Johannes Vermeer

 

 

Leo salió a la terraza y contempló la noche de Madrid; sólo quedaban unos pocos taxis moviéndose rápido por las calles vacías. Encendió un cigarrillo y contempló las luces de la gran ciudad. Al terminar se fue directo a su habitación.

Sobre la cama se encontró un sobre con unos folios grapados dentro.

¿Y esto?

En la portada, el enunciado de lo que parecía ser un ensayo:

Historia y Simbolismos en El Arte de la Pintura de Johannes Vermeer.

No sabía quién lo podía haber dejado allí.

El título lo enganchó: se metió en la cama y empezó a devorarlo. Le llamó la atención que en cuarenta y tres años Vermeer pintase treinta y tres cuadros y tuviese quince hijos.

Una brocha prolífica.

Antes de las dos se quedó dormido a tres líneas del final. Era de las pocas ventajas de tener un cerebro averiado: una memoria fotográfica para lo que le llamaba la atención. Y la vida de un cristiano que por cada dos cuadros tuvo un hijo, era de todo menos aburrida.

 

 

 

Nada más despertarse se fue a la cocina y se calzó un zumo de naranja con gotas de coñac. Miró el reloj: las nueve. Cuando iba a prepararse el segundo carajillo de Grannini sonó el telefonillo del portal.

—Baja.

Antes de que tuviera tiempo de preguntar quién era ya habían colgado.

Clin.

La noria madrileña empezaba a girar.

Se vistió al galope y salió a medio peinar. Mientras se acicalaba en el ascensor se dio cuenta de que llevaba el mismo vaquero desde que había llegado a Madrid. Cuando tuviera tiempo iría de compras por Serrano.

Al salir al rellano bajó la vista, masculló un osdías al portero y salió a la calle.

Le esperaba un Panamera con los intermitentes titilando. La ventanilla se bajó como por arte de magia y apareció Trespalacios en un traje gris con vetas crema y corbata canela. En la muñeca un Rolex de los de verdad.

—Yago querido, ¿cómo lo llevas?

Tutto sotto controlo —contestó mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.

—Olvídate del tribunal, ¿eh? Está todo arreglado.

Ajá.

Leo sonrió y miró al frente. No sabía exactamente qué es lo que estaba arreglado ni de qué tribunal le hablaba, pero si lo decía por algo sería. El Trespa exudaba seguridad por todos los poros. Le extrañó que siendo su jefe y llevando quince días desaparecido todo lo que tuviera que decirle fuera eso.

Trespalacios puso la radio y sonó Rod Stewart como si les cantara a la oreja.

First cut is the diiipesttt.

El tipo tamborileaba los dedos en el volante. Leo no sabía si hacer lo mismo o quedarse callado. A los diez minutos de embarazoso silencio el Panamera maniobró en el parking de Bellas Artes.

—Baja.

Antes de cerrar la puerta Trespalacios le guiñó un ojo.

—Mételes caña, ¿eh? ¡Caaña!

¿A quién?

Al rato se encontró en medio de una multitud de estudiantes arremolinados a la entrada del edificio. Mucho pirsin raro, mucho melenudo y algunas chicas con carpetas sobre el pecho como corazas de pudor.

Como no sabía bien qué hacer se puso a dar vueltas por la facultad. Con tanta mocedad por todos lados se dio cuenta de lo rápido que pasa el tiempo: tenía la sensación de que había terminado la facultad hacía nada… ¡y habían pasado veinte años! Cualquiera de aquellos ovejos podría ser su hijo.

Durante cinco minutos pasilleó sin rumbo, hasta que se unió a un grupito que punteaba con los dedos las notas en una vidriera. Se metió en medio y repasó los papeles pegados. Se detuvo en un folio con unos nombres familiares.

 

AVISO de Primera Convocatoria Concurso de Cátedra del Dpto. de Historia del Arte.

Hora: 09.30

Aspirantes: Yago Pemán Fandiño y Martín Suances de Echeverri.

Tribunal: Edurne Capelastegui, Universidad del País Vasco, Montserrat Sert, Universidad Autónoma de Barcelona, Yusuff Ben Amarí, Universidad de Sevilla, Ian Cavendish, catedrático emérito Universidad de Manchester y visiting profesor, Universidad de Granada.

Presidente del Tribunal: Arnaldo Trespalacios de Ysasi–Ysasmendi.

 

Recordó los mails del día que llegó a Madrid. Se había olvidado por completo.

