El tout Madrid

 

 

Leo regateó con el taxista todo lo que pudo pero el muy dominicano se empeñaba en cobrarle lo que marcaba el taxímetro. Pagó a regañadientes y se bajó frente al palacete de los Condes de Marlasca, un edificio del XIX con un aparatoso zaguán con verjas de forja.

Cuando entró al ambigú le acarició la cara una andanada de aire caliente. En el centro del patio, un piano Steinway con una vaca disecada entre las cuerdas. A un lado un collage de chancletas perpetrado por Yoko Ono. Al fondo varios corrillos charlaban entre risotadas y palmaditas en la espalda.

El tout Madrid.

Se fijó en un cartel que anunciaba Esperando a Tom, al que se describía como el último grito de ARCO: una habitación abierta pintada de blanco con un semicírculo negro en el zócalo de la pared del fondo: la entrada a la casa del ratoncito. En una discreta cartela lateral, el precio: 100.000 euros.

Ta.

Con un giro de muñeca saludó a los coolhunters, Leo y Clovis, los dos de frac con el brazalete de DiezdeDiez. Desde un balcón del entresuelo Teo dirigía con su walkie un ejército de camareros que correteaban por todos lados.

En el lounge un corrillo de invitados escuchaba con atención las explicaciones de un waterman albino: les contaba las virtudes del ozono patagónico y los efectos sedantes del agua del Fujiyama envasada al cedro.

A lo lejos vio a Estefanía Goiricelaya del ganchete de Trespalacios luciendo tipo con un vaporoso traje de cola con la espalda desnuda. Era más alta de lo que pensaba.

Una mujeresa subida a dos piernas.

Sintió un puntazo en la vejiga y echó una ojeada en busca de algún aliviadero.

Al ver aquel ejército de triunfadores, con sus pajaritas y sus risotadas, recordó con tristeza su vida en el faro. Tantos años de soledad habían hecho de él un monje atlántico y ahora, en aquel mar de calvas bravas, era figurante de un chotis que le venía grande por todos lados.

Como salido de la nada, Trespalacios se le acercó con la mejor de sus sonrisas.

—¡Queridooo! ¡Menudo susto esta mañana! —rio con una copa de champán en la mano—. Pensé que te habías vuelto loco.

Leo sonrió tímido.

—Suances me tenía frito.

—¡Pero menudo shooow! Jajaja.

El dandy lo tomó del brazo y lo arrastró hasta a un grupo de sesentonas que reían divertidísimas. Llevaban vestidos chillones con floripondios en las solapas y un Potosí en joyas.

—Queridas… os robo un segundo… —dijo poniéndolo en el centro—, nuestro Yago… ¡Ca–te–drá–ti–co de Arteee de la Complutenseeee!

El coro de cacatúas batió las alas y le cayeron parabienes y besos de grasa y carmín por todos lados.

Por su aspecto Leo supuso que serían Las Tres Gracias de las que había leído en los mails: Pitita Cabárceno, Malola MacMahón y Currusca Ridruejo, un trío de latifundistas en cuyas fincas sus maridos cazaban con las mejores escopetas de España. El año pasado, asesoradas por Trespalacios, habían comprado más de tres millones en la Galería de Arte Puello. Cada una.

La conversación fluyó divertida durante un rato. Leo las hizo reír varias veces y a los dos minutos estaba seguro de haberse granjeado el afecto de unas matriarcas que a esas alturas —imaginó—, ya debían de considerarlo el yerno ideal.

Sonrío al darse cuenta del encanto que irradiaba.

Aprovechó un estallido de risotadas para dar media vuelta y buscar un sitio dónde echar una aguadilla. Mientras se dirigía al fondo cruzó una mirada con Edurne Capelastegui, que le sonrió. Llevaba un vestido negro y un collar de perlas en su cuello de cisne.

Y por la mañana parecía una churrera…

La vasca se le acercó moviendo sus caderas con aire felino.

—¡Yagoooo! Muchas felicidades —arrancó dándole un abracito discreto y femenino.

—Pues sí...

—Pero oyeeee… ¡menuda escenita! Casi nos matas del susto: pe-lu-queee-ra… yo dije, “éste se ha vuelto loco”.

—Ya le dije a Arnaldo que era medio arriesgado, pero él dale con que quería caña y... eso —resopló encogiéndose de hombros.

A lo lejos les saludó Clovis, disfrazado de inglés para la ocasión.

—Y gracias por la aclaración de los mails, ¿eh?

—Es lo menos… —dijo tendiéndole una copa de Möet que le acercó un camarero.

—Cuando leí lo de la halitosis pensé ¡este tío está maaaal! —rio divertida—, y lo del Suances, ¡qué ramplón!, ¿no?

Leo vació la copa de un trago.

—Ramplón no, lo siguiente.

—A todo esto querido, ¿cuándo subes por Bilbao? —dijo chocando su copa con la de Leo—… Blumenthal es mucho Blumenthal.

—¿Verdad?

—  ¡Y tengo siete piezas más!

—¡Nooo!

