Veranos
Toda la niñez de mi hija se me representa como una sucesión de veranos. El verano en el pueblo de la Mancha bañando a mi niña en el agua soleada, bajo las ramas de las higueras, cantando para dormirla en la hora de siesta, acunándonos en la mecedora de rejilla… No salíamos nunca de casa donde los suelos brillaban siempre recién fregoteados y el aire olía a botijo fresco…
Venían a vernos Albertina y su hermana Caridad, que ya tenía novio, y era una chica seria y pensativa, que cantaba con voz dulce y bien entonada, y hacía las delicias de María José… Sol estuvo una tarde con su madre. Se había quedado muy flaca y sus ojos, espiritualizados por la enfermedad, miraban tristemente. El novio se había casado con otra… y ella se moría.
—Pero mujer, no digas eso… Ya te repondrás… todo se olvida… y, al fin…
—No… Sé que no lo olvidaré… Solo él me ha querido ¿quién me iba a querer coja y enferma? La mala ha sido ella que lo sabía…
La madre lloraba hablando con mamá, mientras nosotras salimos al huerto.
—No come… Ella siempre ha estado muy débil, pero habíamos logrado fortalecerla sacrificándonos todas por ella; cuando no podíamos… cuando cada una de mis hijas tenía que renunciar al postre de una semana para comprarle un reconstituyente… Y ahora que su hermana, mi pobre Dolorcitas, nos da todo lo que necesitamos… gracias a la generosidad de don Sebastián… ahora ella se niega a tomarlo… ¡Ese bribón de novio me la ha matado!
En ese mismo invierno pudo decirlo ya la pobre señora con certeza absoluta. Sol murió de tuberculosis al vientre y con ese absurdo egoísmo de los desgraciados, aseguraba que moría muy contenta…
Los veranos siguientes los pasamos sin salir de Madrid, bajo los árboles del Retiro. La criada nos llevaba el almuerzo a medio día, y no volvíamos a casa hasta el anochecer. Cambiábamos varios lugares del parque buscando un sitio sombrío y fresco no lejos de una puerta, cuando en una plazoleta rodeada de bancos donde nos sentamos una mañana, oí que me llamaban:
—¡María Luisa! Pero ¿eres tú?
¡Paquita! Paquita, gorda y oronda, con pendientes, sortijas y pulseras, y un niño como un escuerzo. Ella se pasaba allí el día y podía asegurarme que era el mejor sitio del Retiro… Además, un poco más tarde venían muchas señoras amigas, pero ninguna se quedaba a medio día sino ella sola, aunque eso sí, volvían después de comer…
—¡Con un calor! Figúrate… Yo no salgo de aquí hasta que viene René a buscarme a las siete de la noche.
René era su marido, el francés, al que ella recibía sonriendo suciamente.
—¡Es un bribón! –me dijo al oído–. ¡Sabe cada cosa! Te digo que lo paso bien pero bien de verdad… Así se está quedando de flaco… en cambio yo, ya ves, se conoce que me prueba…
A mi me daban verdadero asco los dos.
Una señora vecina de Paquita venía a las once con dos niñas preciosas, pero mucho más modositas y quietas que mi María José, por lo cual nunca fueron amigas. Esta señora llevaba luto por su marido que había muerto hacía dos años, y solo hablaba de París, donde pasó un mes con el difunto, que era como llamaba siempre al padre de sus niñas… Mi hija, que todo se lo contaba a Jorge, le dijo un día dejándole asombrado:
—El papá de Cachita y Marité era un difunto…
Venía otra señora rubia, muy blanca y muy fresca; mujer de un médico. Me dijo que tenía un niño todos los años y no lo evitaba por no estropear su salud, y porque para eso se había casado. Los daba a criar a un pueblo y no los traía hasta que cumplían cinco años. Entonces se los llevaba a su madre, una señora muy severa, que los tenía perfectamente disciplinados y vivía en la Ciudad Lineal.
—A las siete en punto los sienta a todos en el orinal y mientras no han cumplido su obligación no les da el desayuno… Los educa como a los soldados.
Por lo visto, la rubia suponía que en los cuarteles se seguía el mismo sistema…
Traía una niña, rubia como ella, con tirabuzones y que, por ser tan bonita, no se había decidido a separarla de su lado.
—¡Todo el mundo nos dice algo por la calle!
Otra señora bajita y morena también tenía un hijo cada año, pero a los cinco o seis meses se le morían, porque sacaban la enfermedad del padre… Sólo conservaba el mayor, que estaba cojo, y una de tres años completamente idiota. Ahora estaba ya fuera de cuenta…
María José jugaba con cuatro niños que cuidaba una institutriz. Se llamaba Jeanette, era francesa, muy bonita y muy chic, y hablaba a los niños siempre en francés. Era con la única que yo estaba a gusto.
