Hogares

Amanecía. Jorge y yo, sobre la cubierta del barco, vimos salir el sol rojo y ardiente elevándose de las aguas plateadas, aceitosas y espesas…

Por primera vez, después de dos largos años amargos, mi corazón se oprimía por otra tristeza que no era la habitual sino la emoción mística de la belleza, no menos desgarradora y dolorosa, pero sin el angustioso desconsuelo de lo irremediable…

El barco, que durante tres días había bailado una zarabanda diabólica, hacía su entrada en el puerto lentamente solemne, juicioso y grave como si nunca hubiera disparatado… Tenía conciencia de que muchos ojos lo contemplaban desde el muelle.

Allí estaban, tal vez, José María y Consuelo, que nos habían llamado a su lado y a quienes hacía diez años no veíamos. Jorge creía reconocerlos en todos los grupos.

—Son aquellos… Toma los gemelos… Los que están junto a la caseta baja… No, mujer, que estás mirando a otro lado. Junto al farol de la punta… Hay un niño vestido de blanco… Será Juanito…

Tan lentamente se deslizaba el barco que apenas avanzábamos… Todo el pasaje contemplaba sobre cubierta la ciudad, con las puntas de sus torres enrojecidas por el sol, en aquella mañana clara y templada de otoño…

Mucho antes de que el barco rozara el paredón del muelle, vimos a José María en lugar opuesto al de aquel grupo en que habíamos creído reconocerle… Junto a él, una señora gorda nos sonreía, y un ama con delantal blanco alzaba en los brazos a un niño rubio con el pelo rizado. Otras personas los rodeaban y también nos sonreían como si nos estuvieran esperando, pero ni Jorge ni yo los conocíamos…

Era aquel señor alto el director del instituto, con su esposa y su hija pequeña; el bajo y gordo, el profesor de literatura con sus dos hermanas, un sacerdote que era el profesor de latín, y un joven flaco y moreno, con su mujer, que parecía mulata.

Jorge se emocionó al abrazar a su hermano, yo lloré al apretarme Consuelo contra su pecho opulento… Mi delgadez, mi negro traje, y nuestro aspecto de seres que han sufrido mucho, apagaron la sonrisa de todas las caras, que nos dieron la bienvenida sin demasiadas palabras y nos ayudaron a transportar el equipaje al coche que nos esperaba…

La casa de José María, en la parte más alta de la población, era grande y rodeada de jardín. Cuatro chiquillos bulliciosos salieron a nuestro encuentro.

—No molestéis a los tíos que vienen cansados… Fuera, fuera… un beso y a jugar sin hacer ruido.

—No, no –protestaba Jorge–. Dejadlos aquí para que los conozcamos…

El mayor, Juan, tenía nueve años y era pálido, rubio, con ojos claros… «Ojos claros, serenos…», ¡como los de María José…! La segunda, Lucila, siete años, morenita, de pelo negrísimo y rizoso. Después Titina, de cuatro y Jorgito de dos… El último, Antoñete, de ocho meses, el que llevaba el ama en los brazos, y ya se había hecho amigo nuestro en el coche…

La casa alegre, con galería y patio en el centro lleno de palmeras, olía a incubadora con pollitos recién nacidos… a mantillas de lana húmedas, a orines y a leche agria…

—Es que Antoñín arroja mucho… es demasiado fuerte la leche del ama… y en estos climas cálidos… –nos explicó mi cuñada.

¡Consuelo! ¿Quién podría reconocerla en aquella señora gorda que se acunaba al andar? Todo lo había perdido. Su gracia adolescente, las líneas de su cuerpo de estatua, y hasta la dulzura de su acento gallego que molestaba a José María… El óvalo de su cara se había redondeado demasiado, pero conservaba la suave y recogida serenidad…

Pronto observé que su marido se irritaba fácilmente con ella y le reñía con tono doctoral.

—¿Es que estos niños no se han desayunado aún? ¡Consuelo! ¿Qué cuidado es este? ¿Es que tendré que estar yo en todo?

—No, hombre… Ahora mismo se van a desayunar… Hoy es muy pronto… y como hasta las nueve no van al colegio…

—¡Mi despacho no está limpio todavía! ¡¡Consuelo!! ¡Tengo dicho que necesito mi despacho limpio al amanecer…! ¡No sabes dirigir una casa, Consuelo…!

Aquel día vi lágrimas en los ojos de mi cuñada, y en los días que pasamos en su casa presencié varias escenas violentas por cuestiones sin importancia, en las que José María recriminaba ásperamente, con palabras durísimas, a su mujer.

