La Torre de Caramelo
Siempre que venía a Coruña Leo se dejaba caer por el Macondo, una agradable esquina de San Andrés con oleaje a jazz de fondo. Se pidió un irlandés y se lo tomó paseando la mirada por los cuadros de pintores en ciernes que colgaban de las paredes.
Pegado a la cristalera vio cómo Padín se perdía calle abajo sorteando los charcos. El viejo había resultado un pozo sin fondo. El día anterior lo había llamado muy nervioso: tenía que enseñarle algo importantísimo.
A medida que hablaba se dio cuenta de que, efectivamente, aquello era importante: una foto de los años cincuenta de unos tipos de aspecto apolillado posando detrás de un caballete. El retrato seguía el patrón de Las Meninas: uno de espaldas y el resto mirando a cámara, el bastidor de un cuadro inmenso y varios figurantes posando en un juego de espejos.
—El que hace de Velázquez es tu abuelo, Cajatrancas.
Leo había tenido que acercar la lupa que había traído Padín para escudriñar las caras. Por los trajes y los peinados de posguerra, no quedaría ninguno vivo.
Los que ya no están, pero esperar a cenar.
Según le fue contado, todos habían tenido algo que ver con el cuadro: el hijo del Doctor Pérez Costales, el mecenas de los Picasso, Cajatrancas, su padre y hasta la mismísima Porcona, en una esquina.
La foto la había sacado Ernesto Trespalacios, un marchante que en aquella época era el director del Prado.
Al fondo se veían dos cuadros pequeños colgados de la pared, apenas dos puntitos: la Torre de Hércules que Picasso había pintado de niño y el retrato de un hombre con flequillo y un bigote cuadrado.
—Hitler.
Padín decía que si aparecía valdría una fortuna, pero a los que lo habían buscado no les había ido nada bien.
—Tu padre sobrevivió… pero el hijo de Costales apareció ahogado en Riazor el ocho de abril de 1956. Radio, cúbito y primera falange de la mano izquierda rotas.
Leo casi se atraganta.
—Los otros murieron el ocho de abril de 1961, 62 y 63… las mismas fracturas.
—Oiga…
—Trespalacios igual y el cadáver de tu abuelo lo sacaron en el 65 del puerto de Balarés, atado a un bloque de cemento.
Lo que más le sorprendió fue ver de cerca la cara de la Porcona: cuando acercó la lupa casi le pincha con su mirada siniestra.
— Era la amante de Cajatrancas y sabía lo del cuadro —apuntó el viejo.
—Si ni Trespalacios ni mi abuelo fueron los rompehuesos...
—Y los demás fueron muriendo poco a poco...
Afuera seguía lloviendo. Leo alzó la mirada y clavó la vista en las nubes, desconcertado. Se acordó de la broma de las luces y del día que le rompieron la cara. Aquel cuadro era especial, sí, el problema es que no tenía ni idea de por dónde empezar a buscarlo.
—Tu abuelo me dijo que las coordenadas del sitio donde lo escondió estaban detrás de la Torre de Caramelo.
—¿Detrás?
—Detrás.