacen desear…

El día de la boda llovía y fue terriblemente largo y aburrido. Por la tarde nos fuimos a Segovia y llegamos de noche…

Hacía más de un mes que yo vivía como en sueños… Las compras, el olor de la tela nueva que llenaba toda la casa de tía Manuelita y se mezclaba con el perfume de las flores que me mandaba Jorge todos los días, la vida nueva que yo iba a comenzar y que me modificaba desde los zapatos, nuevos todos, hasta el peinado de distinta forma…

Al día siguiente de la boda me desperté cansada y dolorida… ¡Tanta emoción, tan exaltada poesía, para tan pobre y vulgar resultado!

Jorge aún estaba dormido y me vestí y me lavé sin que me sintiera… El más absoluto desencanto había vaciado mi alma y mi pensamiento. Me asomé al balcón que daba sobre un patio y miré al fondo… ¡Si me dejara caer! Era tercer piso y me mataría… ¡Todo acabado! ¡Qué bien! Ya ni marido, ni casa, ni hijos… ¡Qué descanso! Y ¿por qué no? Un salto y nada más… Contemplé las losas grandes, sucias, con el sumidero en el centro, tal vez atrancado, porque la lluvia del día anterior había dejado un charco nauseabundo…

Caería sobre esa agua sucia y moriría con la boca y la frente hundida en ella… Y ¿qué importaba? Mi cuerpo, intacto la víspera, se sentía ultrajado… ¡Señor, Señor, y yo lo había querido…!

—María Luisa, ¿dónde estás? –Jorge me llamaba.

A este primer día siguieron otros, un mes, dos, tres… y viví esa vida de la recién casada… esa vida en que la joven esposa se presta dócilmente a satisfacer los apetitos reprimidos o mal saciados del hombre en plena virilidad…

Yo pensaba, pensaba todas las horas del día y las que en la noche estaba despierta… ¿Esto sería así siempre? ¿Así vivirían todas las mujeres? ¿Todos los matrimonios eran eso? ¡Nunca se quejaba ninguna mujer! Al contrario… En algunas novelas que yo había leído se exaltaba el amor carnal, el dulce secreto de los esposos… Claro, que las novelas las escribían los hombres…

Jorge me quería mucho… me quería con nerviosismos de artista, con egoísmos de niño, con amable condescendencia de varón… pero ¡me quería! Me quería más que nadie me había querido nunca, o por lo menos me lo demostraba constantemente… aunque tampoco mi vida individual contaba para nada en nuestra vida futura.

—Cuando nos instalemos en Madrid, la casa tendrá estudio… Yo necesito un estudio para trabajar… ¡Cómo te gustará verme manchar un lienzo mientras tú coses! ¿Verdad, guapa?

—También me gustaría pintar a mí –me atreví a insinuar.

—¿Para qué? Bah, tú sabes poca cosa… Quiero que en todas las exposiciones haya algo mío… Poco pisto que te vas a dar cuando tu maridito gane una primera medalla… Y no creas…

Ni por un momento hubiera admitido que quien ganara la primera medalla fuera yo…

Mi marido me parecía otro que aquel Jorge que me daba lecciones de niña, y habló conmigo aquella tarde en la plaza del pueblo… y tenía que hacer un esfuerzo para unir en mi pensamiento las dos imágenes… En cambio, se parecía a papá, ¡Dios mío, cómo se parecía!

Algunas noches yo soñaba que salía de paseo de la mano de mi padre, y al mirarle a la cara resultaba que era Jorge, sin dejar de ser papá… Esta confusión persistía en el día mezclándose en mis relaciones con él y haciéndolas más extrañas y absurdas… aunque no decía nada a mi marido.

—Cuando estemos en nuestra casa… –decía Jorge constantemente–. Cuando trabaje en mi estudio… Cuando tú cuides de mi ropa… Cuando me traigas el desayuno…

Y yo no tenía ningún deseo de tener casa, ni de coser todo el día, ni de llevarle el desayuno a la cama… Aquellos proyectos me sonaban a un servicio que yo estaba obligada a hacer… Jorge pintaría y yo… a coser, a limpiar la casa ayudando a la criada, a administrar el dinero… y por toda alegría, ver pintar a Jorge… ¡Así tenía que ser! ¡Así vivían todas las mujeres! El orden establecido por la sociedad era este y no otro…

En noviembre volvimos a Madrid, donde Jorge tenía su cátedra, y donde tía Manuelita nos había buscado un estudio. Lo que no teníamos era dinero, y con muebles viejos de mamá, los que nos regaló la tía y los que Jorge hizo traer de su casa de Galicia, arreglamos el dormitorio y el estudio.

