El restaurant

Como todos los años el mismo día, fuimos a comer al restaurant de un hotel elegante.

Era esta una costumbre de mis padres desde que se casaron. Allí habían comido el día de su boda y allí comían en igual fecha todos los años. Mis hermanos, Ignacio y Juan, que asistieron a la boda siendo pequeños, recordaban siempre lo mucho que se habían divertido.

—¡Dónde va a parar la comida que nos dieron entonces! –decía Juan ponderativo–. Aquel día éramos más de doscientas personas…

—Pero cómo vas a acordarte si tenías cinco años –decía mamá.

—Sí que me acuerdo… Nos pusieron un comedor para nosotros…

Yo prefería comer en este comedor que era para mí un asombro de lujo, con sus cuadros y espejos, las macetas de las palmeras, los floreros de cristal con flores frescas en todas las mesas, y los habituales del hotel, que bajaban de sus habitaciones por la gran escalera de mármol, sin salirse del ancho camino de espesa alfombra.

Aún siendo aquel un día de trabajo, mi padre y mi madre habían dejado su ropa de diario para ponerse la de ir a misa los domingos. Igual mis hermanos, y lo mismo yo que estrenaba mi vestidito de primavera… ¡ay!, aquel horrible vestido adornado con puntillas…

—¡Miren la mona qué hueca va porque estrena! –decía Juan para hacerme rabiar, que de sobra sabía el disgusto que el vestido me produjo.

Pero en cuanto estuvimos en torno de la mesa, nadie pensó más que en el menú, una cartulina que se tenía vertical, sobre un sostén que debía ser de plata. ¡Qué precioso era allí todo!

Mientras los demás leían los nombres rarísimos que ninguno entendía, yo miraba tímidamente en torno mío aspirando el ambiente perfumado de rosas y trufas… Detrás de nosotros un señor solo con traje negro… negro y blanco, porque se veía mucho blanco por el chaleco… ¡Era un señor muy elegante! Nunca había yo visto ninguno así en la tienda de papá. El señor, que era calvo, bebía sorbitos de un licor dorado.

En otra mesa una señora con el pelo blanquísimo y dos muchachos de la edad de mis hermanos comían. Más allá un señor y una señora…, luego dos señoras solas, en el fondo un joven rubio y una señora muy guapa…

No pude seguir mirando porque trajeron el plato de entrada, que decía mamá, recalcando mucho las palabras. Mamá era la más fina de todos nosotros que para eso se había educado con su tía Teresa, la de Burgos.

A cada uno nos pusieron delante una cazolita de plata, ¡allí todo lo que era plateado era de plata!, y dentro había pedacitos de varias cosas desconocidas para mí y un huevo…

Todos convinieron en que estaba muy bueno.

—¡Qué rico! –hizo Juan, poniendo los ojos en blanco.

Nadie le hizo caso porque estaban abstraídos con el contenido de la cazolita. Solo yo me reí…

De pronto dejé de ver todo lo que me rodeaba para mirar la escalera de mármol por donde descendían dos muchachas… dos señoritas, decía yo. ¡Dios mío, qué señoritas!

Una era morena, llevaba el pelo cortado como un hombre y pegado a la cabeza como mi hermano Ignacio, pero su cabecita era pequeña y redonda, los ojos grandes y aterciopelados y los labios muy rojos… Su traje era lo más original y envidiable… Chaqueta gris con solapas como la de cualquier hombre, camisa de seda, corbata y falda corta y ajustada… Algo insólito en los primeros años de este siglo.

La otra señorita era rubia y su vestido de terciopelo azul, debía de ser precioso, pero solo recuerdo su cutis blanquísimo, y los rizos que le caían sobre las orejas.

Cruzaron el comedor saludando dos o tres veces a las gentes que comían, y vinieron a sentarse en la mesa que estaba frente a mí, detrás de mi padre y de Ignacio. En aquella mesa nos habíamos querido sentar y el camarero había dicho que estaba reservada. Era la de ellas, y tenía dos cubiertos y una botella de agua mineral.

Un perfume delicado nos envolvió. Yo lo aspiré emocionada sintiéndome como en una nube…

¡Qué manos tenían aquellas dos señoritas! Eran como flores pálidas, blanquísimas, azuladas, con las uñas rosadas y brillantes…

Desdoblaron las servilletas, pasaron sus miradas distraídas sobre nosotros, luego miraron a otro lado, y después se miraron entre ellas y sonrieron, hablando tan bajo que el timbre de su voz no llegaba a mí.

Por debajo de la mesa veía sus pies. Los de la rubia calzados con primorosos zapatos de tacón alto en los que había incrustados brillantes… ¡Qué maravilla! Los de la morena eran planos, pequeños, fuertes como los de un hombre… ¡Oh, pero no como los de mi padre y mis hermanos…! Las piernas de la morena, fuertes y musculosas estaban cubiertas por medias de seda gris…

—¡Esta mona no come! –dijo de pronto Juan, que estaba a mi lado.

—¡Niña! –exclamó mi madre asombrada–. ¿Por qué no comes?

—¿Es que no te gusta? –dijo mi padre con la boca llena.

