El palacio de tía Teresa

Solo en las ilustraciones de los cuentos había yo visto una escalinata de mármol como la del palacio de tía Teresa iluminado por la luna la noche que llegamos… Y en aquel parque espeso, rodeado de árboles frondosos movidos por el viento, debían producirse todas las maravillas…

No podía quedarme dormida en el gran dormitorio donde una camita portátil había sido colocada junto a la inmensa cama con colgaduras de tul destinada a mi madre… Oía hablar lejos, entraba la luz de la luna a través de los árboles sobre el parquet brillante, como un lago de plata movido por el viento, y mi imaginación desbocada me hacía delirar.

¡En aquel bosque habría hadas! ¡Tal vez también habría brujas negras de uñas en punta…! Y un terror infinito se apoderó de mí apretándome la garganta… ¿Por qué no venía mamá?

Me había ayudado a acostar, había colocado, repartido en dos armarios, el contenido de nuestro equipaje, y mientras yo tomaba un vaso de leche con bizcochos que me trajo sobre una bandeja con tapete bordado una muchacha que llevaba cofia y me pareció el colmo de la elegancia, mamá se pasaba el peine por la espléndida cabellera suelta sobre la espalda, delante del tocador… Yo la veía en el espejo, empolvada, vestida de claro con un vestido que yo no conocía y era lo mismo que si mamá fuera otra…

—Que te duermas, que seas buena –dijo al marcharse.

—¿Por qué te vas ahora?

—Vamos a cenar hija… Tú te dormirás como una niña buena y no darás guerra… Mañana, esta muchacha que te ha traído la leche, y que se llama Aurora, vendrá temprano a vestirte para que juegues en el parque…

Porque yo tenía la obsesión de levantarme temprano. En cuanto entraba un poco de luz por las rendijas del balcón no podía continuar en la cama. El día que empezaba era siempre para mí una promesa inefable de nuevas aventuras felices y extraordinarias que estaba deseando comenzar.

Mamá me dio un beso, apagó la luz, que era eléctrica, y se fue.

¡Qué miedo! A través de la gran puerta de cristales que comunicaba nuestra habitación con otra, veía una tenue claridad rojiza que no era la de la luna. Chascaban los muebles y el parquet con estallidos que sonaban como pistoletazos dentro de mi cabeza aturdida por el sueño y el cansancio…

Me pareció que pasaba mucho tiempo, ¡una eternidad de terror y soledad!, y acabé por dormirme llena de sobresaltos, despertándome a cada momento… Una de las veces que abrí los ojos vi a mamá desnudándose para acostarse.

—¿Aún no te has dormido?

—¡Tenía miedo!

Mamá, que venía saturada de un ambiente bien distinto al de casa, se enfadó sin motivo.

—¿De qué tenías miedo, tonta? A ver si voy a tenerme que acostar a las siete para dar gusto a la niña… ¡Vamos con la simple esta…!

Yo no había dicho que se acostara a otra hora y la injusticia me hirió como siempre, llenándome de lágrimas los ojos… Me tapé con la sábana, y lloré sin que me oyera, hasta que apagó la luz y me destapé… Tenía mucha pena, pero como la compañía de mi madre me daba la seguridad de que ya no podía pasarme nada, me dormí pronto.

Cuando por la mañana llegó aquella muchacha que se llamaba Aurora, ya hacía un buen rato que, con los ojos abiertos a la tenue claridad de la habitación cerrada, contemplaba los detalles lujosos del dormitorio.

Se acercó a mi cama de puntillas y me dijo bajito:

—¿Quiere usted vestirse?

Y, como a mí nunca me habían llamado de usted más que en el colegio y mamá cuando se enfadaba, me esponjé llena de emoción. Sí, sí; quería vestirme y bajar al jardín enseguida…

Pero Aurora se opuso a esto. Lo primero era lavarme y peinarme y luego ya tendría tiempo de todo.

Esto me hizo comprender que a pesar del respetuoso tratamiento había adelantado muy poco en el camino de mi libertad. Así como Aurora lo decidió se hizo, y en el cuarto de baño, todo blanco y niquelado, fui concienzudamente restregada con agua fría, porque, según me explicó, era muy temprano y la cocinera aún no había encendido la lumbre.

Siempre de la mano, Aurora y yo bajamos al jardín que rodeaba la casa. Ya había salido el sol, y el perfume de las rosas, de las madreselvas y los heliotropos se dieron los buenos días en mi corazón… ¡Oh, qué bien olía! Las aletas de mi nariz debían moverse como alas de mariposas…

—¿Quiere usted que vayamos a ver al tigre?

