Picasso y el wolframio nazi
Leo no salía de su asombro con lo que le había contado Padín. Por Corme circulaban miles de historias sobre su abuelo, pero jamás habría imaginado que hubiera conocido a Franco, y mucho menos que a cambio de sacar wolframio de tapadillo le encomendase algo tan sorprendente como neutralizar a Picasso.
Por lo visto Cajatrancas tenía algo que el espionaje del régimen valoraba mucho: cero escrúpulos. En 1937, tras varios viajes a Barcelona para comprar maquinaria, consiguió infiltrarse en los círculos republicanos y llegar hasta un activista llamado Luis Sert. Tras ganarse su confianza a base de cenas y putas caras, se ofreció para financiar una expedición a Francia para pedirle a Picasso el mural del pabellón de la República en la Exposición Universal de París: el Gernica.
Tras la primera entrevista Cajatrancas dio esquinazo a Sert y al poco se plantó en el estudio del pintor, sólo que esta vez le acompañaban el comandante de la Gestapo en París, Erhardt, y el Rey del Wolframio, Johannes Wonenburger.
La situación del genio era delicada; en el París ocupado resultaba un elemento incómodo, así que el pacto fue sencillo: pinta y calla. Sólo tenía que dejar que algunos cuadros se cayeran del catálogo; los alemanes sabrían qué hacer con ellos.
—Entrevisté a docenas de personas que conocieron a Picasso en Coruña y Barcelona, y hay algo que siempre me llamó la atención.
—¿Qué?
—Los nazis nunca le tocaron un pelo, era comunista… ¿crees que les costaría mucho deshacerse de él?
—¿Compró su libertad?
—Digamos que la alquiló.
Un mes después los tres se dejaron caer por la galería de la rue de la Boétie, donde trabajaba el marchante judío de Picasso, Rosemberg.
En una esquina de la buhardilla descubrieron un cuadro que les llamó la atención: un rostro de rasgos angulosos, flequillo negro, bigote cuadrado y gesto rabioso. Estaba pintado con saña, como si hubieran querido pintar un perro rabioso. A primera vista recordaba al autorretrato de Picasso de 1907.
A pesar de tratarse de un material sensible, casi subversivo, los tres entendieron al instante que valdría una fortuna.
Cajatrancas trató de quedárselo por todos los medios, hasta ofreció un cargamento de wolframio entero, pero Wonenburger se negó en redondo. Desde aquel día dejaron de hablarse.
Las tornas se invirtieron al final de la guerra: con los rusos a las puertas de Berlín, el alemán se acordó de su antiguo socio; en una llamada desesperada le confesó que escaparía de Alemania en submarino, pero sólo tenía combustible para llegar a España.
El viejo Pemán le dijo que si algo le sobraba a él era gasóleo para dar la vuelta al mundo: sólo tenía que pasarse a repostar en Balarés.
El camino ya lo sabía y el precio… se lo podía imaginar.
En 1982 Padín había visitado al oficial del submarino, un tal Dietz, que vivía retirado en Bariloche, Argentina. Oyó de su propia voz cómo Cajatrancas había atado a Erhardt y a Wonenburger a un bloque de hormigón y los había tirado al mar.
—Lo peor es que tu abuelo no estaba sólo.
—¿No?
—Antes de subir al submarino, Dietz vio destellos al otro lado de la ría: en Morse. Lo único que recordaba era T–O–R–R–E. Como no hablaba español no entendió nada, pero le llamó tanto la atención que cuarenta años después aún recordaba aquellas letras.
—¿Torre? —preguntó Leo.
—¿Te suena de algo?
—Ni idea.