Las niñas de mi colegio
Me encontré con grandes cambios a la vuelta del veraneo. En mi casa habían instalado la luz eléctrica, las niñas de mi colegio habían crecido todas y se peinaban de otra manera, y las de mi clase éramos ahora las mayores, lo que nos daba un gran prestigio al cruzar las otras clases… Pero lo más importante de todo era que a un tiempo habíamos perdido la inmaculada inocencia con sucios atisbos del pecado original.
Encarna y María Aycart, dos bonitas niñas que siempre habían querido ser mis amigas sin conseguirlo, porque yo era refractaria a la amistad, me dijeron que una niña de la clase de baile donde aprendían a bailar sevillanas, les había explicado que hay que tener mucho cuidado con los hombres… Bastaba con sentarse al lado de uno de ellos en el tranvía, para que al poco tiempo se hinchara la barriga y naciera un niño…
No, no; no era así. A mí me lo había contado Lucrecia de otra manera… Sin embargo la revelación de las dos niñas me preocupó muchos días… Tal vez era menos complicado de lo que Lucrecia me dijo…
Sole era la que estaba más enterada. Era esta una chica baja y gorda, con las manos llenas de sabañones en el invierno, porque antes de ir al colegio hacía la compra y encendía la lumbre y hasta fregaba los cacharros.
Todas las niñas despreciaban un poco a Sole que no tenía criada y venía al colegio sin acompañante desde su casa, yo casi la ignoraba a pesar de su devoción hacia mí y de su humildad mansurrona que mendigaba siempre una mirada o una palabra mía.
—Yo lo sé todo –me dijo–. Si quieres te lo diré a ti sola…
—Es pecado hablar de esas cosas –le contesté, porque la confidencia me hubiera ligado a ella que a toda costa quería juntarse conmigo.
Con quien yo hubiera deseado juntarme era con Emilia Ontiveros, la niña nueva a quien todas las de la clase admirábamos, y yo más que todas.
Tenía Emilia doce años espigados y esbeltos, el cabello castaño claro y la frente arqueada y blanquísima… Pero no era esto lo que la hacía adorable, sino un algo indefinido que envolvía su personita y que no se sabía si radicaba en su graciosa manera de sentarse, en los gestos amplios y armoniosos con que subrayaba sus palabras o en su modo de hablar original y absurdo.
—Anoche hemos ido a ver «Juan José» que es una comedia muy preciosa y muy güena… Mi papá es socialista y mi mamá es burguesa y se pegaron en la calle… Yo cuando sea mayor pondré una tienda de flores…
Emilia tampoco tenía amigas y yo procuraba serlo suya hablándole del parque de tía Teresa y del camino de las rosas de Francia, porque esto, después de las cuestiones sociales que se ventilaban a golpes entre su papá y su mamá, era lo único que importaba a aquella chica. Ella sabía el nombre de una infinidad de yerbas y flores del campo y describía sus colores y perfumes de un modo absolutamente inédito:
—… es como una estrella con un milano en medio y güele a veneno y pan rallado… ¡Más güeno!
Le regalé todas mis estampas, pero Emilia no hacía gran aprecio de ellas y nunca correspondió a mis regalos. Sin embargo, una vez me hizo una confidencia que recibí turbada y llena de emoción como la Virgen María el saludo del Ángel.
—¿Sabes? ¡Soy mujer! Fue anoche y mamá no quería dejarme venir al colegio hoy, pero yo me aburro mucho en casa… No se lo digas a ninguna que es un secreto…
La voz antipática de doña Margarita nos interrumpió.
—María Luisa Arroyo y Emilia Ontiveros, castigadas por hablar en la clase…
El castigo consistía en retenernos en el colegio media hora más que a todas cuando vinieran a buscarnos, y yo me alegré al pensar que nos dejaban juntas y solas después de la revelación extraordinaria…
Por lo pronto nos separaron y Emilia se sentó en una silla cerca de la directora y yo continué en mi sitio. Desde allí miraba a Emilia y no le encontraba nada nuevo, ni en la cara ni en las manos que sostenían el libro de geografía, ni en el vestido de lana verde que asomaba por debajo del delantal blanco… ¿Qué era aquello de ser mujer?
—María Luisa ¿qué hace usted ahí embobada? Venga aquí a dar la lección y si no la sabe dígalo antes que no es cosa de perder el tiempo…
Pero yo sí la sabía. No hubiera podido decir otro tanto si fuera la odiosa aritmética, pero la geografía era mi fuerte. Mirar un mapa y borrarse cuanto existía en torno mío para comenzar a caminar por montes y ríos, bosques y llanuras, era todo uno. Como que el libro de geografía a pesar de la enumeración de kilómetros cuadrados que correspondían a cada nación y provincia y la estadística de habitantes, había sido leído por mí en los amaneceres de los primeros días de colegio, con la misma golosa fruición que un libro de cuentos.
