Beep, beep, beep
Arnaldo Trespalacios pisó el acelerador de su nuevo Panamera. Notó como la espalda se le clavaba en el respaldo mientras su mujer repasaba la exquisitez del salpicadero. Desde que vio el primero supo que quería uno como aquél.
Estefanía Goiricelaya tenía clase hasta en el nombre. Acababa de cumplir los treinta y dos y era una galga de metro ochenta, a medio camino entre Lisbeth Salander y Kate Moss. Sus rasgos finos y su atrezo first class —de Maurice Lacroix a Manolo´s—, le daban una apariencia rutilante. Con su apariencia de barbie sofisticada era el blanco ideal de cualquier neandertal subido a un andamio.
A pesar de tener la mitad de años que su marido, y no tener más oficio que el de partenaire, estaba convencida de que aquél era su sitio en el mundo. Se lo había ganado por cuna y cama; si por ella fuera lo pondría en su tarjeta de visita.
Estefanía Goiricelaya.
Concubina.
Trespalacios acababa de llegar a Madrid en el primer vuelo de Coruña. Había estado a punto de estrellarse en la costa gallega, pero un golpe de suerte hizo que encallara en un bajío de arena; sólo tenía unas pequeñas raspaduras en los brazos.
Con la ilusión de un niño, nada más llegar se había pasado por el concesionario de Porsche para probar la máquina.
—La verdad, tira bien —dijo adelantando a un coche.
Al llegar al semáforo de Castellana y Goya observó el panel frontal: entre el navegador y los testigos parecía la cabina de un Jumbo. Frenó en los semáforos de la Glorieta de Emilio Castelar y se hinchó como un sapo al darse cuenta de que todos lo miraban. Hasta una chica que iba de paquete en una vespa les sacó una foto con su móvil.
Siguieron hasta Doctor Marañón y cuando el semáforo se puso en rojo un mendigo que vendía Kleenex se fue hacia ellos. Llevaba una camiseta del Che y tenía aspecto trasandino. Al darse cuenta de que tenía la ventanilla medio abierta, Estefanía comenzó a tocar todos los botones del reposabrazos.
—Ciérrame esto, ¡por Diossss!
Arnaldo pulsó un botón. El tipo miró la ventana pero sólo pudo ver su reflejo de sin papeles sobre el cristal oscuro.
Estefanía y el mendigo cruzaron sus miradas sin verse: ella lo observó echando el cuerpo hacia atrás, turbada por la cercanía de aquel ser que consideraba una subespecie, casi un homínido.
Al alejarse ninguno se dio cuenta de que le había guiñado un ojo a la chica de la vespa: acababa de incrustarles un rastreador con un sistema dual GSM y radiofrecuencia en VHF; el coche podía ser localizado con un barredor de frecuencias en cualquier lugar del mundo, por remoto que fuera.
Y Madrid era grande, pero no tanto.