Final de verano
—María José, hija,… sal a la ventana que ya han llegado las golondrinas… ¿No las oyes?
«Pirrrrrrr…… Pirrrrrrrr…. Pirrrrrrr….».
—Míralas cómo dibujan en el aire una línea recta… y una coma al final… ¡Míralas cómo se dejan caer…!
—No te oigo, madre, no sé lo que me dices… con los gritos de esos pájaros no te entiendo…
—Baja al jardín, mi niña, baja… Está la mañana deliciosa…
María José viene corriendo, envuelto su cuerpo fino en el albornoz que se pone al salir de la cama, y no se quita hasta después del baño… Ha crecido tanto, que solo le llega a las rodillas, y le quedan al aire sus largas piernas demasiado delgadas…
—¿Qué me decías, madre? ¿Que han llegado las golondrinas? Las he oído muy temprano… antes de que tú te levantaras… Gritaban tanto y tan agudo que han debido hacer agujeritos en el cielo… Parece que encierran en un paréntesis nuestra casa…
¡La imaginación de mi hija supera siempre a la mía! ¡Once años inefables!
—Ya tenemos hoy que hacer –le digo–. Vamos a preparar nidos con cajas de madera que colgaremos en el desván… Dicen que la felicidad entra en la casa donde anidan las golondrinas…
Porque mi niña, que siempre ha sido sanita, tiene fiebre por las tardes, y no quiero que estudie, no quiero que haga otra cosa más que jugar y reír…
—Pero mamita, si no tengo nada… Si el médico dice que es fiebre de crecimiento… ¡Vas a tener una hija como una torre!
Jorge, que adora a María José, ha comprado un inmenso jaulón para las palomas, porque mi niña quería tener palomas… Había creído de buena fe la leyenda de su dulzura, de su falta de hiel, de su fidelidad…
Y durante días enteros las hemos mirado ella y yo sentadas a la sombra del olmo.
—¡Ya se están pegando…! ¿No decías, mamá, que todos estaban casados? Pues mira, mira… La moñuda está engañando a su marido con el palomo buchón… y él los ve y no le importa…
Porque mi hija ha sorprendido el secreto de la reproducción en los animales y yo no se lo he negado… Este descubrimiento, hecho así, castamente, sin malicia, era mejor que la sucia confidencia hecha por otra chica…
—Sí, pero el pobre moñudo, que engañará a su vez al buchón con su buchona, será un buen padre para los pichones sin meterse a averiguar de quien son hijos –decía yo dando a María José una lección inmoral–. El matrimonio de las palomas es un amable enlace de dos que se unen para criar a los pequeños…
También teníamos gallinas y en la primavera había echado en huevos una clueca que nos sacó quince pollitos. Ya estaban altos, sobre sus largas patas desproporcionadas, y corrían desatinados detrás de la madre, con las alas tan cortas que parecían los brazos metidos en los bolsillos…
En las mañanas frescas de la primavera siempre nos encontrábamos en el jardín mi hija y yo. Porque también ella era madrugadora y tenía prisa por salir al encuentro de la aventura prodigiosa de cada día…
Juntas abríamos la puerta del gallinero, para verlas salir de una en una, saltando con las dos patas a un tiempo, desde la puertecilla al suelo, dando luego unos pasos indecisos, cegadas por la luz… Y enseguida a repartir los granos de trigo en el patio, donde acudían enloquecidas y picaban, picaban, golpeando las losas de piedra con golpeteo de granizada violenta…
De cuando en cuando, una gallina levantaba la cabeza con el gorro encarnado de su cresta que se movía de un lado a otro, y escuchaba con un oído… y luego con el otro oído…
María José llenaba su cuaderno de graciosos apuntes de gallinas, de palomas con el pecho hinchado, de trazos de golondrinas, de murciélagos que cruzaban cegatos el jardín antes de que el sol se ocultara…
Pero el modelo preferido era Catalina, la gata romana, rayada como un tigre, inteligente y amorosa. En el mes de abril tuvo cuatro gatitos que vivieron muchos días en un cesto en el cuarto de María José…
—Esos gatos tendrán todo hecho un asco –decía Jorge ignorante de que las madres felinas limpian con el áspero cepillo de su lengua todo lo que pueda manchar la piel de sus hijos…
Pero Catalina, tan dulce y mimosa con nosotros y con sus hijos, era una feroz alimaña en las noches de luna. Como aquel hombre que se transformaba en lobo al ocultarse el sol, ella se convertía en un tigre, que asaltaba el gallinero y robaba sus pollitos a la clueca…
María José la sorprendió una mañana hundiendo sus feroces colmillos en las entrañas de un pobre polluelo destripado y aún palpitante… Uno a uno se los fue comiendo todos…
Y de nada servía que su plato estuviera siempre lleno de garbanzos y trozos de carne y tocino… Al llegar la noche, Catalina, como una bestia salvaje, husmeaba la sangre caliente…
Jorge lo tomaba por lo trágico.