Por eso tengo la sospecha de haber sabido en aquel curso más geografía que doña Margarita, la que, en cambio, sabía al dedillo aquel terrible sistema decimal que amargaba mi vida…
A la hora de salir del colegio, solo Emilia y yo nos quedamos en la clase vacía y en sombras, porque ya estábamos en noviembre y aún no habían encendido la luz…
Emilia protestaba bajito: en cuanto supiera su mamá que la habían castigado vendría a buscarla… ¡güena era su mamá! Y pasándole a ella lo que le pasaba…
Pero ¿qué era? Yo no sabía… ¿Cómo es que de pronto era una mujer? No se le notaba…
—¡Huy, qué niña! –dijo–. ¡Eres tonta, hija! ¡Pues si eso lo saben hasta los gatos!
Y acercando su boca a mi oído dijo algo que me dejó aterrada.
—¡Dios mío! Y eso, ¿le pasa a todas las mujeres?
—Sí, a todas… Claro.
—Pues yo no quiero que me pase a mí.
—Aunque no quieras te pasará –me aseguró Emilia– y hasta que no te pase no eres mujer.
—Pues no quiero serlo… Quiero ser mayor pero mujer no…
Emilia me habló luego del jardín que tenían sus padres en la provincia de Lérida… Había un jazmín real que trepaba hasta el balcón del primer piso y se olía una legua antes de llegar al pueblo…, las flores eran arañas blancas de cinco patas, y olían a limón y leche cuajada y un poquito a ratones… con lo cual no pude hacerme bien cargo del perfume…
Ella abría los brazos para señalar cómo trepaba el jazmín por la tapia y luego los dejaba descansar sobre el regazo con las blancas manos juntas y los dedos cruzados en devota actitud, a manera de rezo…
—¿Quieres ser mi amiga? –le dije de pronto.
—No –me contestó tranquilamente–, porque me van a sacar ya del colegio… Lo ha dicho mamá esta mañana.
Esto me entristeció y dije que si ella se iba yo también me iría del colegio enseguida… Demasiado sabía que era completamente inútil lo que yo deseara y dijera en este sentido, pero a todas nos gustaba hacer alarde y demostrar la gran importancia que en casa tenían nuestras decisiones…
Al día siguiente no vino Emilia al colegio, ni al otro, ni al otro, y yo guardaba su secreto como el más preciado tesoro, cuando María Aycart me dijo:
—No viene porque es mujer…
—¿Quién te lo ha dicho? –pregunté indignada.
—Ella, pero es un secreto que no se le puede decir a nadie…
Resultó que toda la clase de mayores lo sabía en secreto, y solo yo lo había guardado religiosamente… Cosa rara, no perdió por ello su encanto a mis ojos Emilia, a quien encontré mil veces más deliciosa cuando al cabo de varios días apareció en la clase toda enlutada…
—Emilia Ontiveros ha perdido a su padre –dijo doña Margarita–. Espero que ustedes no la molestarán con charlas sin substancia…
Emilia se sentó en una silla y se echó a llorar… Su imagen dolorida me impresionó tan profundamente que me puse a llorar yo también con grandes sollozos y fue preciso sacarme de la clase para que llorara a mi gusto en el ropero, entre los abrigos de todas las niñas.
En los días siguientes, Emilia conservó su aspecto un poco reservado y triste. Una tarde me dijo:
—Mañana es mi santo, pero vendré al colegio como todos los días, porque este año no lo celebramos… ¡No se lo digas a nadie!
Lo prometí solemnemente y en cuanto llegué a casa me lancé a buscar algo digno de servir de regalo a mi querida condiscípula. Ya le había dado todas las estampas que tenía, y pensé llevarle uno de los cuadernitos con tapas transparentes y blancas donde en letras doradas se anunciaba «El ramillete europeo», la perfumería de la calle de Sevilla en la que mi madre había comprado una caja de polvos hacía una semana…
—¿Me das tu cuadernito mamá? –le pregunté.
—¿Para qué lo quieres? ¿Para perderlo, como pierdes todo lo que te regalan?
Todo lo que yo perdía estaba dentro del baúl de Casiana, pero yo no lo hubiera dicho por nada del mundo.
—No… yo lo quería para regalárselo a una niña de mi colegio, que es mañana su santo… Es esa niña tan guapísima y tan buena…
—No me gusta nada ese dar y tomar que os traéis siempre –dijo mamá.