Venía sólo por las tardes y rara vez conseguía estar sentada a su lado, aunque yo hacía combinaciones para ello, levantándome varias veces y volviéndome a sentar en otro sitio…
Me contó que había perdido a su madre hacía dos años de manera misteriosa, y que sospechaba que la habían matado su padre y otra mujer… Por eso se vino a España y no quería saber nada de su familia… Los señores eran muy exigentes y se valían de la triste soledad de ella para explotarla… Además de dar lección a los niños y salir con ellos, los vestía, los bañaba, los cuidaba sin acostarse cuando estaban enfermos… y en premio a estos servicios recibía una paga mezquina y jamás el permiso de salir sola…
Algunas tardes venían los papás al Retiro y pasaban por la plazoleta para ver a los niños. La mamá era cubana, alta y dengosa, y estaba tan delicada que ni aun podía inclinarse a besar a sus hijos que era necesario levantar a la altura de su boca. Se iban siempre sin mirar a Jeanette.
Yo los odiaba con todas mis fuerzas. ¡Imbéciles! Tener en su casa a una criatura deliciosa y desdichada y no ocuparse de ella… ¡Si yo hubiera podido! ¡Quién sabe! Jorge hablaba de mandar uno de sus cuadros a la exposición de otoño…
—Resista lo que pueda en esa casa –le dije un día–. Tal vez el año que viene esté yo en condiciones de proponerle otra colocación.
A las siete, cuando todas se iban, yo acompañaba con mi niña a Jeanette hasta el portal de la casa lujosa donde vivía en la calle Velázquez.
La mañana en el Retiro era sosa y aburrida. Paquita me explicaba detenidamente la diferencia que hay entre una esposa y una amante.
—Llega el cumpleaños de la mujer y el marido le regala un armario para la ropa, una vajilla, o una pieza de tela para sábanas… Pero es el santo de la querida, ¡ah!, y entonces no se piensa en nada para la casa, no. La sortija más cara, la pulsera con más brillantes…
—Eso será en el caso de ser rico ese hombre –decía yo.
—Es que los hombres cuando se encaprichan por una mujer sacan el dinero de todas partes… Eso es precisamente lo que debe saber una mujer: hacerles perder la cabeza…
¡Qué odiosa, Paquita!
Después del almuerzo se dormía invariablemente dando terribles cabezadas que la ponían a punto de caerse del banco. María José y yo paseábamos por las avenidas que comenzaban en la plazoleta sin alejarnos mucho de ella, y mi niña me hacía mil preguntas deliciosas.
—Si se suelta el león, ¿se comerá a Paquita de un bocado? Si se la come, se clavará las sortijas… ¡Tiene una con picos!
El sol dibujaba sus arabescos en la arena pasando entre las hojas de los árboles y el aire denso olía a los mirtos calientes con perfume fuertemente pagano… Por el camino que terminaba en el paseo de coches, venía ya Jeanette, y María José corría al encuentro de los chicos que eran sus grandes amigos… En la siesta caliginosa y balsámica me sentía feliz…
Algunos días se retrasaban tanto que todas las odiosas señoras llegaban antes que ellos y comenzaban enseguida una de aquellas estúpidas conversaciones lentas y sin gracia ni ingenio, como sus pensamientos: «¡Oh, qué egoístas son los hombres! La merluza estaba hoy más cara que ayer… Hasta las once no había subido el portero el ABC. ¡Es que hasta que lo ha leído toda la familia…! La hermana del marido ha escrito desde San Sebastián… La suerte no está para quien la merece… ¡Con lo fea que es la hermana del marido…!».
Llegaba Jeanette. No había podido venir antes porque la señora le hizo limpiar los cuatro pares de sandalias de los niños, aunque las limpió por la mañana como siempre. Ahora tenía que coser una bolsa entera de calcetines…
Inclinada sobre la labor, cosía sin levantar los ojos toda la tarde. ¡No tenía nunca tiempo de leer! Me prestó algunos libros y comentábamos después lo leído con verdadero entusiasmo ante el asombro de todas las señoras…
—Pero chica, ¡si nada de eso es verdad…! ¡Qué par de chifladas! –decía Paquita.
Una tarde Jeanette se revolvía inquieta y nerviosa en el banco. Era que tenía sed, me dijo, y que si yo me quedaba al cuidado de los niños iría, aquí cerca, a la fuente de la Salud que tenía muy buen agua… Y se fue. María José y los cuatro niños corrían desatinados persiguiéndose y no se enteraron de la marcha de la institutriz.