—¡Si ya lo sabía yo! La vida en el campo es así… ¿Qué os habíais creído? Los animales se comen los unos a los otros… Por eso yo no quería salir de Madrid… Los seres civilizados no tienen otro recurso que vivir en pisos de poblaciones cuanto más grandes mejor… La gata os comerá todos los pollos, y los conejos y los patos… y luego un zorro o una musaraña se comerá a la gata… Ya lo veréis…Yo no quiero ni mirar a vuestros bichos…
Eso no era verdad porque también se pasaba largos ratos en la contemplación de las jaulas y del corral, y las conejeras… pero él no podía sentir un disgusto sin culparnos a su hija y a mí.
Sabina se había casado y vivía en el Puente de Vallecas. Ella se llevó a Catalina, prometiendo cuidarla y quererla mucho…
—¡Bueno es mi marido! Antes faltaría la comida para nosotros que para la gata.
María José, encerrada en su cuarto, no quiso ver a Catalina.
—No, no; me da mucha lástima… ¡Que la lleve con cuidado, por Dios! ¿No se ahogará dentro de la cesta? ¿Has visto si puede respirar bien?
Los tres nos quedamos tristes, pero no dijimos nada… Era cosa convenida no volver a hablar de la gata.
En el estanque teníamos tres patos que dormían en una caseta junto al gallinero. Por la mañana, cuando abríamos su puerta, salían de uno en uno y marchaban uno detrás de otro, en fila india, cojeando de las dos patas, balanceándose terriblemente, y taciturnos como si fueran a la oficina… Al llegar al estanque se dejaban escurrir sobre el agua y flotaban tranquilos con la barriga dentro y sin hundir ni un centímetro más ni menos todos los días… Algunas veces buscaban los gusanos del fondo y, un momento, la quilla de su cola salía vertical del agua y las patas, color de zanahoria, se movían en el aire…
El tío Candelario nos traía un carrito de yerba a la semana para los patos y los conejos… Metía en casa a brazadas el trébol que hacía volver la cabeza con expresión de niño, a Perico el burro.
María José, le pasaba la mano por la cara y guardaba para él terrones de azúcar, que el borriquito tomaba con los labios para no morderla…
—Arre… arre… arre… –gritaba constantemente sin ningún motivo el tío Candelario.