El resto del cuartito, aún siendo pequeño, permaneció vacío, sólo un catre y un palanganero en el cuarto de la criada.

Yo puse toda mi buena voluntad al servicio casero. Disponía la comida del día siguiente…, tomaba la cuenta por la noche, ayudaba a la limpieza, hacía la cama… En estos quehaceres se pasaba toda la mañana sin poder descansar un momento y por la tarde cosía la ropa de Jorge, que habían mandado de Galicia en un baúl…

Mamá vino a vernos desde el pueblo y encontró enseguida que yo era un desastre como ama de casa.

—Gastas más de lo debido… y no vigilas a la muchacha. Te has gastado un litro de aceite en dos días… ¡Hija, eso no puede ser!

Y tía Manuelita estuvo completamente conforme con ella.

¡Y yo que creía que con encerar los muebles viejos y poner piezas en los pantalones de Jorge estaba haciendo prodigios!

El sueldo me llegaba hasta el día veinte de cada mes y algunas veces hasta el veintidós, pero siempre me sobraban días y me faltaba dinero… Tía Manuelita me prestaba lo necesario y, como al cobrar la paga tenía que pagarle lo que me había prestado, cada mes me era más difícil hacer llegar el dinero hasta el fin.

Esto me producía una angustia constante que algunas veces quise comunicar a Jorge.

—A pesar de que he suprimido la mantequilla del desayuno para mí y la muchacha, mira lo que me queda para acabar el mes…

—Déjame a mí de cuentas –contestaba mi marido de mal humor–. Yo te entrego lo que gano y no tengo en el bolsillo ni cinco céntimos… Por cierto que me tienes que mandar traer dos cajetillas y darme diez pesetas para comprar dos tubos de óleo que me hacen falta…

Porque siempre hacían falta tubos de óleo, o un pincel caro o un bastidor… y no era porque Jorge pintara mucho… Al contrario; meses pasaban sin que hiciera nada, pero cada vez que proyectaba un cuadro era preciso hacer nuevas compras…

—¡Si yo tuviera dinero! –se lamentaba constantemente–. Ahora debe de estar en flor toda la sierra…

—¡Es verdad! ¡Si tuviéramos dinero…!

Pero no teníamos más que la paga corta, y la mitad se iba en casa, criada, luz, sociedades, plazos de libros… Luego, lápices, pinturas, lienzos… comer era lo último y lo indispensable…

Algunas noches me acostaba llorando. ¡Qué difícil era ser ama de casa!

—Claro, mujer, claro –decía tía Manuelita–. ¡Pero es que tú no tienes aptitudes! Eso se aprende sin sentir… es el instinto de todas las mujeres… como el criar los hijos…

Lo único que me hacía llevadera esta vida eran los libros. Jorge había hecho venir de Galicia su biblioteca, y además, comprábamos a plazos una colección de magníficas obras… Su lectura me ocupaba casi toda la tarde y llenaba mi pensamiento todo el día sin permitirme averiguar a la hora en que la criada echaba los garbanzos en remojo, o volvía de la compra…

Jorge también leía y ya no pintaba en absoluto. Cada tres días pasaba la mañana en el instituto y el resto del tiempo en casa leyendo.

Cuando mamá estuvo una temporada en casa de tía Manuelita y venía a verme por las tardes nos contemplaba asombrada.

—¿Es que tu marido no tiene trabajos particulares? Podría hacer algo, dar lecciones… ya que andáis tan mal de dinero…

Por ella supe que también Antonio se había casado, que ya la tienda era suya, y que estaba tratando de quedarse con otra…

—Es un buscavidas… Ya puede estar contenta su mujer ya… Dos criadas tienen.

Yo lo encontré un día con sus ojos enrojecidos y la curva de su panza y pensé que era muy feliz por no haberme casado con él… Sin embargo, él parecía ocuparse aún de nosotros.