Atendiendo a los niños y mirando el camino por donde desapareció Jeanette y no tardaría en aparecer, oía las conversaciones de las señoras. La viuda del difunto hablaba de su criada, una vieja que venía con ella algunas veces.
—Fue criada de mi casa en vida de mis padres y cuando me casé vino a la mía. Ella es mis pies y mis manos… Es de Burgos.
—Las criadas de Burgos son muy buenas y las de la Alcarria también –decía Paquita.
La madre del niño cojo hablaba con una prima suya que llevaba dos mellizos en un cochecito.
—Está todo tan malo… A mi marido solo le dan ocho duros por llevar las cuentas de «El Comercial» y con eso vamos al teatro dos veces al mes… ¡Si no tuviéramos tantos hijos! Todos los años hacemos bautizo y entierro…
—La culpa la tenéis vosotros… Nada, nada… lo dicho, vosotros… «Entre santa y santo pared de cal y canto…». Ya ves yo… Los mellizos a los cuatro años de casada y se acabó… Y no tendremos más.
Luego le habló al oído.
—¡Calla por Dios! –dijo la morena–. Pero si a mi marido le da vergüenza comprarlo…
—¡Qué hombres! Tanta vergüenza para unas cosas y tan poca para otras…
Dejé de atender para mirar al camino… ¡No venía Jeanette! ¿Por qué tardaría tanto?
—¡María José! No os vayáis lejos…
¡Cómo se parecía mi niña a mí cuando tenía su edad! Así era yo de loca y atrevida. ¡Bien me habían cortado las alas! ¡Hija de mi alma! No te las cortaría yo a ti, no… Alas, alas para volar… para ver desde arriba como los pájaros, ese camino que no había yo encontrado… pero que tú, hija mía, encontrarás…
Anochecía y Jeanette sin volver… ¿Qué podía haberle pasado?
Ya se despedían la rubia y su marido que la vino a buscar…
—Adiós, hasta mañana… Esta noche no vamos a ninguna parte… Ya lo hemos visto casi todo… ¡Este Madrid, en verano es un pueblo…!
También se iba Paquita, y la morena de los niños enfermos con su prima…
—Hoy no me encuentro bien –decía.
—¿Será…?
—Desde el día diez estoy fuera de cuenta…
—María José, no os vayáis más lejos que está anocheciendo…
—¿Dónde está Mademoiselle? –preguntó uno de los niños.
¡No era posible que aquella muchacha estuviera aún en la fuente!
Poco a poco se había ido marchando todo el mundo y los niños, un poco atemorizados por la oscuridad, vinieron a sentarse en el banco vacío. Solo María José, más atrevida que ninguno, siguió corriendo entre los árboles.
—¡Miedosos! ¡Tenéis miedo! A que no vais hasta el final que está oscuro, oscuro…
Y corrió por el camino bajo los árboles frondosos hasta desaparecer de mi vista su vestidito blanco…
—Jeanette tarda mucho –dije en voz alta–. Hace más de una hora que se ha ido…
—¿Por qué no vamos a buscarla? –propuso el chico mayor.
—Bueno… Ella dijo que iba a la fuente de la Salud…
¿Y si no la encontrábamos?
—Vamos, vamos ya… –decían los chicos.
—Si… vamos… ¿Y María José?
Ya volvía corriendo precipitada, como si la persiguieran… y se refugió en mí mirando hacia atrás…
—¿Qué te ha pasado? Di, nena, ¿qué ha sido? –y la obligué a levantar su carita para verle los ojos.
¡Oh, yo conocía aquel terror, mezcla de susto y angustia inexplicable!
—¡Di! ¿Qué ha sido?
—Un hombre… era un hombre que…
—¿Qué?
—Estaba desnudo… desnudo no, pero…
La cogí en mis brazos y la besé en los ojos que habían visto algún horror, en la frente pura que no comprendía aún…
—¡Hija de mi vida! Vámonos, vámonos… Es ya demasiado tarde para estar entre estos árboles tan frondosos… Vamos a buscar a Jeanette.
Los chicos llevaron mi cestilla con el libro y los restos de la merienda, el saco de la labor de Jeanette, sus aros y el balón, y yo a mi niña, que se abrazaba nerviosa a mi cuello… Todos querían saber qué le había pasado:
—Ese hombre que has visto, María José, ¿era un ladrón?