Perico no salía nunca de su paso, y, hasta algunas veces, sus pensamientos le abstraían tanto, que le obligaban a pararse de pronto… Entonces el tío Candelario, montaba en cólera y le decía los más terribles improperios a él y a su familia… Lo cual era la causa posible de que Perico, una hora más tarde, se volviera a parar, reflexionando largamente sobre la honra de su madre…
Por las tardes, a la hora del crepúsculo, venían cientos de pájaros a dormir en el olmo frondoso… Todos querían el lugar de las ramas pegado al tronco, y los que tenían la dicha de conseguirlo, habían de defender su cama a picotazos, aleteando y piando furiosamente, mientras los otros les contestaban con malos modos y gritos tan agudos, que durante una hora, era imposible entenderse en el jardín…
Era a la misma hora en que los rebaños vuelven del campo y María José y yo salíamos a la carretera para ver cruzar a las ovejas, saltando la cuneta con sus patas flacas que hacen ruido de cañaveral y levantan una nube de polvo…
Mi hija me llamó una noche después de estar acostada.
—Madre… ¿no oyes?, ¿no oyes? Catalina está maullando en el jardín… ¡Está ahí…!
No podíamos creerlo. Encendimos el foco de luz que iluminaba desde la puerta a la verja de entrada… y vimos un pobre gato esquelético, que se quejaba lastimosamente contra un escalón de piedra…
—Me parece que no es la gata… ¡Sí, sí es…! ¡Qué horror, cómo viene…!
Catalina nos tenía miedo… Sabía que nuestro egoísmo, nuestro desamor… nuestra incomprensión la habían arrojado de una casa que era tan suya como nuestra… más suya aún, porque ella conocía todos sus rincones, todas las telarañas del sótano, y los escondrijos de la leñera… todos los pequeños secretos que nosotros no sabríamos nunca…
—Bisss… bisss… biss… ¡Pobrecita! Pobrecita Catalina…
Jorge bajó al jardín por ella y la trajo en sus manos. Venía llena de barro, con los pelos pegados a las patas, sangrando de una oreja… flaca y con los ojos redondos agrandados por el terror…
¡Tenía hambre y sed de ocho días! ¿Quién podrá saber los peligros que había corrido para venir desde el Puente de Vallecas hasta las tapias del Pardo…? ¡Cuántas horas temblorosa ante un perro que la acuciaba ladrando…! ¡Qué horas de angustia escondida entre unas matas huyendo de los chicos que le tiraban piedras…! Sin comer días y días… Sin otra agua que el barro de la última lluvia en los charcos… Ella no podía decirnos los sufrimientos y los dolores pasados, pero venían escritos en los arañazos de su piel y en el espanto de sus ojos…
Comió Catalina su platito de leche, aún desconfiada, sin comprender que la recibiéramos bien después de haberla echado… Durmió en el cesto cerca de la cama de mi hija… Y al otro día vendimos el gallinero completo por la mitad de su precio al tío Candelario, que se lo llevó en su carrito tirado por Perico.
—Mamá ¿las gallinas llevaban atadas las patas? No las habrán atado muy fuerte ¿verdad? Si no las desatan pronto se les hincharán las patitas… ¡Pobres! También ellas habrán sentido irse de casa…
Jorge, con su sensibilidad irritada siempre, se enfadó:
—¡No habléis ya de las gallinas! No he dormido en toda la noche pensando en la gata y en ellas… ¡Es horrible esta angustia constante por todos los animales…! Ya os he dicho que las personas civilizadas no pueden vivir más que en los rascacielos… y que la civilización es el extremo opuesto a la naturaleza…
En el grupo de álamos que estaba junto al rincón, asomándose por encima de las tapias del Pardo, habían hecho sus nidos algunos pajarillos… Un día oímos gritar desesperadamente… Era que un pajarraco negro se llevaba en el pico una de las crías y los padres se desgañitaban pidiendo socorro…
María José… que ahora tenía décimas todo el día, lo vio desde su butaca de lona donde se pasaba las horas haciendo reposo a la sombra de los árboles, y casi se desmayó de la impresión…
—Madre… ¡qué horror! ¡Qué horror…! Los pobres pajarines gritaban desesperados… se le tiraban a la cabeza, a los ojos… pero el cuervo, que debía de ser un cuervo, se la llevó… Y vendrá por más… ya verás como viene por más.