¡El tigre! Dije que sí, dispuesta a recibir en aquel día la iniciación maravillosa de los misterios del parque… del bosque, decía yo para mí, recordando el que cruzó la princesa… Y con leve escalofrío de miedo, y confianza en la mano que me guiaba, me dejé llevar por paseos de aligustre, caminos de rosales, escaleras que llevaban a cenadores cubiertos de madreselvas o hacia estanques donde se miraba el cielo y, luego de dejar atrás el jardín enarenado y recortado, caminamos por praderas verdes hasta una gran plazoleta… Allí había casas con rejas gordas de arriba abajo como yo había visto en el Retiro de Madrid… y dentro se movían sombras confusas…

—Los jabalíes –dijo Aurora–. El tigre está en la última…

Nunca me había hablado mamá de que en el parque de tía Teresa existieran estos animales… y, sin embargo, yo lo encontraba tan extraordinario que no lo olvidaría nunca.

—Antes había un león –decía Aurora–, pero era tan viejo que se murió este invierno del reuma… Lo mismo le va a pasar al lobo.

Tuve una gran decepción al saber que aquel perro flaco que ocupaba la jaula inmediata al tigre era un lobo… ¡Un lobo como el que se comió a Caperucita!

El tigre era enorme. Se levantó del suelo donde dormía y abrió una boca terrible, bostezando… Luego se puso a buscar la puerta por todas las paredes… y no se cansaba de buscarla aunque daba vueltas y vueltas… Yo quise saber si no se había escapado nunca…

Aurora no me hacía caso. Sin soltarme de la mano miraba preocupada entre los árboles y me asusté mucho. ¿Habría algún tigre suelto?

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa, Aurora?

—Nada… Es que esas están cogiendo la fresa para el desayuno… Otros días las ayudaba yo… pero como tengo que cuidar de usted…

Comprendí que prefería coger fresa con esas a estar conmigo, y dije que yo también quería cogerla… Al acercarnos oíamos reír y charlar, y cuando salimos de la plaza y bajamos por entre los árboles a la orilla de un arroyo, vimos tres mujeres y un chico inclinados hacia el suelo.

—¿Habéis cogido mucha? –preguntó Aurora–. Yo… ya veis, con lo que me ha caído ahora no puedo hacer nada…

Las otras se levantaron a mirarme y aunque no hablaban muy claro entendí que se referían a la venida de mamá y mía a la casa, y que los huéspedes les hacían muy poca gracia.

—Los veranos, ya se sabe… –dijo la más gorda– y mientras sea solo esto… El año pasado nos juntamos cuarenta… ¡Naa! ¡El hotel continental!

—¡Chitss! –dijo Aurora señalándome–, que los chicos lo cuentan todo…

Fue un pequeño desengaño. Aquellas criadas iban mejor vestidas que Casiana, eran más guapas y más limpias, pero en el fondo iguales. En los días que siguieron a este comprobé que eran peores aún.

Dejé de atenderlas porque el chico que cogía fresa con ellas me preguntó que de dónde era y que cómo me llamaba… Él se llamaba Mateo… y tenía más de doscientos grillos.

—¿Dónde?

—En mi cuarto. Ya te los enseñaré…

Luego me preguntó que si había visto al tigre… Se llamaba Caifás, y el lobo, Solimán, y era de lo más malo… Ahora iban a traer otro y para cazarlo tenía su tío Felipe puesta una trampa en el monte… ¡Ese sí que iba a ser un buen lobo!

—¿Y cómo sabes si es bueno si no lo han cogido todavía?

Mateo me consideró despreciativamente al comprender mi ignorancia. El lobo ya había sido visto por todos los pastores, y era grande y muy oscuro –… con un hocico así– decía el chico abriendo los brazos.

Ya no volví a hacerle más preguntas y escuché religiosamente sus explicaciones zoológicas que me gustaron mucho. Aurora, cogiendo fresa y charlando con las otras, no se ocupaba ya de mí, lo que contribuía no poco al estado feliz en que me hallaba, y pude alejarme con Mateo y ver otra vez, ahora concienzudamente, al tigre y al lobo, que según me dijo tenía reuma.

Pero lo que le interesaba al chico eran sus grillos. ¿Tenía yo una caja de tabaco por un casual? ¿No? Pues era una lástima, porque él solo tenía una y ya casi no le cabían los grillos…

Mateo era el hijo de la cocinera y con el tiempo sería cura, porque la señora le pagaba los estudios, y entonces iba a ser como el padre Sinforiano… ¿No conocía yo al padre Sinforiano? Pues tenía muchísimas mariposas clavadas con alfileres en una tabla.

—¿Vivas?

No, ya se habían muerto… Las mariposas no le gustaban mucho a Mateo… ni la fresa tampoco… ¡Si fueran los agraces! ¿Me gustaban a mí los agraces? Él sabía un sitio donde había muchos… y también manzanas silvestres… Estaban ásperas y muy ácidas… ¡más ricas!

Y nos íbamos alejando tanto de las criadas que comencé a inquietarme.

—¿No te pierdes nunca por aquí?