—Sería un sacamantecas… Dice tata María que hay sacamantecas…
—Dejadla… no habléis de eso que tiene miedo…
Ya dejábamos los paseos oscuros y entrábamos en las anchas avenidas que conducen a una de las puertas… Aún había luz clara y las parejas retrasadas caminaban de prisa hacia la salida del parque… En la fuente varios chicos y una mujer llenaban sus vasos… ¿Y Jeanette?
María José, que seguía abrazada a mi cuello, dijo:
—Está allí… en la mesita del puesto…
Estaba allí, en el puesto de refrescos, con un hombre que la tenía casi abrazada…
—¡Anda… es Jeanette que se ha echado novio! –dijo uno de los chicos, causándome un dolor casi físico–. ¡Y la está abrazando!
Tal vez nos oyó… desde luego nos vio, y despidiéndose precipitada de su acompañante vino hacia nosotros.
—¡Oh, madame… perdón… Yo le explicaré a usted… demain… Me había citado aquí y yo no podía decir a usted la verdad… porque, porque… Au revoir madame. Gracias… gracias… –y se fue casi corriendo con los cuatro chicos detrás…
Nosotras seguimos despacio… María José había echado su cabeza en mi hombro, y yo me sentía profundamente desgraciada… ¡Qué asco de vida…! El hombre del paseo oscuro… el novio de Jeanette… ¡Qué cosa repugnante es la humanidad…! Y ¡Jeanette que parecía tan buena muchacha…!
—¡Lloras mamita! Ya no volveré a irme nunca de contigo…
—Bueno, mi vida, bueno…
—No le diremos nada a papá…
—No, hija, no le diremos nada… ¡Qué pena, Señor, qué pena!
—¿Por qué es pena, mamita, di?
Al otro día no vino Jeanette a la plazoleta… Yo miraba el reloj a cada instante… Las cinco y media… las seis… ¡ya no vendría! Nos fuimos a buscarla a su calle, frente a su casa… y paseábamos arriba y abajo, mirando el portal.
—¿Por qué nos hemos ido del Retiro? –preguntaba mi hija.
—Porque no estaban tus amiguitos… ¿Con quién ibas a jugar?
—Pero ya habrán ido… ya estarán allí mamita… ¿Volvemos?
Corrimos al Retiro otra vez… ¡No estaban! No vinieron aquel día, ni al otro. No volvieron más… ¿Qué habría pasado?
—Pues que los habrá cogido un coche –dijo Paquita brutalmente–, o se habrán caído al estanque… ¡Mira que has tomado tú menuda perra con la dichosa francesita…! Ni que te hubieras enamorado de ella…
Se rieron todas… Al volver a casa entramos en el portal de la calle de Velázquez…
—¿Mademoiselle Jeanette? Una institutriz que llevaba cuatro niños al Retiro.
—Sí, sí –dijo el portero–. Sí; pues ya no está.
—¿Se ha marchado?
—Yo no puedo decirle a usted si se ha ido o la han echado… porque yo no me meto nunca en lo que hacen en las casas… Pero ya no está… Los niños salen con tata María… una señora de edad que fue ama seca…
En un banco de la calle me senté porque las piernas se me doblaban… No podía pensar, no concretaba nada… Jeanette se había acabado… no nos volveríamos a encontrar… ¿Por qué es el mundo tan grande?
No volvimos más a la plazoleta, y mi niña y yo acabamos el verano en el otro extremo del Retiro. No nos reuníamos con nadie, y hablábamos largamente. Le enseñé poesías, y aprendió a leer en el Romancero… Cuando nadie nos podía escuchar cantábamos el romance de Delgadina… Y las dos volvimos a ser felices antes de llegar el otoño…
El verano siguiente lo pasamos en la sierra en una casa que alquiló para nosotros tía Manuelita, pero mi niña tuvo el sarampión aquel invierno y mamá me regaló mil pesetas para que al otro verano la llevara al mar.
No había yo vuelto a una playa desde que iba con mi madre… María José vio el mar por primera vez cogida de mi mano… Miró sin hablar y yo no le pregunté nada… Luego de llenar sus ojos de horizonte me dijo:
—¡Cómo huele…! ¿Por qué echan en la arena esas cintas negras?
