¿Truco o trato?
El día que Jero y Teo Carreño le pasaron propuestas de edificios emblemáticos, Leo no lo dudó ni un segundo: el Reina Sofía, a metros de la Castellana, era el sitio ideal.
Dentro del museo la mejor opción era el Auditorio 400 del edificio Jean Nouvel, un espacio todo cristal y aluminio con forma de hongo: el continente ideal para un contenido tan kitsch.
Kodama hubiera dicho que sí con los ojos cerrados.
A las diez de la mañana la sala estaba hasta la bandera. Las cuatrocientas butacas se habían quedado cortas y decenas de personas se amontonaban en la entrada para seguir el acto por videowall.
Una peluquera le daba los últimos retoques a Draguta en su camerino. Leo y Jero habían tuneado a la diva con un vestido Marilyn verde jaspeado; por encima, un chal cerúleo y unos guantes negros hasta los codos, aire Desayuno en Tiffany´s. La maquilladora le había perfilado unas pestañas que le daban un toque fashion a juego con los coloretes de las mejillas. Parecía una viuda rica de buen pasar.
Leo la observaba en silencio. Desde la primera vez que la había visto, disfrazada de campesina esteparia, parecía otra persona. Cuando Draguta lo vio reflejado en el espejo, se giró y le sonrío con los pocos dientes sanos que tenía.
—No smile, please, no smile —le dijo Leo tapándose la boca con la mano.
—¿Mmm?
Jero y Teo Carreño repartieron a cuatro manos el dossier con la entrevista de Time. Clovis atendía como podía a los casi veinte corresponsales extranjeros.
Cinco minutos antes de la hora, Leo se coló entre las bambalinas del salón. Corrió el telón y ojeó el panorama: por todos lados montones de cámaras, trípodes y micros.
Al fondo vio a varios colegas de Bellas Artes y a las secretarias que le habían ayudado a anunciar al mundo la Buena Nueva.
Miró el reloj. La hora.
Entró a su camerino y revisó algunas notas.
De repente se abrió la puerta y entró Trespalacios como un ciclón; estaba hecho un pincel, de Príncipe de Gales y corbata verde impecable.
Dio un portazo y lo taladró con la mirada.
—¿Dónde crees que vas con todo esto?
Leo bajó la vista y se puso a atarse los cordones de los zapatos. Al ver que no le respondía, a Trespalacios se le hinchó la yugular.
—¿Se puede saber qué coño haces?
Leo se encogió de hombros y sonrió.
—Arnaldo, ¿yo te he pedido pasta para todo esto?
—Mira…
—No, mira tú: no tengo que darte explicaciones de nada, ¿vale?
El león se sentó en una silla de plástico que abombó sus patas. Estaba furioso.
—Mira Leo.
—¿Leo? ¡Uyuyuyyyy!
—¿Quéé?
—Hacía meses que nadie me llamaba Leo. Ahora resulta que soy… ni más ni menos que ¡Leopoldo Pemán!
—Sí, tú ríete.
—¡Y todo el mundo pensando que era Yaago!
—Pues no parece que te haya ido nada mal, ¿eh?, pero ¿sabes qué?, todo lo bueno se acaba, y esto comprenderás que no iba a durar toda la vida.
—¿Esto qué?
—Esto todo: esto —dijo haciendo un círculo con el dedo—. ¿Sabes lo que me costaría salir ahí y dejar que te destrozasen vivo? Sólo tengo que contarles la verdad.
—¿La verdad?
—Que todo esto es mentira, querido.
—¿Qué es mentira?
—¿Quéééé? Todo. Toodo —dijo estirando los brazos—. Esa vieja es mentira, la sarta de bobadas que colgaste en Internet es mentira… esos cuadros son mentira. ¡Toodo es mentira!
—Vaya.
Trespalacios miró el reloj. Afuera se oía un rumor de voces. La asistente de Draguta llamó a la puerta con los nudillos y dijo que estaba lista.
—O sea que ahora resulta que soy un vendedor de aire —sonrió Leo.
—Un timo como no he visto jamás.
Habló de putas “La Tacones”.
Leo se incorporó y se miró al espejo de arriba abajo. Parecía un lord.
—Y dime, Arnaldo —dijo sin mirarle ajustándose la corbata—, sacarle diez millones a un tipo por un tiburón disecado o por una vaca en formol metida en un piano, eso... ¿es verdad o es mentira?
—No es lo mismo.
—¿Qué diferencia hay, don catedrático? ¡Ilústreme!