—Sííí —rio—, dice Clovis que en Duncan están con Blumenthal a muerte.

—Lógico.

—Y después de que Saatchi comprase el tiburón disecado de Hirst, ¿quéé, eeeh? —dijo ella poniendo los ojos en blanco.

—Saatchi es mucho Saatchi.

Leo dejó su copa en una coqueta, tomó otras dos de un camarero que pasaba y le ofreció una. Edurne se le acercó y le susurró al oído.

—Hace cinco años le dices a alguien que el tiburón se vende en diez millones y piensan que estás loco.

Esta tía quiere guerra.

—Como poco.

Brindaron de nuevo y Leo se metió el champán de un trago.

—Antes me habló Clovis de lo otro —dijo Edurne guiñándole un ojo.

—¿Lo otro?

—El molde de la cabeza de Hirst con cinco litros de su sangre congelada —sonrió mordiéndose el carmín de los labios.

—Un crack el Jirs, ¿eh?

—Dicen que Gulbenkian lo compró por trece mil libras y lo vendió en dos millones.

—  No da puntada sin hilo.

De repente se apagaron los focos y un juego de luces sincronizado con un mix de Camarón y Ami Winnehouse empezó a sonar por todos lados.

 

They tried to make me go to rehab

Ay triqui traun

But I said no, no, nooo

 

Teo Carreño, subido a una tarima llena de cables y tocatas, agitaba el brazo al ritmo de la música: algunas señoras desafiaban la ley de la gravedad moviendo los hombros al ritmo del dj residente.

Leo aprovechó que pasaba un camarero y se agenció un vaso corto con dos hielos. Olfateó el Chivas 12, le guiñó un ojo a la bilbaína y le metió noventa grados.

—¡Gora Euskadi Askatarruta!

 

 

 

La música se desvaneció y Trespalacios apareció sobre el escenario entre un mar de aplausos. Dio dos toquecitos al micrófono y las luces se apagaron hasta dejar todo en penumbra.

Sonó Pompa y Circunstancias de Elgar.

El Reiki de Mozart.

Ante doscientos invitados boquiabiertos, un pesado telón granate comenzó a subir y aparecieron dos Prosegur flanqueando un cuadro sobre un trípode. Clovis y Trespalacios tiraron cada uno de una esquina y descubrieron la tela que cubría… Sinfonía al Infinito.

Oooooohhh

Oooohh

Oohh.

Algunos se llevaron las manos a la cabeza y el resto se miraban unos a otros con cara de nopuedeseeer.

Sinfonía era un lienzo blanco de tres metros por uno con un brochazo negro por la mitad. Tal como rezaba el folleto, por si alguno no lo pillaba, con aquel simple trazo Blumenthal había pretendido plasmar la finitud del ser humano.

Para mí que lo consiguió.

 

Oooooohhh

Oooohh

Oohh.

 

En segundo plano, difuminada entre las sombras del telón, El Tañedor del Laúd, de Caravaggio.

Arnaldo contempló a la multitud, dio un toque al micrófono y sonrío.

—Queridos tooooodos, damas, caballeros… —dijo pasando la vista por la estancia—… me siento especialmente feliz de veros a todos ante… —miró al cuadro—… Sinfonía al Infinito.

 

Oooooohhh

Oooohh

Oohh.

 

Se desabrochó el botón de la chaqueta y abrió sus brazos con gesto pontífice.

—Hemos esperado mucho para tener con nosotros a Blumenthal, pero hoy… ¡el sueño se ha hecho realidad!

Una granizada de aplausos retumbó en la sala.

Ahora saltan todos haciendo la ola.

—Y oooojoooo, oooojo… que esto no es más que un aperitivo, ¿eeeh?... en una semana tendremos nada más ni nada menos que aaaa…

¿A quién?

—aaaaaa…

 

Oooooohhh

Oooohh

Oohh.

 

—Aaaal mismísimo Hirst, a Jeff  Koons… yyy…aaa… ¡Arcadííí Puigcorbéééé!

 

Oooooohhh

Oooohh

Oohh.

 

El ruido de los aplausos era ensordecedor. Trespalacios se dobló varias veces como un tenor después de un aria.

—Gracias queridos… —volvió a inclinarse— gracias de verdad… y bueno, además de daros las gracias a todos… y por supuesto felicitar a DiezdeDiez por este ambientazo…

Aplausos y más aplausos.

—Gracias de nuevo por estar aquííí… gracias Clovis queriiido —dijo con el pulgar hacia arriba—… yyyyy… yyyy… ¡atención!... gracias especialmente a un colega muy querido, a una persona muy especial… YAAAAGOOOO PEMÁÁÁN

¡La puta que lo parió!

—Que por–si–no–lo–saben… —dijo cadencioso— es catedrático de Arte de la Complutense desde esta misma mañana…

Aplausos, aplausos y más aplausos.

—... y al que pido porfavor porfavor, —sonrió guiñándole un ojo—, ¡que suba al estrado a decirnos unas palabras!

Me cago en la Campana de Gauss.

