Arnaldo Trespalacios, dandy
Arnaldo Trespalacios de Ysasi–Ysasmendi, 65, tenía aspecto de dandy. Su pelo lacio y entrecano y sus rasgos de patricio romano le daban un aire de tipo acostumbrado a ganar.
Trespalacios estaba en el apogeo de sus días e irradiaba aplomo hasta en el menor de sus gestos. En su presencia todos percibían estar delante de un hidalgo al que la vida había bendecido con dones a paladas.
A su condición de catedrático de Bellas Artes de la Complutense y asesor áulico del Prado y el Thyssen, sumaba más de cuarenta años como marchante de la jet madrileña. Su apellido lo dejaba claro: Tres–Palacios no era un cualquiera; su mercancía sólo estaba a tiro de diez o quince famiglias en toda España.
Sin ir más lejos, hacía tres meses había enviado a Londres un lote de Picassos y se los habían quitado de las manos: tres piezas que el genio había regalado a Lucía Bosé, la mujer del torero Luis Miguel Dominguín, después de pasar con ellos unas vacaciones en La Californie, Cannes. El dibujo de la asistenta, La Chumbera, se vendió en 310.000 dólares al tercer martillazo. El lote completo en 850.000.
Trespalacios era un purasangre hijo de campeones. Por parte de madre había heredado patrimonio para que cinco generaciones de Trespalacios pudiesen vivir sin dar palo al agua; en su casa el dinero no lo contaban, lo pesaban. Por parte de padre, el legado no era menos. Ernesto Trespalacios había sido director del Prado del 50 al 59, y como Arnaldo empezó a acompañarlo de joven en sus viajes por el mundo, su agenda era una eficaz telaraña de la que podía echar mano para lo que quisiera.
Por si fuera poco, había heredado de su mentor un irresistible atractivo en las distancias cortas. Sin embargo, le gustaba repetir que su mayor activo no era el dinero, sino el capital relacional: the old boys network, esa trama de amigos de siempre. Con los años había aprendido que los clubs no sólo sirven para abrir puertas o colocar hijos en puestos clave, sino que son cajas de resonancia donde el que tiene hace saber al resto de la manada precisamente eso, qué tiene y a qué precio.
Después de una vida como proveedor de antojos, había ganado mucho más dinero del que podía gastar razonablemente. Se merecía un buen descanso.
El primer capricho que se dio fue comprarse un velerito y dar la vuelta a España. Saldría de Irún, cruzaría el Estrecho de Gibraltar y terminaría en Figueras, el pueblo de Dalí.
Mientras bordeaba Galicia por la Costa de la Muerte contemplaba extasiado la vista: un manto de eucaliptos caía sobre los acantilados como un flequillo ribereño.
Como bon vivant que era se había pertrechado con todas las delicatessen que consiguió meter en el pañol de popa. Se jactaba de distinguir de lejos si el aroma de un Glenfiddich era de 12, 15 o de 18 años y aquella tarde se la había pasado probando su olfato con catas ciegas.
Siete aciertos de siete.
Sin advertir el tiempo cada vez más revuelto, en vez de escorarse hacia la costa y esquivar las ráfagas de quince nudos, puso rumbo oeste y se alejó hasta casi perderla de vista; quería una mejor perspectiva.
Sentado en la tumbona de cubierta miraba distraído la estela que dejaba; abotargado por el whisky y el bamboleo no advirtió las bandadas de gaviotas volando apresuradamente hacia la costa.
Cuando miró al cielo lo vio demasiado oscuro y le extrañó que el agua chocara contra el casco con tanta fuerza.
Alertado por la primera andanada que hizo crujir el mástil, llamó al 9063653 para conocer la previsión del Instituto Meteorológico Nacional. Su impericia le hizo olvidar que tenía que marcar el prefijo de la provincia de la que quería información. Cuando contactó con la estación costera por el canal de VHF se dio cuenta del lío en que se había metido.
Se fue a la cabina y se tranquilizó al ver todas las lucecitas parpadeando, como si ya fueran a encargarse ellas de sacarle de aquel embrollo. Le tranquilizó ver la consola del GPS Raychard, una pantallita que podía darle su posición con medio metro de error… pero lo que ningún cachivache podía hacer era quitarle la visión borrosa del single malt Glenfiddich.
Eran las nueve de la noche y la tormenta la tenía encima.
Notó un escalofrío al darse cuenta de que no estaba en una barquita a remos en el Retiro, sino en medio de una peligrosa mar gruesa en plena Costa de la Muerte.
Del susto casi se mea encima.