 

 

 

La secretaria del departamento tendría treinta años y una pinta mitad gore mitad ninfa gótica. Cuando lo vio le sonrió y le señaló con la vista la salita en la que esperaban diez personas.

Leo tomó asiento y sonrió a todos. Se mascaba la tensión. Levantó la vista y clavó su mirada en el que parecía su rival, que le devolvió un saludo de cortesía. Junto a él, con la misma cara pero treinta años más viejo, su padre leía con atención un ejemplar de una revista que le sonó familiar: en la portada, un cormorán en pleno vuelo.

¡Coño!

Al minuto la secretaria lo llamó delante de todos y lo hizo entrar al aula donde esperaba el tribunal. Con un golpe de vista catalogó a sus examinadores: tres hombres maduros y dos mujeres en edad fértil. Todos lo observaban tras una mesa sobre la tarima, delante de un inmenso pizarrón verde oliva. Repasó sus caras y percibió que ninguno parecía mostrarle especial afecto. Edurne Capelastegui y Montserrat Sert le clavaron unas miradas con broca del siete. El inglés y un tipo de aspecto bereber lo saludaron fríamente.

Arnaldo Trespalacios, en pie, leyó el Acta de Constitución y le hizo un gesto para que sacara una bola del cesto de mimbre que le tendió Capelastegui. Leo sacó la bola y se la dio al Presidente, que miró el número y la devolvió al canasto. Con parsimonia, pasó las páginas del temario de la oposición.

—Número cincuenta y cuatro, cinco cuatro —dijo con voz solemne— Historia y Simbolismos en El Arte de la Pintura de Johannes Vermeer.

¡Coño, mira tú!

—Señor Pemán, tiene usted una hora.

Leo empezó a comprender. Se puso en pie y se sacudió unas briznas de la pechera.

Si hay que bailar, se baila. Y si aquella gente había venido de tan lejos para ver el espectáculo, no pensaba defraudarlos.

¿Quieren caña? ¡Caaña!

La secretaria hizo pasar al grupo de la salita y se sentaron para asistir al show en vivo y en directo.

—Señoras, señores… gallinero —comenzó, mirando al fondo—, antes de empezar permítanme tomarme el cacahuete del amor… —dijo sacando una bolsita del bolsillo del pantalón y tragándose una garrapiñada—… essss un… un estimulante.

—Usted dirá —dijo Trespalacios sorprendido.

—Bueno… a ver… verán: todo lo que pueda decir sobre Vermeer, les aclaro… está teñido de subjetividad. Lo siento pero soy, más que un estudioso de su obra… ¡un devoto! Lo aclaro porque puede que deslice algún que otro comentario teñido de… ¿cómo diría yo?, —puso la manos boca arriba—, teñido de una brizna de subjetividad, o por decirlo de un modo menos académico, de cierto encoñamiento por su persona.

La cara de Trespalacios se arrugó. Sert enarcó las cejas, atónita.

—Y ahora permítanme una breve reseña sobre nuestro admirado Johannes, antes de meterle mano al tema en cuestión.

La mirada de Capelastegui se le clavó entre ceja y ceja.

Tal vez lo de meter mano no sea muy científico.

—Biennn… —tosió—… como es de todos sabido, incluso por las dos señoras del tribunal… Vermeer nació en Delft el 31 de octubre de 1632.

Las dos mujeres se miraron desconcertadas.

—Cuarenta y tres años después moría en brazos de su mujer, la calentorra Catarina Bolnes… que en realidad era prima suya… primaa, que empieza con pe de promiscua, ya saben —sonrió pícaro.

El inglés se frotó los ojos con los dedos.

—Y hete ahí que in artículo mortis nuestro amigo Vermeer, que conocía el percal, les dijo a sus amigos que tenía sífilis… un cachondo, vamos; por lo visto no quería que le rondaran a la Catarina post mortem

La del Guggenheim carraspeó y le apuntó con su Parker.

—Señor Pemán, le recuerdo que los miembros de este tribunal tomamos en consideración todas y cada una de sus palabras. Todas y cada una.

Leo se pasó la mano por el pelo haciendo el rastrillo y se ajustó el cuello de la camisa.

—Gracias por la obviedad, querida —se tomó otro cacahuete del amor—… y ahora, si no me interrumpen más, sigo.

Capelastegui lo miró furibunda.

—Verán… cuando uno estudia la vida de este hombre, hay algo… algo que desconcierta. ¿Cómo es posible que en cuarenta y tres años sólo pintase treinta cuadros y tuviese ¡quince hijos!?

