El niño Picasso
La casa museo Picasso está en el número 14 de Payo Gómez, en Coruña. Es un segundo piso de un edificio señorial al que se entra por unas viejas escaleras de madera. Todo en su interior se conserva tal y como estaba en 1894. Los ambientes son amplios, los techos altos y el pasillo hace de distribuidor hacia las cinco habitaciones, en las que pueden verse las camas y utensilios de la época.
Cuando llegaron a Coruña los Picasso tuvieron como valedor al doctor Pérez Costales, un republicano efervescente amigo del señor Ruiz Blasco, padre del genio. Picasso contaría años más tarde que todos los jueves iba a comer a su casa; en agradecimiento el chico le garabateaba dibujos en las cajas de los puros que fumaba.
Aunque Picasso es uno de los pintores más estudiados, sus años coruñeses suman muy pocas líneas en sus biografías. Sin embargo, cuando llegó a Barcelona ya había incorporado todas las destrezas que desplegaría más tarde.
“A los doce años sabía dibujar como Rafael, pero necesité toda una vida para aprender a pintar como un niño”.
Con el tiempo él mismo se encargó de contar a sus amigos que había dejado en la ciudad cientos de dibujos y cuadros. Desde su exilio en Francia preguntaba con frecuencia si habían ido apareciendo.
Desde entonces recorre la ciudad una leyenda urbana: decenas de familias tienen un Picasso en el trastero y no lo saben.
Kiko Durán salió del portal de su casa de la Falperra, abrió el paraguas y comenzó a bajar las escaleras de la calle del Pozo. Torció en Juan Flórez, bajó por el Colegio Labaca y enfiló en dirección Riazor.
Como llovía con ganas apuró el paso esquivando los charcos. Se tomó una caña en el Manhattan y otra en la Dorna, con tapa de tortilla.
A las ocho en punto entró en el 14 de Payo Gómez, donde comenzaba el turno de noche como guarda jurado en la casa museo Picasso.
Al subir se cruzó con un visitante rezagado con un paraguas rojo y gafas de culo de vaso. Entró y se despidió de la funcionaria que terminaba el turno de día. Cerró la puerta y encendió una pequeña tele Sanyo.
Después de las noticias salió al balcón a fumarse un pitillo. En calle una procesión de paraguas chocaban entre sí. Se fijó en uno rojo que se detuvo frente a él: el que lo llevaba levantó la vista para mirarle y siguió andando.
Le pareció raro.
El trabajo de guarda no le resultaba especialmente motivador pues tan sólo tenía que estar de cuerpo presente, pero eran catorce pagas de novecientos euros, desayuno y cena incluidos, y en plena crisis no cualquiera cobraba por dormir.
Un año antes había probado suerte con una empresa de reformas, pero como a tantas otras el crack del ladrillo se la había llevado por delante. Después de su último trabajo, adecentar el faro de Corme, había montado una empresita de paint–ball. La inversión no era muy grande y al menos se lo pasaba mejor que subido a un andamio.
Cerró las puertas del balcón y recorrió las habitaciones en una inspección de rutina. Estaba apagando las luces del panel de control cuando sonó el telefonillo de la calle.
—¿Casa museo?
—Sí.
—¿Está Pablo?
Kiko leyó el rótulo de la entrada.
—Eeh… el museo abre martes, jueves y viernes, de seis a ocho.
—…
Abrió la ventana y salió al balcón. El tipo del paraguas rojo saludó con la mano y se perdió calle abajo entre un mar de agua.