—Me ha dicho Antonio –vino mamá a decirme una mañana, que no estaba mi marido–, que si Jorge querría hacerle unos dibujos para unas telas de verano… Es amigo de un fabricante y podríais ganaros ahí unas pesetas…

Cuando se lo dije se enfadó:

—Yo no entiendo de arte decorativo… ni he dibujado telas nunca… ni quiero. Puedes decirle a tu madre que no.

—Hombre… ella lo dice por ayudarnos un poco… Si te pagan bien…

—No necesito dinero que me rebaje… ni tú lo necesitas, me parece…

Cuando le llevé a mamá la contestación se calló un momento sin mirarme y luego me dijo:

—Yo creí que cuando un hombre se casaba tenía la obligación de atender a las necesidades de la casa y aceptar cualquier trabajo remunerado que se le presentara… Por lo menos eso ha hecho siempre tu padre…

—Es que él no entiende de arte decorativo…

—Pero como es profesor de dibujo puede hacer un esfuerzo y ponerse al corriente… Creo yo.

—Él es un buen pintor… Ya lo sabes mamá… y, ¡claro!, entre los pintores hay eso de no querer descender en el arte…

—Sí, sí; pero lo primero es ganar el pan.

—Ya lo gana… Él tiene su sueldo.

Mamá que llevaba varios meses callada estalló como una bomba.

—¡Y mucho que gana! ¡Lo preciso para pagarse un buen estudio, pinceles y tontadas que no utiliza… y fumarse su pipa con buen tabaco rubio…! ¡Y a ti que te parta un rayo…!

—En eso no tienes razón, mamá… Él quiere sobre todo que yo me alimente, que vaya bien vestida…

—¿Con qué dinero? ¡Vamos a ver!, ¿con qué? Él lo que quiere es no saber nada de tus apuros, que tú hagas milagros con dos pesetas, para que no se le estropee al señorito su digestión… ¡Ya lo sabía yo! Los artistas son todos así… Por eso yo no quería este casorio… y ahora no quiero saber nada de vosotros… ¿Crees que no sé que le han ofrecido una lección y no ha querido darla? También eso le rebaja… ¡Válgame Dios, dónde pondremos al santo! Estoy mejor en el pueblo donde no os veo… Siempre leyendo, siempre leyendo, como si no tuviera otra cosa que hacer…

—En eso mamá yo no tengo nada que echarle en cara… te lo aseguro, yo también leo mucho… Y si él no sabe buscarse la vida como otros hombres y tiene que atenerse a un sueldo mísero, yo no valgo nada como mujer… soy un desastre, un desastre completo…

—Lo creo, lo creo, hija –exclamó mamá con desprecio de ama de casa perfecta–. Lo creo firmemente… Y si te hubieras casado a mi gusto, yo viviría con vosotros, y os llevaría la casa hasta que tú aprendieras a hacerlo… pero así no. Y te digo que no voy a volver más por Madrid… Porque me das lástima, me da lástima criatura de verte tan flaca y con esos ojos tristes como no los has tenido nunca… ni cuando te las echabas de víctima porque tu madre quería llevarte por el buen camino…

Sin poder soportar su compasión me eché a llorar… Pero la voz de mi madre seguía sonando metálica en mis oídos…

—Ya hija, no tiene remedio… No me remuerde la conciencia de no haber cumplido siempre con mi deber… Ahora ya no queda más que aguantar y sufrir sin dar un cuarto al pregonero… Cuando una mujer se equivoca al casarse no tiene remedio, y lo único honrado y decente es callar, tratar de amoldarse, luchar a brazo partido con la vida… y rezar mucho para que Dios la sostenga sin desfallecer…

—Pero si no es eso, mamá, si no es eso por lo que estoy delgada y mala… –dije, limpiándome las lágrimas–. No es eso… Ya sé yo que mi deber es defender mi casa, hacer equilibrios, conformarme con la voluntad de mi marido…, ya lo sé y no quiero ni pido otra cosa…

—Entonces ¿por qué estás tan mala y te desesperas de ese modo?

—Por…, es que yo no he debido casarme… No sirvo para casada…

—¿No? ¡Vamos qué salida! El único camino de la mujer es el matrimonio.

—Sí, puede ser… el de otras mujeres puede que lo sea… pero el mío no, de eso estoy segura…

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