A Trespalacios casi le da un parraque. Las caras del resto del tribunal se convirtieron en retablo de extrañeza. Los del fondo murmuraron entre sí. Suances hijo esbozó una sonrisa lobuna y su padre le dio una palmadita en la pierna: lo tenemos.

—Pues bien, queridos… Simbología de El Arte de la Pintura. Bien… les diré, a título de anécdota...

—Señor Pemán —le interrumpió Edurne Capelastegui.

—Oiga, saque turno, ¿eh?... como en la carnicería —le cortó—. Decía… que este cuadro es… su capolavoro, su obra maestra. Prueba de ello es que Vermeer nunca se quiso desprender de ella ni siquiera cuando las deudas le subieron de las rodillas a la ingle.

Silencio sepulcral.

—Incluso después de su muerte Catarina, la muy… eso, se la cedió a su suegra para que no cayera en manos de sus acreedores, manioooobra que no gustó nada a su prestamista… Anton van Leeuwenhoek, del que… les diré que por su frugalidad era conocido en el barrio rojo de Ámsterdam como Tono van Impo o Toñito el Instantáneo. Pero eso es otra historia.

Montserrat Sert carraspeó.

—Me temo señor Pemán…

—Efectivamente —la atajó—… y llegados a este punto, amigos y peluqueras del tribunal…

—¡Oiga! —protestó la profesora Sert.

—Psssttt, ¿es usted la última? Coja número, ande —ordenó llevándose el índice a la boca—… decía que llegados a este punto es inexcusable seguir hablando sobre… por cierto, ¿me podrían repetir la pregunta?

El profesor Cavendish, haciendo gala de una exquisita educación, levantó la mano para llamar su atención.

—Señor Pemán, esos detalles sin duda son muy interesantes, pero ¿le importaría hablarnos sobre la simbología del cuadro? Era la pregunta.

Leo clavó una rodilla en el suelo, se ató el cordón del zapato derecho y se levantó.

—¿Quieren simbología, eh? Bien... pero por favor, ¡no me interrumpan más! —gritó—. Ahí va, agárrense: la chica que aparece en el cuadro es Clío, la musa de la Historia, ¿ta?; lleva una corona de laurel, un cuerno… no voy a entrar en detalles sobre el cuerno, y también un libro. ¿Más simbología? El libro representa el conocimiento, ¿ta? El águila de dos cabezas la dinastía de los Habsburgo y el candelabro dorado la fe de Roma.

Tomó aire.

—Como hasta la doctora Capelastegui sabrá —le sonrió—, en aquella Holanda protestante la ausencia de velas del candelabro simboliza la supresión de la fe católica, ¿ta?

Capelastegui aprovechó que tomaba aire para lanzarle un dardo envenenado.

—Señor Pemán, vemos que domina la casuística sobre el cuadro. Verá… a los miembros del tribunal nos gustaría saber si nos puede decir algo sobre las falsificaciones de los cuadros de Vermeer.

—No es el la pregunta del temario, ¿eh?, pero si está pez en el tema yo la ilustro. Anote… —alzó el mentón—, aquellas falsificaciones en las que se utilizó plomo moderno en los pigmentos, se pueden detectar con el método del plomo 210, un isótopo que tiene un tiempo de vida de… pssttt, veintidós años. Así caen las imitaciones más recientes. ¿Más? Vermeer usaba plomo procedente del Mittegebirge, una mina de Centro Europa, cuando en el XIX todo el mundo sabe que se usaba plomo americano o de Australia, ¿eh? Si no lo saben se lo digo yo.

La interrogadora lo miro boquiabierta.

—El pigmento blanco, caso de ser falso, tiene una composición distinta del original. Lo digo más que nada porque el que utiliza Vermeer tiene un contenido en plata y antimonio que no tiene el actual, ¿ta? —dijo desafiándola con la mirada.

Trespalacios cerró la carpeta y miró satisfecho a derecha e izquierda. Cuando parecía que iba a pedir un receso para deliberar, Leo levantó la mano y pidió la palabra.

—Señores, eeeh… ya que hemos terminado con Vermeer, si me permiten querría aclarar una cosa.

—Usted dirá —concedió Trespalacios.

—Sé que algunos me tomarán por loco… pero en realidad, como ya consta en una denuncia policial, alguien de esta sala ha estado boicoteándome.

—¿Perdón?

En el estrado se miraron unos a otros, desconcertados.