—Si no lo quieres me lo como yo –decidió Juan.

—¡Que te lo crees tú! La mitad es para mí –contestó Ignacio.

Como todos hablaban tan fuerte las señoritas nos miraron… Yo no sé lo que pensarían al ver aquella familia endomingada en día de trabajo, pero se sonrieron con el borde de los labios y hablaron…

Me puse encarnada hasta la cabeza, y cuando creí que ya no podía ponerme más aún sentí que otra ola de calor me subía a la cara…

—Le da vergüenza comer –rió Juan.

—Anda hija, come –dijo mi padre–, mira que si no comes no volverás a venir con nosotros.

Hice un esfuerzo, pero no podía.

—No tengo gana…

Lo dije tan bajo que no me oyeron y mi padre quiso que lo repitiera, y tampoco lo oyó.

—Que no tengo gana… que no tengo gana…

—Pero ¿qué dices, hija?

—Que no tengo gana.

—¡Ah!, dice que no tiene gana –gritó Juan.

No dejaban de mirarnos aquellas señoritas, y yo sentía toda la vergüenza y la humillación bajo mi vestido con volante de encaje que deben sentir los miserables pecadores al ser mirados por los querubines…

Mi hermano Juan, miró a la mesa de detrás de mi padre y se quedó con el tenedor a medio camino de la boca…

—¡Oye, Ignacio! Mira un chico con los labios pintados… Arrea, que tipo… –Volvió la cabeza Ignacio y se quedó tan pasmado como Juan.

—Mira, papá, mira con disimulo detrás… ¿Tú ves eso?

Papá miró, y también mi madre, luego miraron a otro lado por disimular.

—¡Qué cosas! –dijo mamá.

Yo sentía una ofensa personal en aquellas miradas, y sobre todo en aquellas palabras. Las señoritas eran ya algo mío: yo las había visto primero, sabía que eran dos señoritas, y las admiraba y las adoraba desde su perfume sobrenatural hasta las puntas divinas de sus dedos.

—En estos sitios –dijo mi padre–, tienen que admitir a todo el mundo… Esta gente es la que paga sin contar.

—Pero ¿qué es eso? –volvió a preguntar mi madre–. Parece una mujer disfrazada, pero que no tiene pelo, ni pendientes… ¡Qué cosas, señor!

El camarero se llevó las cazolitas, cambió los platos, fue y vino en torno nuestro, mientras mis padres y mis hermanos, miraban a la mesa próxima, con mucho disimulo, creían ellos, pero las dos muchachas acabaron por sentirse observadas… Me pareció que les tenía sin cuidado.

Llegó el pescado y las olvidaron volviendo a dejarlas para mí sola.

Mi cazolita de plata la habían rebañado mis dos hermanos y se la llevaron tan limpia como las otras; ahora seguían con la vista a mi madre, que me echaba salsa blanca sobre los filetes de lenguado, pensando que también sería para ellos.

—A ver si esto te gusta, melindres –decía mamá.

En la mesa próxima comían tan delicadamente como si hicieran algo deliciosamente inútil. Bebían, y los labios muy rojos apoyados en el fino cristal, me producían estremecimientos de emoción. Reían sin ruido, y hablaban bajo. Algunas veces se miraban sin decir nada, y en su mirada había algo nuevo e incomprensible para mí.

Acabaron mucho más pronto que nosotros, y la morena sacó una pitillera del bolsillo de la chaqueta, ofreció a la otra y encendió una cerilla… ¡Fumaban!

Los dedos finos y blancos, las uñas brillantes, el pitillo emboquillado de rosa… Echaban la cabeza hacia atrás y el humo salía de los labios rojos y las narices delicadas.

—¡Arrea! ¡Están fumando las dos! –dijo Juan, y todos las miraron.

—Hay ahora mucha perdición –dijo mi madre.

—¡Chico, qué pantorras! –siseó Juan a Ignacio.

Las cuatro piernas de medias estiradas y transparentes asombraban a mis hermanos que ya no dejaron de mirarlas a hurtadillas de mis padres. Era aquella una época en la que las mujeres llevaban los vestidos hasta los pies, y ninguna mujer decente cruzaba las piernas en público.

Pues cruzadas las tenía la rubia, y juntas, inmóviles y perfectas, la morena.

—El chico lleva pantalones cortos –dijo Ignacio–, y medias de seda… ¡Es un…! –y por respeto a mis padres se calló algo que debía de ser muy malo.

Ahora las dos señoritas hablaban, fumaban, y bebían café a sorbitos… Todo en ellas era delicioso, encantador, distinto a todos y a todo, como si fueran de otra raza, de otro mundo inquietante y pasmoso.

Aquellas manos maravillosas, jamás habrían cogido una escoba como la que ponía en mis manos Casiana, la brutísima criada que amamantó a Juan, para que barriera mi cuarto… Las blancas manos solo se ocuparían en sostener un libro, o el cigarrillo, o en poner flores en un cacharro… o en pasar unas sobre otras como lo hacían ahora… Porque la mano de la morena pasaba dulcemente, acariciando la mano, casi transparente de la rubia, extendida sobre la mesa…

—¡Esta mona no come! Yo no sé para qué os habéis gastado las pesetas en un cubierto para ella –gruñó Juan, mientras se zampaba el solomillo de mi plato y me sacaba del mundo encantado donde yo vivía con las dos muchachas.