—¡Es una niña tan buena! Se le ha muerto su papá y lloró mucho…
Puede que esta nota sentimental conmoviera a mi madre, que buscó en el cajón alto de su cómoda, allí donde yo suponía que estaban acumuladas todas las maravillas del mundo…
—Voy a darte otra cosa en lugar del cuadernito que me pides –decía mamá revolviendo en el cajón–. Tú no te das cuenta que ese cuaderno es un anuncio de una tienda y eso no se puede regalar a nadie…
Sacó un esenciero, que era una nuez hueca con un gollete de metal y tapón que entraba a tornillo. Lo limpió cuidadosamente, lo llenó de esencia de su frasco, y después de asegurarse que no se salía, lo envolvió en papel de seda y le ató una cinta rosa haciendo un lacito muy cuco.
Yo seguía todos los movimientos de mi madre sin perder un detalle, conmovida y agradecida… ¡Qué contenta se iba a poner Emilia! Ahora no tendría más remedio que ser mi amiga y preferirme a todas…
Dormí muy inquieta, despertándome muchas veces y asegurándome que seguía debajo de mi almohada el esenciero. ¡Si Casiana se enteraba me lo pediría! Y yo hacía muchas noches que dormía en el cuarto de Casiana porque soñaba mucho y pasaba miedo…
Aquella fue una de las más terribles… La ansiedad de que llegara el día tenía mis nervios excitados, me hacía caer en pesadillas espantosas.
Soñé, y ese sueño se había repetido varias veces en noches agitadas, que entraba en una iglesia vacía. Mis pasos resonaban huecos y profundos como en una cueva y tenía mucho miedo, pero algo me obligaba a seguir avanzando. Al llegar al centro de la iglesia, salieron, de los confesionarios y de los altares, una especie de muñecos de guiñol, todos negros, largos y encapuchados, movidos por manos invisibles… El terror helaba la sangre en mis venas y la voz en mi garganta… y me debatía trémula entre el sueño y la vigilia, hasta romper el círculo mágico que me separaba de la realidad… Me desperté aterrada y sudando…
—¡Casiana! ¡Casiana! ¡Que sueño cosas muy malas…!
No me contestaba.
—¡Casiana…! Déjame ir a tu cama que tengo miedo…
Se despertó, al fin, suspiró y dijo entre sueños, encendiendo la luz a tientas:
—Ven, anda… y déjame en paz…
Salté de la cama sin olvidar el esenciero apretado en mi mano y corrí a la cama de Casiana que abrió los ojos.
—¿Qué llevas ahí?
—¡Nada…!
—¿Qué llevas ahí, te digo?
—No llevo nada ¿ves…? –dije abriendo las dos manos, porque ya había puesto el paquetito debajo de la almohada…
Casiana se incorporó apoyándose en un codo y levantó la almohada de un tirón.
—¿Qué es esto…?
Pero antes de que lo pudiera mirar ya se lo había arrebatado yo.
—No es nada, ¡tonta…! Es una cosa que yo tengo… No se puede ver…
¡Para qué quería más Casiana! Se despabiló y dijo que o le enseñaba lo que fuera o me volvía por donde había venido:
—Y si ties miedo te lo aguantas que yo también me aguanto otras cosas…
Dudé un momento… ¡Tenía tanto miedo a soñar…! y luego con un esfuerzo de voluntad que Dios sabe cuánto me costó, me volví a mi cama… Ella apagó la luz antes de que me hubiera tapado… Las brujas del sueño volvieron a acecharme y sentí que en cuanto cerrara los ojos volverían a salir de los altares y los confesionarios para caer sobre mí… ¡Qué horror!
Mamá me había aconsejado que rezara cuando tuviera malos sueños y recé todas las oraciones que sabía desde el «Yo pecador» a «Bendita sea tu pureza».
Casiana estaba despierta… Estaría esperando el resultado de mi miedo bien segura de que no iba a tardar mucho en pedir auxilio…, pero esta vez se equivocaba. Un místico espíritu de sacrificio me hacía aceptar deliberadamente el terror de la pesadilla antes de entregar el regalo de Emilia en sus manos…
Y para reforzar el valor me representaba la escena del día siguiente. Al llegar al colegio ya estaría Emilia sentada a su pupitre delante del mío… Yo le daría un tironcito del delantal blanco y le diría, entregándole el paquete: «muchas felicidades». Entonces ella, un poco asombrada, levantaría la tapa de su cajón, como hacíamos siempre que se trataba de ocultar algo a los ojos de doña Margarita, y desenvolvería el paquete…
¡Qué sorpresa! ¡Cuánto le gustaba! Volvía a mí su cara radiante y alargándome una mano decía: —¿Quieres que seamos amigas?
Y todas las niñas del colegio que no habían logrado su amistad nos verían salir del brazo de la clase, y cuchichear nuestros secretos, y reír por cosas que nadie más que nosotras sabíamos…
Me quedaba dormida y otra vez el sueño horrendo se precipitaba sobre mí, saliendo de los rincones negros del dormitorio… ¡La iglesia solitaria, las brujas encapuchadas bailando una horrible zarabanda en manos esqueléticas..!