El auditorio rompió a graznar y su cerebro sufrió un cortocircuito que le impidió enviar una señal a sus piernas para moverse.

Como no se movía, Edurne lo tomó de la mano y lo arrastró hasta el estrado en medio de una multitud que le daba palmaditas al pasar.

Las luces se apagaron y un foco lo encerró en una jaula de luz.

Trespalacios se retiró a un segundo plano y se hizo el silencio. Todas las miradas se concentraron en él. Estefanía Goiricelaya puso la palma sobre sus labios y le mandó un beso que lo desconcentró. Edurne le sonrió con todos los dientes.

Leo dejó su copa en la bandeja que le ofreció un camarero y  dio un toctoc al micro.

—Uno dos, uno dos, ¿me se oye? Cambio.

 

Jajajajajajaja

Jajajajaja

Jajaja

 

Cuando pararon las risas, de los nervios sintió unas ganas tremendas de echarse un pedo.

Aguanta.

—Eeehhh… buenooo.

Aplausos.

—Gracias, gracias, digo que… eeeeh… a ver…

¡Joder joder joder!

—No sé a ustedes… pero si tengo que ser sincero… —dijo mirando el cuadro—… Blumenthal me llega tan dentro que me conmueve. Lo contemplo —volvió a mirarlo— yyyy… no sé… esss… esa sensación rara de que el tiempo se detiene ante nosotros, no sé si os pasa…

Miró al fondo sin fijar la vista en nadie.

—Está claro que Blumenthal essssss… un antes y un después… —de qué ya es otra cosa—… basta ese trazo desnudo ¿verdad?... para darse cuenta de que habla sin palabras. Por eso… —bajó la cabeza—… y esto es algo mío, ¿eh?... a veces pienso que cuadros como este no deberían ser contemplados, ¡deberían ser ES-CU-CHA-DOS!

Silencio absoluto.

—Ante algo… tan… tan sublime, uno tiene que cerrar los ojos —comprobó con horror como algunos los cerraban—… y...

Cerró los ojos y contó hasta diez. Los entreabrió y vio que muchos aún los tenían cerrados. La flatulencia se asomó de nuevo.

Aguaaanta.

—Verán… —tomó aire mirando al cuadro—… esa simple línea, eseeee, ese segundo de eternidad… representa nuestra pequeñez frente al universo… —metió el vientre para adentro—… esa simple línea podríamos ser usted y yo… ese trazo… pfrrrrrrrrr... tiene alma… y ¡ojo!, si pudo ser plasmada es porque el gran Blumenthal... pfr... —se puso rojo—, maestro de maestros... pfffreteté… supo captarla con un simple trazo… aaah.

Sacó un pañuelo, se sonó y el desholline retumbó en toda la sala.

—La emoción, perdón.

Risas y aplausos.

—No quiero extenderme… pero verán: muchos de ustedes seguro que piensan que el problema del arte contemporáneo es que es feo, antiestético —dijo mirando al fondo—… y ¿saben qué? No les falta razón… por eso podemos pasarnos cinco horas mirando Las Meninas pero no aguantamos dos segundos frente a la última payasada de un memo.

El auditorio se comía sus palabras, extasiado. Sonrió y enroscó el micrófono al soporte.

—Por eso mismo Blumenthal está hoy aquí… ahora… —sonrió—, para marcarnos el camino… ¿qué camino?... para demostrarnos que lo contemporáneo no está reñido con lo excelso… que lo simple también puede ser bello.

Aplausos tímidos.

—Bueno, eso esss todo… —sonrió—, muchas gracias deverdá deverdá… y ojoooo….

Más aplausos.

—Jamás cometan el error… —dijo alzando el índice—... de olvidar que la verdad nos hace libres… pero la belleza, felices.

 

Oooooohhh

Oooohh

Oohh.

 

Sonrió y saludó inclinando el tronco. Cuando iba a bajar por las escalerillas del estrado, se acercó al micrófono de nuevo y gritó.

—¡Dios Salve a Blumenthaaal!

La sala entera aplaudió a rabiar.

—¡Bravo!

—¡Bravo!

—¡BRAAAAVOOO!

 

 

 

A un chasquido de Jero, estalló otra vez Pompa y Circunstancias. La tormenta de aplausos retumbó entrecortada por ¡Vivas! y gritos de ¡to-re-ro… to-reee-ro!

La algarabía debía de oírse en Somosaguas.

Al bajar el último peldaño otro gas amenazó con arruinarle la magia del momento; tragó aire y encogió la barriga. Trespalacios se le acercó y se fundió con él en un abrazo paternal.

—Hacía tiempo que no oía algo tan bonito.

—Ni yo.

Los aplausos duraron varios minutos más. Apartando una maraña de manos que le daban palmaditas, Leo cruzó un Mar Rojo de brazos que se abría a su paso hacia el mingitorio.

Cuando por fin lo encontró, cerró la cabina de un portazo, miró al techo y resopló aliviado mientras desaguaba.

—¡Dios salve a Bluuumethal! —dijo cerrando los ojos.

 

Trampa
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