Según decía él, una madre de familia debe levantarse la primera y acostarse la última, debe saber tratar con severidad y justicia a la servidumbre, debe educar a cada uno de sus hijos según su temperamento, debe cuidar esmeradamente de que en la ropa no haya jamás un descosido, ni falte un botón, debe tener un carácter igual, inalterable, debe ser alegre y activa sin desfallecimientos… debe sentir el arte y la belleza al mismo tiempo que su marido… vibrando al unísono…

—¿Y qué más? –le dije un día harta de sermón–. ¡Todo eso lo has leído en «La perfecta casada» y se ha anticuado ya…! ¿No has encontrado por ahí un libro que trate de los deberes del padre de familia…?

Comprendí que no le había gustado nada mi interrupción, y desde entonces me miró con desconfianza.

A los ocho días nos trasladamos a nuestra casa; un pisito amueblado en el centro de la población, pretencioso y de mal gusto, pero alegre y cómodo. La criada que me proporcionó Consuelo era una muchacha de la isla, que iba descalza dentro de la casa y hacía todo lentamente y en silencio.

José María nos advirtió que debíamos pasar tarjeta a una porción de personas que se ofenderían mucho si no lo hiciéramos y nos trajo una lista de nombres y domicilios. Jorge declaró que no haría visitas ni atado y que a lo más que se le podía obligar era a recibir a los compañeros del instituto…

Y quedó decidido que sería yo la que recibiera, avisándole a él o no, según los casos, y que mi cuñada me acompañaría a las visitas.

Desde el día siguiente de repartidas las tarjetas comenzaron a llegar señoras y señores desconocidos que decían siempre las mismas palabas:

—¿Qué? ¿Les gusta a ustedes el país? ¿Qué tal les prueba el clima? ¡Esto es sanísimo! ¿No tienen ustedes hijos? ¡Aún es tiempo! Todavía son ustedes jóvenes… Les hacía falta una parejita…

Cuando Consuelo juzgó oportuno, comenzamos a visitar a los que habían venido a casa. Casi todos tenían niños pequeños y en la mayor parte de las casas olía a pañales, a mantillas de lana húmedas y a leche agria.

El director del instituto era un señor de edad casado con una inglesa, vieja también, pero vivía con ellos su hija mayor que estaba casada y tenía un niño de seis meses. Nos recibió la mamá en la terraza rodeada de persianas sobre el jardín que olía a geranios, y nos dijo que su hija estaba en cama con una neuralgia… Se les había marchado la doncella y esto las obligaba a trabajar en la casa.

Desde allí fuimos a visitar al profesor de matemáticas casado con la mulata. Tenían dos chicos flacos y desgalichados, que acababan de quitar a su madre las tijeras y, esta, después de hacernos pasar a una habitación de altísimo techo y la ventana muy alta como un calabozo, se dio a perseguir a los chicos que corrían en torno de la mesa, se escondían detrás de las butacas y hacían regates divertidísimos…

—¡Indesentes! ¡Majaderos! ¡Guanajos! –chillaba la mulata llena de ira.

Los chicos, hartos de dar vueltas por la habitación, salieron corriendo a la galería y su madre detrás… después los vimos en el jardín, siempre perseguidos por la madre, que irritada hasta la desesperación, cogió una maceta y se la tiró… Cayó al suelo el pequeño, que parecía un saltamontes, y la mulata lanzó un grito aterrada…

Consuelo y yo, que habíamos salido a la galería, vimos pasar por nuestro lado, al profesor de matemáticas, que, sin mirarnos, fue a su mujer como una fiera

—¡Bestia! ¡Burra! ¡Animal! –esto es lo único que puede repetirse de lo que dijo, porque lo demás era tan soez que mi cuñada y yo nos miramos sin saber qué resolución tomar…

Volvimos a la habitación de la ventana alta y poco después llegó la mulata confusa y avergonzada, limpiándose las lágrimas que caían a raudales de sus ojos…

—¡No me respetan na! ¡Como don Joaquín me insulta tanto…!

Don Joaquín era su marido.

—¡Eso me pasa por ser una probesita! ¡Que yo soy una probesita y nada …! Y, claro… como don Joaquín e un cabayero… ¡Qué desgrasiaita e una…!

Mi cuñada y yo la consolamos como pudimos y nos marchamos enseguida pretextando que aún teníamos que hacer dos visitas más y que debíamos volver a casa a la hora de la merienda…

El profesor de latín no estaba cuando fuimos a verle, y nos recibieron sus dos hermanas en la alcoba, porque el sacerdote dejaba todas las habitaciones cerradas con llave cuando se iba.