—No se puede traer criaturas a estos sitios –dijo mi madre–. Ya ves lo que está pasando… No tiene ojos más que para mirar a donde no debe… ¿Quieres comer algo, María Luisa?

Con gran esfuerzo aparté mis ojos de la otra mesa y traté de comer lo que me había dejado Juan. ¡Qué familia la mía! Papá, el pobre papá, tan… así… Los chicos no podían ser más brutos, y mamá, la más fina de todos… ahora no me lo parecía tanto, porque si lo fuera, si su tía Teresa se hubiera parecido algo a las señoritas de enfrente, no diría esas cosas…

Papá y mamá hablaron bajo y miraron otra vez disimuladamente a la otra mesa y, cuando el camarero vino con los postres, papá le hizo acercarse a su lado.

—¿Quiénes son esos? Parece mentira que en estos sitios consientan ustedes…

—Son gentes distinguidas y de mucho dinero…

—Sí, sí; pero ese chico que lleva los labios pintados y las piernas con medias de mujer…

—Es una mujer, señor… Creo que escribe coplas… versos, me parece, y es americana… La otra es su secretaria.

—¡Qué cosas! –dijo mamá–. Y ¿por qué va así vestida?

—No sé…, caprichos –dijo el camarero que no quería ser más expansivo con gentes desconocidas.

Enseguida se levantaron las dos muchachas, cruzaron el comedor sonrientes y volviendo a saludar.

—¡Lleva falda! Pero tan corta… ¡Qué indecencia! –dijo mi madre.

Un momento se detuvieron en la mesa de la señora del pelo blanco y los dos muchachos, que se levantaron para hablar con ellas. Rieron los cuatro, comentando algo, y luego se separaron estrechándose las manos… Subieron por la escalera de mármol y desaparecieron en el segundo tramo, que debía acabar en ese mundo maravilloso que yo no podía ver… y que tal vez no vería nunca.

—¡Mírala, papá! Se ha quedado con la boca abierta…

Mamá me hizo volver la cara a ella.

—¿Es que tampoco vas a comer fresa? Vamos, hija, que no has comido nada… ¡Con la comida tan buena que nos han dado!

—Por culpa de esas dos…

—Que no eran nada bueno –declaró mi padre–, porque eso de ir vestida de hombre con la falda hasta la pantorrilla, y tan pintadas, y fumar en público… y dos chicas tan jóvenes sin familia… ¡Vamos, que no! Que hay cosas por las que yo no paso…

—¡Claro! –dijo mi madre–, aunque sean de América… Eso de faltar a las buenas costumbres no está ni medio bien…

¡Qué rabia! Me hubiera gustado no tener familia, eso…, ser sola, inclusera… ¿Para qué quería yo a mis dos hermanos que siempre me estaban haciendo rabiar? Papá, que era bueno, en cambio no entendía nada de lo que a mí me gustaba… y mamá no me dejaba vestirme de marinero… En aquel momento los detestaba a todos, por vulgares y ordinarios… y sobre todo por haber hablado mal de las dos señoritas que olían tan bien…

Ya su perfume se había desvanecido y en el comedor estábamos casi solos.

Mi padre fumaba su puro y mis hermanos tenían permiso, por ser el día que era, para fumar sus cigarrillos delante de nosotros, lo que hacían con poca naturalidad.

Mamá contemplaba sus manos ensortijadas, que pasaban por ser muy bonitas, y comenzaba a aburrirse.

Los camareros levantaban los manteles y volvían a poner las mesas, con tacitas, platos pequeños y cacharritos preciosos…

—Para el té de las cinco…

—El five o’clock tea que luego se toma a las siete –dijo Ignacio que aprendía inglés.

—Vámonos –indicó mi madre–, tienen que poner también esta mesa.

Mi padre gruñó un poco, pero al fin acabó por dar la orden de marcha, y después de ponernos los abrigos que trajo el camarero, salimos a la calle.

Era media tarde, hacía sol en los tejados y la calle estrecha estaba en sombra, gris y ruidosa… Por el centro de ella se tambaleaba un hombre con la chaqueta llena de medallas y cruces, y la boca babeante, de borracho.

—Viva… Garibaldi… viva yo… ¡Arriba, caballo moro!

Mis hermanos se reían hasta saltárseles las lágrimas, mi padre y mi madre sonreían beatamente, en el borde de la acera, entre los curiosos que se habían parado para contemplar el espectáculo… Yo me sobrecogí de asco y de miedo…

—¿Qué tiene en la cara? –pregunté a mi madre, cogiéndome de su brazo.

—Nada…, la nariz colorada y escocida… El pobre está siempre borracho…

A fuerza de traspiés había llegado al final de la calle, y allí, entre un tropel de chicos, decía atrocidades incongruentes…

—¿Por qué le dejan andar por la calle, mamá?

Pero ni papá ni mamá me contestaron.

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