—Son algas… las trae el mar… Allá lejos, donde se junta con el cielo, es muy hondo, y se crían algas como matorrales, por entre los que nadan los peces. Hay peces grandes, como elefantes y chiquitos como moscas… Y en el fondo, entre las matas de algas, hay barcos hundidos hace muchos años… y tesoros perdidos que nunca se podrán encontrar… y hay peces ciegos y peces luminosos… y bancos de coral… y serpientes marinas…
Y mi niña miró al mar con sus ojos dorados, y lo vio como yo lo había visto, misterioso, inquietante, terrible y cándido como una divinidad prodigiosa, que tendía hacia ella sus manos cristalinas… Quiso que la descalzara y hundió sus pies en el agua riendo feliz…
Hasta que ella no me pidió bañarse en el mar no le compré su trajecito azul pálido con el que luego se paseaba todo el día. Tampoco allí encontró amigas de su gusto pero sí dos chiquillos revoltosos con los que se asociaba para hacer barcas de arena y castillos que la marea deshacía después… Yo huía de los grupos de señoras que hacían jerseys y cosían criticando a las que paseaban…
Ni aun me apetecía leer. Libros tenía todo el invierno, pero ahora saciaba mis ojos de azul marino, de verde esmeralda, de gotas de luz que saltaban en la espuma de las olas…
—¿Es usted la mamá de María José? –preguntó una voz a mi lado.
—Si… señorita. Y usted, Mary, la tía de los niños que juegan con mi hija…
Y así comenzamos una amistad de verano que no fue ni amistad… Mary tenía veinte años, y era una muchachita vulgar, sin un solo pensamiento que hubiera nacido en su cabecita vacía… Solo un detalle la hacía apetecible y simpática en extremo. Era sus labios gordezuelos, tersos, frescos y muy rojos, como dos cerezas… Sin embargo, pensé enseguida que la comparación no era exacta… Los labios de Mary eran como dos bombones… Así debían de ser de dulces y gustosos.
¡Ave María Purísima, qué idiotez se me había ocurrido!
—Vamos María José, vamos, que ya es hora de almorzar…
Mi niña, esbelta, elástica, clásica, como una diana cazadora, vino a cogerse a mi mano…
En el comedor grande, con espejos y macetas, comíamos en una mesita pequeña para las dos. Mi nena comía poco, como yo a su edad, y había que buscarle el apetito.
—¿Prefieres jamón en lugar del asado? En vez de helado tomarás flan…
Tenía ya ocho años, era inquieta y turbulenta en el juego, pero silenciosa y reflexiva en la quietud… Era como yo había sido, y yo la educaba y mimaba como yo hubiera querido serlo en mi niñez…
Jorge se había quedado en Madrid y escribía dos veces por semana. Al final de mis cartas siempre ponía algo María José… Se acabó agosto y mi marido anunció que venía por nosotras… ¡La castidad dichosa del verano se acababa!
—¡Hija de mi alma! ¿Qué harás tú cuando seas mayor? Lo pensaremos juntas para que no te equivoques en el camino que emprendas… ¿Verdad, mi niña?
¡Empezaba septiembre! Día primero… día dos… ¡El día cinco llegaba! Me sentía irritable, nerviosa… se me había nublado la felicidad…
En la estación, mi marido me abrazó nerviosamente. Cenamos los tres en la mesita chica… La nena radiante. Esta noche dormiría en una cama pequeña que habían puesto junto a la grandota donde dormíamos antes las dos juntas…
Durante la noche, en la oscuridad, yo veía los labios gordezuelos de Mary, como una pesadilla… ¡Qué estupidez! Lo mismo que si me hubiera dado por ver los pies del bañero… Y era que el amor carnal me producía un estado febril… me atacaba al cerebro… Sí, no cabía duda…
Al otro día sentí claramente que yo estaba loca… Era una locura rara, de la que nunca había oído hablar, pero loca de remate… En cuanto fuera a Madrid iría con tía Manuelita a ver un médico, y le contaría todo, todo…
Pasamos ocho días más y antes del día quince volvimos. Empezaba el curso y Jorge tenía que examinar a los que se habían quedado para septiembre.
En nuestra casa encontramos a mi madre con Sabina. Hacía tres días que se habían instalado allí…
—Me avisaron –nos contó mamá– de que tía Manuelita estaba muy grave y vine en el primer tren…
—Pero… –pregunté, llena de ansiedad.
—Pues hija… no hacía falta nada. La criada se la encontró muerta cuando fue a llevarle el desayuno… Dice que ya estaba fría. Debió morir a primera hora de la noche… Claro, a mí no me quisieron telegrafiar la verdad…
¡Ya no había tía Manuelita! Se fue sin molestar a nadie, en silencio, con discreta elegancia, hubiera pensado ella…
Vivía de una pensión y de unos miles de pesetas en papel del Estado, que dejaba a mi hija en el testamento.
Mamá ya no se quiso volver a su casa.
—Me quedo a vivir con vosotros… Ya estoy vieja para ir y venir al pueblo… Nos mudaremos a otra casa más grande y todos iremos ganando…