Trespalacios carraspeó.
—Esas obras son originales.
—Kodama también.
—¡Kodama Demondé no existe, joder!
—¿No?
—Noo, ¡y esa analfabeta no es hija de ningún pintor!
—Ella dice que sí.
—Esa diría lo que fuera con tal de comer caliente.
—Pregúntale y verás —sugirió.
—¡Pero si no sabe hablar! ¡Es sordomuda o yo qué sé!, ¿qué leches quieres que le pregunte, a ver?
—No sé, tú eres el que quiere hablar con ella.
Trespalacios se levantó y se atusó el pelo con la mano.
—Y esa payasada del nadismo, ¡joder, estás loco!
Leo le sonrió a través del espejo.
—O sea que ahora resulta que si alguien paga cincuenta kilos por un Kodama, es un timo.
—¡Sííí!
—¿Y por qué no detienen a Hirst, eeeh? Hace nada estábamos tú y yo hablando maravillas de ¡Blumenthal!, ¿te acuerdas? —dijo abriendo los brazos—. Estos cuadros no deberían ser contemplados, deberían ser ES-CU-CHAA-DOS. ¿Te acuerdas?
Jero tocó a la puerta y asomó la cabeza.
—Están esperando.
Leo se llevó el índice a la boca y lo mandó salir. Trespalacios se relamió el labio superior.
—Mira, Leo, si sales ahí eres hombre muerto —amenazó entornando la cabeza hacia la puerta—. Te van a despedazar, tal vez hoy no, pero mañana o pasado sí. ¿Cuánto tiempo crees que vas a poder sostener todo este circo?
Leo se miró al espejo otra vez. Se vio guapo.
—Además, el imbécil de tu hermano ya está en Madrid. Está con Estefanía probando mi Panamera por la M–30.
—¿O sea que no encontró el Cofre del Tesoro? —rió Leo mordisqueándose una uña.
—Digamos que no.
—Por cierto, tu amigo Otamendi me dijo que quería hablar contigo… no sé qué de un Picasso falso que anda por ahí, el del rutilo.
—¿¡Quéé!?
—No te hagas el tonto, anda.
Trespalacios sonrió molesto y encajó el golpe como pudo.
—Eso es cosa de Yago.
—Ya, pero el que hizo los depósitos en Bahamas fuiste tú. ¿Qué juez no le va a creer si es tu testaferro?
Arnaldo se levantó y tragó aire.
—Te propongo un trato —dijo Leo.
El dandy se sentó de nuevo, desencajado.
—Los dos sabemos que ahora mismo Kodama puede venderse bien —sonrió Leo— y sobre todo, ¡pronto! Mínimo treinta millones cada uno. ¿Me equivoco?
—¿Qué?
—Veinte cuadros, pongamos a treinta kilos, son seiscientos millones, puede que más.
—Mira Leo.
—Mira tú —dijo echándole el humo a la cara del cigarrillo que acababa de encender—, te doy la razón en que no puedo mantener este circo mucho tiempo.
—¡No te quepa duda!
—Pero tú sí.
—¿¡Yoo!?
—Bueno, sólo hasta que vendas los cuadros.
Leo le guiñó un ojo
—¿Conoces a los de Cuatrecasas?
—Desde hace treinta años.
—Consigue que mi hermano renuncie al cuadro que nos dejó mi padre.
—¿A cambio de qué?, ¿de comprar mi silencio con Kodama?, ¿de ser tu cómplice en toda esta payasada? ¡Tú estás loco!
—A cambio de tu silencio sobre Kodama no. ¡A CAMBIO DE KODAMA, joder!
—¿Quééé?
—Arnaldo, los dos sabemos que estoy acorralado. Vamos a medias si quieres. Los veinte lienzos, perdón, los diecinueve, por esa firma y por que salgas conmigo y me ayudes a explicarle al mundo que ha nacido una estrella. No es la primera vez que lo haces.
Trespalacios lo miró de arriba a abajo.
—¿Y la vieja?
—La vieja es una tumba: sordomuda y con porfiria fotosensible, alergia a la luz, además, habla istriorumano: con suerte debe haber cien personas en el mundo que la entiendan, y de las cien, noventa deben de estar en un asilo.
Trespalacios calculó la jugada: a estas alturas el retrato de Hitler empezaba a parecerle un unicornio blanco: después de toda la vida buscándolo, tal vez había llegado el momento de tirar la toalla. Además, si nadie se había ocupado de mantenerlo, es probable que no quedara ni el bastidor.
—¡Trato hecho!