—Verán… he podido saber que algunos de ustedes han recibido algún que otro correo bastante… no sé si la palabra es guarrete u ofensivo, pero bueno, algún que otro mail bastante molesto desde mi dirección de correo.

Todos asintieron.

—Pues bien, quería contarles que mi ordenador ha sido manipulado de forma remota por alguien que está aquí.

—¿Quéé? —exclamó la Sert.

—Eso, que se han hecho pasar por mí para hacerme quedar como un idiota.

La profesora Capelastegui carraspeó.

—Pues sí, nos gustaría que aclarase ese punto.

Leo se giró y señaló al doctor Belarmino Suances.

—¿Ven a ese hombre que tiene un ejemplar de la revista Alas en la mano, ésa en la que sale un cormorán?

Todos asintieron.

—Él está detrás de todo.

A Suances casi le da un soponcio. Miró a Leo sin saber qué decir.

—Pero atenti tuttiiii… su hijo Martín, mi rival a esta cátedra, él es el principal sospechoso.

El joven Suances saltó como un muelle. Alzó la mano y pidió la palabra.

—Señor presidente, me temo que mi colega no sabe lo que dice.

Papá Suances se levantó de su silla y pidió permiso para hablar. Trespalacios asintió.

—Buenos días a todos, soy catedrático de Ornitología de la Complutense y en cuarenta años jamás he visto nada parecido. Decir que mi hijo manipuló el ordenador de su contrincante para hacerle quedar mal delante de este tribunal, es… absolutamente inverosímil.

—Ahora dirá que no me conoce, ya verán —atacó Leo.

—Amigo —protestó don Belarmino—, ¡las acusaciones hay que fundamentarlas!

Leo se levantó y lo encaró, furioso.

—¿Quiere pruebas?

—¡Por supuesto!

—Usted me odia, ¿no le parece bastante prueba?

—¡Pero si ni quiera le conozco!

—¿No?

—No.

—¿No?

—¡Noo!

—¿Está usted seguro?

—Completamente.

Leo sacó la bolsa de garrapiñadas y una carta del bolsillo trasero del pantalón. La extendió y la leyó en voz alta.

—Y cito… Estimado señor Pemán. Es usted un fracasado, un muerto de hambre y un pésimo aspirante a nada. ¡Habrase visto tamaña ignorancia! Por mí, puede seguir haciendo el payaso todo el tiempo que guste. El tiempo pone a cada cual en su sitio y usted, amigo mío, no pasará de ser un memo y un ornitólogo chichinabo. Sepa que haré todo lo posible por hundirle y le garantizo que pienso cerrarle todas las puertas que esté en mi mano cerrarle.

Atentamente,

Belarmino Suances, Catedrático.

 

Leo alzó la carta y se la mostró al ornitólogo.

—¿Es ésta su firma?

Suances se quedó petrificado.

Leo metió el folio en el bolsillo y sonrió.

—No hay más preguntas, señoría.

 

 

 

La profecía de Pitusa Esmorís se había cumplido: en dos meses te los cruzarás: al padre y al hijo; yo haré que se tuerzan sus días.

Y vaya si los torció.

 

 

 

—Breooooo, soy yo. ¿Quieres la última?

—¿Quéé?

—¡Soy catedrático desde hace cinco minutos!

—¿Quééé?

—Ca–te–drá–ti–co.

—¿¡Catedrático de qué!?

—De arte, ¡de qué va a ser!

—Pero si tú de arte ni flores.

—¿Cómo qué nooo?, ¿Cómo que no joooder? ¡Si acabo de aprobar una oposición con un tribunal de la leche!

—Joder Leo, estás muy mal.

—Cucha, ¡tenías que ver cómo me miraban! ¡Y no me han dejado pasar ni una! Duríííísimos. ¡Buááá!

—Pffff.

—Ahora vamos a ponernos ciegos de marisco a un restaurante del patín. Me va a salir por una pasta, pero como soy catedrático dice el secretario que lo puedo pasar como gasto del Departamento.

—Cuidado no bebas mucho.

—Nooo… que además ¡viene Sonia!

—¿Síííí? Oye,… ¿y por qué no me mandas una foto suya?

—No me traje la cámara.

—Sácala con el móvil.

—Me lo dejé en casa.

—¡Pero si me sale tu número en la pantalla!

—¡Joder Breo, contigo no se puede hablar! Sácala-con-el-móvil, sácala-con-el-móvil. ¡Pesao!

Trampa
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