Nos sentamos en las camas y las dos hermanas nos pusieron al tanto de lo que pasaba en la ciudad. ¿Habíamos ido a casa del señor director? ¿Sí? ¿Y no nos habían dicho nada? Pues estaban pasando un disgusto terrible porque la doncella –que ya no lo era– estaba embarazada… y era la tercera que salía así de aquella casa…

—Es que Conchita se niega… ¿comprenden ustedes? –dijo la mayor de las dos hermanas–. Una es soltera, pero ya se da cuenta de ciertas cosas… Ella se niega y el marido tiene que desahogarse…

Luego nos hablaron de varias familias que yo desconocía y, al fin, le tocó la vez a la mulata.

—Es una mala bestia –aseguró la hermana del cura–. Él la tomó de cocinera cuando vino a la isla… y se quedó luego para todo. Ya se han casado… ¡Figúrense! como si no hubiera señoritas aquí que habrían podido hacerle feliz…

En la calle me contó Consuelo, que a la hermana más pequeña, la llamaban la bachillera, porque quiso estudiar y era bastante lista… Pero el hermano se había negado redondamente y le tenía prohibido hasta leer los periódicos. Por eso, para librar de su curiosidad los libros de las estanterías, dejaba cerradas todas las habitaciones cuando salía a la calle.

El doctor Álvarez, una de las eminencias de la ciudad, nos recibió con seis de sus doce hijos. La mayor tocaba el piano y la segunda, que estaba casada, cantaba con bonita voz canciones del país. Estaban para dar a luz al mismo tiempo la madre y ella, lo que me pareció extraordinario, pero la señora me dijo que era tradición en la familia y que ella había criado a sus pechos a una hermana suya…

Eran una familia numerosísima y bien avenida. En Navidad se sentaban noventa y cinco personas a la mesa entre hermanos, padres, hijos y sobrinos…

—Sí, están bien avenidos… demasiado –me explicó mi cuñada–. Porque el doctor se dice que tuvo un hijo con su suegra, y el que va a tener la esposa se susurra que es de un primo…

Visitamos también a un señor que era el poeta más importante de la isla. La señora estaba ciega, y él tenía los ojos enrojecidos y las manos temblorosas aunque no era viejo…

Una doncella monísima, con cofia y delantal de seda, nos sirvió el té en un gabinete enteramente tropical… Observé que el poeta miraba demasiado a la doncella.

—Padece satiriasis –me dijo Consuelo.

—Y eso, ¿qué es?

—Pues, hija, una especie de delirio amoroso muy molesto para las mujeres que viven con él… Creo que hasta la pobre ciega se defiende a veces con una escoba…

En general, si había niños pequeños, Consuelo y la señora de la casa se lanzaban a una conversación técnica sobre la alimentación, los efectos del calor, la cantidad de ropa en la cuna, las ligaduras de los vestidos infantiles, la temperatura de los biberones…

Yo mientras miraba en torno mío las feas habitaciones sin un detalle personal, como no fuera la falta de gusto en absoluto, los feos cromos de las paredes, las flores de trapo llenas de polvo de los floreros de la consola o del piano, las esterillas con un león estampado, mezcla de gato y perro de aguas. Hasta que la señora se daba cuenta y decía:

—Estamos aburriendo a su cuñadita… ¡Claro! Como ella no tiene niños no le interesan estas cosas… ¿No ha tenido usted hijos?

Y antes de que yo pudiera contestar, lo que me producía un doloroso esfuerzo, ya había dicho Consuelo, acudiendo en mi ayuda:

—Sí, ha tenido… Ha tenido una niña… que se le ha muerto de once años… y es mejor no hablar de esto…

—¡Es verdad! Me lo habían dicho, pero tengo una cabeza… Aún pueden volver a tener más… Son ustedes jóvenes y el mejor día, empieza usted con dengues y es un angelito…

La sangre me subía a las mejillas como cuando tenía veinte años… ¿Por qué hablaban todos de esto sin avergonzarse?

Desde que murió mi María José, Jorge había respetado mi dolor que me envolvía como un manto de hielo enfriando todas las expansiones, pero después de llegar a la isla, una noche, sin saber cómo, me había encontrado en sus brazos y por la mañana volví a sentir aquel desvarío, próximo a la locura de otras veces…

¿Era posible esto después de haber visto juntos el espanto de la muerte? ¿Por qué volvía a ocurrirme este horror? ¿Es que nunca cesaría esta vida vergonzosa? ¡Y todas las mujeres se resignaban a ello…! ¡Todas! Hasta Consuelo, que después de un largo día agotador en el cuidado y atenciones de la casa, al llegar la noche, cuando todos dormían, iba a tientas por el pasillo a la habitación de su marido…

—¡No vayas! –le decía yo–. ¡Es una indignidad, a una mujer que es madre cinco veces, exigirle que aún sea amante! ¡No vayas!