—¿Yo? Si me lo sé todo de memoria…

Esto me tranquilizó mucho, sobre todo cuando supe que no había tigres sueltos, ni jabalíes, ni siquiera lobos… Lo que sí había, pero no tan cerca del palacio sino media legua más allá, donde el parque se metía en el monte, eran corzos y algunos ciervos… Mateo los había visto cuando iba a cazar grillos, que para eso era una especialidad y no había chico que cogiera tantos…

Además conocía todos los pájaros por la manera de piar… aquel que ahora se oía era un vencejo… Los vencejos no tienen patas y si se caen al suelo ya no pueden volar… Mientras decía esto tiraba piedras a un árbol, en lo que conocí que era bastante bruto.

—Es que hay un nido allí –me dijo.

—Pero si tiras el nido se matarán los pajaritos…

No me hacía caso y seguía tirando piedras… ¡Qué chico! Me iba a descalabrar si me descuidaba… Me alejé un poco de él y percibí la claridad del sol en un espacio libre entre los árboles… Era una plaza con una estatua y un estanque en medio… Caía el agua desde una concha de piedra que tenía la mujer desnuda en la mano hasta el pilón donde los pájaros bebían…

De pronto salieron volando y yo levanté los ojos… y me quedé tan asombrada, que el corazón debió pararse un instante… Por un paseo que había al otro lado de la plaza venía una princesa vestida de blanco con el pelo en rizos sobre la espalda y leyendo un libro.

Mateo, que había dejado su bárbara ocupación, me puso una mano en el hombro y di un grito.

—¡No te asustas tú poco!

—Mira –le dije, mostrándole a la blanca princesa que también nos miraba.

—Es la señorita Dulce Nombre… Ha venido anteayer del colegio de Vergara… Vámonos, anda, que ya nos ha visto…

¡¡No!!, yo no quería irme. Una vergüenza incoercible me detenía a la sombra de los árboles y un deseo atroz, imposible de contener, me obligaba a mirarla…

—Pues yo me voy –dijo Mateo–, si tú te quieres quedar…

La blanca señorita había venido a sentarse en el borde del estanque y desde allí me hacía señas de que me acercara.

—Ven, querida, ven…

Tímida y lentamente me aproximé… No era una princesa pero casi lo parecía con su cabello negro dividido en bandós, que una raya, como un cordón de seda blanco, separaba… Más cerca, vi que tenía los ojos verdes en la sombra oscura de las pestañas…

—¿Eres María Luisa? Anoche no te vi porque te acostaste enseguida… ¿Sabes que somos primas? ¿Lo sabías?

—No, señora…

—Llámame de tú… Me llamo Dulce Nombre. Qué raro, ¿verdad? Fue capricho de mamá Teresa… ¿No dices nada?

Era casi una niña, y sus ojos, su voz y sus manos que retenían las mías me inspiraban confianza.

—¿Cómo te llamas? –le pregunté perpleja.

—Dulce Nombre, ya te lo he dicho…

—Te llamas de otro modo y no lo quieres decir… –me atreví a insinuar.

Mi prima rió con risa cristalina.

—¡Qué idea! Y ¿por qué me lo iba a callar, preciosa? Pero… tienes razón, y muchas veces se me ha ocurrido a mí… Esto no es un nombre sino el adjetivo de un nombre que los demás deben adivinar y del que yo guardo el secreto… Yo también quisiera saber cuál era el nombre dulce pero no lo sé… ¿Lo sabes tú?

Pensé que pudiera ser Elisa, pero no me atreví a decirlo.

Dulce Nombre me llevó de la mano a un parterre y paseando entre los mirtos recortados me preguntó a qué colegio iba, qué hermanos tenía, si había hecho la primera comunión… Ella había estado en el colegio de Vergara desde los ocho años, ahora tenía dieciséis y es posible que ya no volviera al colegio.

—¿Sabes todo? –pregunté, y luego me dio vergüenza.

—¡No! –dijo riendo–, pero papá se ha ido a América y tal vez me llame con él… ¡Como mamá se murió hace dos años!

Todo en mi prima era de un mundo distinto del mío, y yo la contemplaba admirada y estremecida… ¿Cómo era aquel colegio donde había vivido tantos años? ¿Se iría sola a cruzar el mar en busca de su padre?

Del colegio me habló mucho. También había un parque aunque no tan grande como este, y la capilla era preciosa… ¿Había yo visto el jardín y la pérgola de los rosales? Como este jardín y este parque había pocos en España… ¿Qué era lo que más me había gustado?

Dulce Nombre también tenía la manía de preguntar impresiones, lo más difícil para mí que nunca podía concretar en palabras la exaltación que los ruidos y los perfumes del campo producían en mi alma nueva, apenas desprendida aún del regazo divino de la Madre Naturaleza.

—¿Has visto las jaulas de las fieras? ¿Y el estanque de los cisnes? ¿Sí? ¿Y las pajareras? ¿Y el sendero de las rosas de Francia que ahora están en flor? Ya te he visto con Mateo… No habrá dejado de enseñarte algún nido, ¿verdad? Di, ¿qué es lo que más te ha gustado?

—¡¡Tú!! –dije, y toda la sangre me acudió a las mejillas.

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