Tuvimos que cambiar de sombra a mi niña, para que no presenciara cómo el pájaro negro fue vaciando todos los nidos…
Y el verano avanzaba haciendo callar a los animales del campo… Ya no criaban los pájaros ni se perseguían las golondrinas, que se van muy pronto, ya los grillos se habían muerto, y solo una chicharra sonaba débilmente en un álamo a la hora de calor…
A veces me entraba una angustia… ¡Aquella casa de campo rodeada de tapias era una cárcel donde me consumía de tedio! Y la inquietud extraña, de incomprensión, de frustración de mi ser, que siempre fue el fondo de mi vida, volvía a apoderarse de mí…
—Mañana voy de compras –decía entonces–. Me voy a Madrid a comprar una porción de cosas que necesito…
La verdad era que no tenía nada que comprar, pero quería calmar mi angustia andando por las calles, parándome en los escaparates, tomando un refresco mintiéndome una libertad que no tenía… moviéndome sin que me siguieran a todas partes los ojos interrogantes de Jorge… o las miradas tristes de mi hija…
¡Libertad! ¡Libertad! Ser como el aire, a quien nadie pregunta a dónde va ni de dónde viene… ¡Ah, las muchachas modernas! Las veía solas por la calle, con su cartera bajo el brazo, camino de la universidad, del instituto, de la escuela… ¿Por qué había venido yo al mundo diez años antes de mi tiempo?
Volvía a casa siempre tarde… Había perdido el primer autobús…
—La niña estaba inquieta, y no quería comer sin ti –me decía mi marido.
Y yo viendo en esto un reproche contestaba violenta:
—Pues la niña y tú debéis saber que yo también tengo derecho a salir de esta cárcel… que tengo necesidad de cambiar de ambiente… Que me ahogo ya… que no puedo más…
Un día que yo hablé así, vi que a María José le temblaba la barbilla y le salían grandes lagrimones en silencio… ¡Ríos de lágrimas he vertido yo por esta pena que te causé, hija mía!
El viento destemplado de septiembre llenó de rumores las encinas del Pardo… La familia de árboles que vivía entre las tapias de nuestro jardín accionaba enérgicamente, como una familia de ciegos para asegurarse que estaban todos: —¿Estás ahí? ¿Estás ahí? –y se tocaban con las ramas… A veces gesticulaban con demasiada violencia, como si estuvieran enfadados… Pero no, aunque eran de distinta raza, y habían venido de distintos lugares, no disputaban nunca, estaban siempre de acuerdo… ni una nota discordante… Al mismo tiempo se inclinaban al paso del aire, y sus hojas al moverse lo hacían con perfecta armonía, siempre en tono de fa sostenido… ¡Grandes maestros de perfección familiar…!
Ya María José no podía bajar al jardín… Se pasaba el día en la cama, frente a la ventana abierta sobre el monte del Pardo… Un rayo de sol venía a visitarla a la caída de la tarde… Entraba directamente al cuadro de los dos conejitos que ella había pintado a la aguada… luego arrancaba del niquelado de la cama chispas coloreadas de luz… y, al fin, patinaba por la colcha hasta las manos de mi hija…
—Mira, madre, mira cómo se me transparentan… Veo los huesos a través de la carne…
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Se fue el verano y me lo llevó todo… Las hojas amarillas de los álamos y mi hija María José…
Una tarde, el rayo de sol no pudo encontrar sus manos que estaban cubiertas de flores, pero iluminó su nariz afilada, y sus ojos dorados que no se abrirían más… Dentro de la casa sonaba el llanto de Jorge como un alarido desgarrador.
No, no; que nadie llore a mi hija, que era mía sola… ¡nadie más que yo tiene derecho a llorarla! Había brotado de mis entrañas milagrosamente…! Y yo, ¡¡ay!!, la lloro, no por lo que la he querido, sino porque algunas veces no la he querido bastante… ¡Hija! ¡Hija! ¡Hija!