—Es la tranquilidad de mi vida –me había contestado Consuelo reposadamente–. Una sola vez me he negado y no me habló en una semana… Al otro día está más amable y me riñe menos…

—¡Te riñe! ¿Con qué derecho te riñe?

José María me irritaba con sus aires de suficiencia, y el tono doctoral que usaba para hablar a su mujer; sin embargo, era mucho más sociable que Jorge.

En su casa conocí a una familia de tragones, gordos y reumáticos que daban dos banquetes al año para los que ahorraban todos los días peseta a peseta.

—He conseguido que os inviten a vosotros –me dijo mi cuñado–. Es cosa curiosa y Jorge no puede faltar.

Convenció a su hermano con mucho trabajo y la noche del banquete nos reunimos más de cincuenta personas en una mesa en la que solo cabían la mitad. Los dueños de la casa eran tres hermanos casados con tres hermanas. Todos vivían juntos y reunían catorce chiquillos, de los cuales siete ya estaban acostados, y siete extendían sus manos hacia los panecitos hechos con leche y mantequilla, los platitos de entremeses, y las pirámides de langostinos…

El banquete que, como todos los de aquella casa, fue célebre en la isla, superó a todo lo que me habían contado. Las perdices trufadas, las alcachofas rellenas de jamón, los cochinillos rellenos de alondras, los pavos con gelatina, los besugos en vinagreta… ¡Imposible pasar del tercer plato! El desfile de suculentos manjares que comenzó a las siete de la noche continuaba a las diez… y yo estaba asqueada… Miraba en torno de la mesa… Ninguno de aquellos que comían hubiera podido ser mi amigo…

Sofocada y molesta, hice señas a Jorge de que quería levantarme.

—¿Te pones mala? ¡Ah! es que no puedes comer más… María Luisa tiene el estómago delicado y no le conviene cenar fuerte –dijo a una de las señoras de la casa, que se lamentó como si me ocurriera una desgracia terrible.

Al mismo tiempo que yo, se levantó del extremo de la mesa un muchacho joven.

En una sala baja abierta sobre el jardín en la noche cálida y estrellada que olía a jazmines, hice amistad con aquella señora –¡no era un muchacho!– vestida con traje sastre, corbata masculina y pelo cortado y pegado a la redonda cabeza.

—Fermina Monroy –me dijo, presentándose con desenvoltura–, treinta y cinco años, soltera, y nacida en la isla… Hablo con María Luisa… bueno, María Luisa Medina, porque no conozco su apellido.

—Arroyo.

—Pues Arroyo… Tenía verdadero deseo de hablar con usted, y confieso que he venido solo por verla esta noche.

Ante mi mirada de asombro, continuó:

—La vi a usted el día que desembarcó… Llevaba usted ese mismo traje negro, camisa de seda gris y fieltro… Entre aquel grupo de señoras vestidas de papagayos, se veía… lo que era usted… ¡perdone si la molesto! Me dije: tienes una amiga más.

—Visto siempre de negro desde hace años…

—No es el color, es el corte… ¿se lo ha hecho un sastre?

—Si… el mismo de mi marido…

—Pues está muy bien. Aquí los sastres no saben hacer chaquetas de mujer… y menos aún faldas… ¡Son idiotas! Lo mismo que las camiseras. Se encarga usted una camisa y le sacan un churro… Menos mal que hay facilidades para traerlas de Londres.

Su camisa de seda rayada se ajustaba perfectamente a las leves redondeces de su pecho y un escudito bordado adornaba el lado izquierdo.

La criada nos trajo en una bandeja frutas, pasteles y helados.

—¡Continúa el banquete! –rió Fermina–. Usted podría esconderse en el último rincón del jardín y allí irían a buscarla con una bandeja.

—No hay peligro de que muera nadie de debilidad en esta casa…

—Pero sí de indigestión… y ya se han muerto dos chicos… A pesar de que los dejan casi sin comer dos días antes de cada banquete, y los purgan… –sacó una pitillera y me ofreció–. ¿Fuma usted?

—No, no fumo.

—Pues hace usted mal… Es preciso tener todos los vicios para conocer todos los placeres… ¿Qué vida hace usted aquí?

—Creo que no es ni vida –dije tan lastimeramente que Fermina volvió a reír–. Cuido de las purpurinas de mi casa y de los muebles descascarillados…

—¿Cómo?

