Radio, cúbito y primera falange
Uno no sabe lo que duele un hueso roto hasta que se rompe uno; es algo indescriptible, un malestar tan nauseabundo que te nubla la vista.
Leo miró su brazo y sintió una arcada al darse cuenta de que tenía una aguja en la vena del antebrazo. Se lamió los labios y notó el tacto de sangre reseca.
La noche anterior, al oír que llamaban a la puerta, había bajado las escaleras con un cuchillo en la mano. Se cansó de preguntar quién era y llamó a la Policía. La puerta se le vino encima y un gorila con pasamontañas se abalanzó sobre él. Tan sólo recordaba haberle dicho que no sabía cuando en medio de una somanta de palos le preguntaba una y otra vez ¿dónde está el cuadro?
Su último recuerdo fue un puño incrustado y un destello de estrellas. El resto se lo contó la enfermera porque la policía lo había encontrado en el suelo, inconsciente.
El doctor Antolín Hermida llevaba veinte años como traumatólogo del Canalejo de A Coruña. Como especialista en huesos rotos había visto todas las combinaciones de alcohol y libre albedrío, pero aquella noche no paraba de mirar y remirar las radiografías. Se llevó las manos a la sien y con un lápiz se rascó la cocorota. Cogió los dos juegos y se dirigió a la 312. O aquello era una broma o alguien había llegado demasiado lejos.
Saludó y se quedó de pie frente a sus pacientes: dos varones, un tal Leopoldo Pemán, 40, y Antonio Padín, un viejito de huesos frágiles.
—¿Son ustedes parientes?
Los dos negaron con la cabeza.
—¿De alguna secta… o así?
El doctor apoyó las radiografías sobre la ventana.
—Fracturas idénticas y simultáneas en dos pacientes desconexos: radio, cúbito y primera falange de la mano izquierda. ¿Esto es un ritual o qué?
Cuando salió los dos se miraron sorprendidos: efectivamente, era raro.
El viejo clavó la vista en el techo y suspiró. Tenía aspecto de abuelito feliz, con unas gafas de pasta negra que aumentaban sus ojos azules hasta hacerlos de un grande inverosímil.
—Padín, Antonio Padín —sonrió girando la cabeza—, historiador… especialista en Picasso.
—Leo Pemán, soy farero.
—¿De los Pemán de Corme?
El viejo enarcó las cejas y se sacó las gafas de culo de vaso.
—O sea que tú eres… el nieto de Cajatrancas.
Leo abrió la boca como para decir algo.
—¿Y tu padre, no…
El anciano cerró los ojos y suspiró.
—Mi padre desapareció hace veinte años. Yo trabajo en el faro y no tengo a nadie… bueno —corrigió—, un gemelo en Madrid, pero no cuenta. No hablamos desde lo de mi padre.
—Ya.
—Si quiere contarme algo que no sepa…
Padín limpió las gafas con la punta de la sábana.
—Esto no es casualidad, ¿sabes?
—¿No?
—Para nada.