Fue una noche larga y angustiosa, de la que salí rendida y enferma. Casiana se levantó al amanecer, y yo me vestí enseguida y puse, dentro de la cartera que llevaba al colegio, el paquetito con el lazo rosa ya un poco chafado… Tenía náuseas y me mareaba al bajar la cabeza… ¡Si se enteraban no me dejarían ir al colegio y me darían aceite de ricino…!
Quise estudiar la lección que era preciso saberse al pie de la letra, pero me ponía peor mirando el libro y tuve que renunciar a saberla…
Resistí disimulando como pude hasta la hora de ir al colegio, que era la de ir a la compra Casiana, y luego de verter el tazón de café con leche en el cubo del lavabo, entré en la cocina para que Casiana se diera prisa a salir:
—Anda, ¿nos vamos? Ha dicho doña Margarita que vayamos hoy temprano al colegio.
—¡Vaya una cara que tienes! –gruñó Casiana–. Parece mismamente que te hayan destetado con leche de hormigas… ¡Qué asco de chica!
Me dejó, como todos los días en el portal del colegio y subí la escalera en dos saltos… ¡Aún no había llegado Emilia!
Vacié en mi cajón el contenido de la cartera y esperé emocionada y feliz, olvidado ya el malestar de la mañana… ¡Allí venía Emilia…! Se acercaba despacio, con su aire gracioso y reservado, y fue a sentarse delante de mí, sin mirar a ninguna… De pronto de todas partes de la clase llovieron sobre ella paquetitos, cajas y estampas…
Miré asombrada a las otras niñas… Hasta aquel momento había prescindido de ellas, sin saber que todas tenían como yo puestos los ojos en Emilia, que todas llevaban su regalo, porque todas habían recibido la confidencia en secreto de que aquel día era su santo…
Con desengañada amargura también yo eché mi paquetito dentro del abierto pupitre de Emilia que desataba cuidadosamente y sin precipitarse todas las cintas y cordones… Doña Margarita aún no había comenzado la clase porque faltaban unos minutos para las nueve, y las niñas rodearon a Emilia para sorprender el efecto de cada regalo. Yo, que estaba en el pupitre detrás de ella, no tenía que cambiar de sitio para verlo…
De los paquetitos, envueltos en dos o tres papeles, salían estampas, lápices de colores, sacapuntas, cuentos de cinco céntimos, una cajita vacía de pastillas de clorato… Emilia daba las gracias a cada una de las donantes y un beso, repitiendo siempre: ¡Muy bonito, es muy bonito! Muchas gracias.
Ya le llegaba la vez a mi regalo y estaba desatándolo cuando María Aycart, dijo que aquel otro era el suyo y que ella le quitaría el cordón, con lo cual los dos regalos se presentaron ante los ojos de Emilia al mismo tiempo… Lo que venía en el otro paquete era un cuadernito con tapas blancas y letras doradas de «El ramillete europeo» que dejó en éxtasis a la agasajada chiquilla.
—¡Qué precioso! ¡Me gusta muchísimo! Pero ¡qué buena idea has tenido! ¡Y tiene lápiz! Mira, voy a poner tu nombre para recordar siempre que tú me lo has regalado! María Aycart… me lo regaló el día 10 de diciembre del año…
¡De lo mío no decía nada! Yo esperaba aún…
—¿Y esta nuez quién me la ha regalado?
—Yo, he sido yo… Es un esenciero y tiene esencia muy buenísima… Destápalo verás…
Emilia dijo que no quería olerlo porque se mareaba con el olor de las esencias…
—¡Pero qué precioso es este librito blanco! –volvió a decir dejando el esenciero en el fondo del cajón–. Las tapas son de marfil, y el cordoncito del lápiz es de seda… Es el regalo que más me ha gustado…
Entró doña Margarita y gritó:
—¡Cada una a su sitio! ¿Qué es este desorden? A ver, que salga al encerado María Luisa Arroyo… Escriba usted lo que yo dicte: «Si un obrero gana cuatro pesetas y cincuenta céntimos por día y trabaja una semana cuatro días y otra tres y la otra cinco…».
El amargo desengaño que acababa de sufrir, la mala noche llena de terrores y algo enfermizo que había entrado en mi sangre me sostenían en un estado febril y alucinado. Escribí, sin embargo, lo que me dictaba la profesora y, al terminar, miré a Emilia que seguía con el cuadernito en la mano… ¡Ni aun me había dado las gracias…! Doña Margarita dijo algo que no entendí, la vi borrosa y lejana… La clase me dio vueltas… y me llevé las manos a la cabeza:
—¡Me pongo mala! –dije débilmente.
Acudieron a mí y me sacaron de la clase… Luego avisaron a la tienda de papá, que vino por mí y me llevó a casa en brazos… Mamá se asustó mucho al verme y me acostaron enseguida.