—Sí, la alquilamos amueblada… Leo los libros de mi cuñado, porque los nuestros se quedaron embalados en un guardamuebles de Madrid, visito por las tardes a Consuelo, y con ella, invariablemente, visito a todos los notables de la ciudad y huelo todos los pañales y todas las vomitonas de los críos… ¡Dios mío, los chiquillos que nacen aquí!

Volvió a reír Fermina quitándose el pitillo de la boca…

—¡Qué gracia tiene usted! No me había equivocado al juzgarla… Pues no crea, no hacen más chicos que en otro sitio cualquiera… Es que las señoras de su edad y la mía están en plena producción… ¡Qué gracia!

Y soltó una bocanada de humo echando la cabeza hacia atrás y mirando al techo.

—Usted es artista… lo juraría.

—¡Oh, artista no! Pinto un poco, muy poco… porque a Jorge no le gusta…

Callamos un momento como si las dos pensáramos lo mismo y no lo quisiéramos decir.

—¡Qué desastre! –comentó ella, al fin–. ¡Qué desastre es una mujer como nosotras casada! Un verdadero desastre…

¿Por qué me comparaba con ella? Como no fuera porque las dos nos vestíamos lo mismo no podía comprender qué nos unía. Tal vez pintaba.

—Y usted ¿pinta?

—Yo escribo. ¿No se lo han dicho a usted? No, no se lo han dicho porque en los hombres, y hasta en algunas mujeres, hay como un deseo de anularme… Tengo colaboraciones en América, y soy redactora de uno de los periódicos de aquí. Me firmo Fermín Monroy… Empecé así y ya he continuado… y no porque me guste ser hombre… Acabo de publicar un libro de poesías que ya regalaré a usted… Tiene usted que venir a ver mi casa… Conocerá a una chica pintora… Nos reunimos todos los lunes… –y me dio una tarjeta.

Comenzaron a entrar los señores que se levantaban de la mesa. Pensé que se había acabado el banquete.

—Dentro de una hora vuelven a empezar –me dijo Fermina–. A las doce servirán jamón en dulce, pavo trufado, gelatinas y cognac… A las dos, pasteles, tartas y Jerez… y luego a las cuatro y a las seis… El banquete dura toda la noche… En el último cayeron al suelo dos señores completamente agarrotados y hubo que hacerles devolver parte de lo que habían comido, porque el estómago repleto apretaba otras vísceras y se hubieran muerto… ¡Son unas bestias!

Yo miraba con curiosidad a los que iban entrando con los rostros congestionados, los ojos brillantes y el aspecto feliz… Todas personas honradas, gentes honestas a quienes no abochornaba exhibir su glotonería.

—¡Usted es una romántica! –me dijo Fermina al oír mis observaciones–. Todos estos señores son unos verdaderos gorrinos en la mesa… y en la cama… claro que suelen limitarse a sus señoras ya castradas por la edad y la grasa… Pero ¡la Santa Iglesia los bendice!

Hablamos después de su casa, de su madre, de sus traducciones y del editor que la explotaba:

—Trabajo diez horas diarias como un forzado de galeras, pero trabajaría dieciséis antes de vivir como viven todas estas mujeres… No las critico, no, ellas son felices así… pero yo me tiraría al mar.

—Creo que yo también sería feliz con la independencia de usted y pintando… Eso llenaría mi vida… Ahora no tengo tiempo. He de atender la casa, limpiar el calzado… Solo tenemos una criada… Coser la ropa… Antes dibujaba algo pero desde que se murió mi niña… El mar tiene aquí otro color que las costas de la península… ¡Cómo me gustaría pintar esas olas que se estrellan contra el espolón del muelle!

—Pues pinte usted… Mire que se le está marchando la vida y luego le pesará. Nada duele tanto como los años perdidos… ¿Qué edad tiene usted? ¿Treinta y dos? ¡Es usted muy joven!

—Eso me dicen aquí todas las señoras que visito y están empeñadas en que me hace falta un hijo…

—Sí, necesita usted un hijo de su pensamiento, creado por usted… no de su carne… De esto hablaremos si viene usted a casa… ¿Vendrá?

Jorge entró a buscarme:

—Ya son las doce… Vámonos que tengo que madrugar mañana.

—Que pinte usted –insistió Fermina al darme la mano.

En la calle, mal iluminada por las farolas me dijo mi marido:

—¿Qué sabe esa de ti? ¿Por qué te ha dicho que pintes? ¿Qué has hablado con ella?

Al otro día Consuelo me llamó aparte para decirme:

—Mucho hablaste anoche con Fermina Monroy… Te advierto que tiene mala fama, y en estas ciudades pequeñas una señora tiene que mirar con quien se trata…

Oculto sendero
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